jueves, 13 de febrero de 2025

El sentido de Sísifo, Kirian Rodríguez y el fútbol

Sísifo, por Tiziano. 

Dijo una vez el físico Steven Weinberg que cuanto más comprensible parece el universo, más absurdo (menos carente de sentido) resulta. Pero como bien señala el divulgador científico Philip Ball en su libro How Life Works, Weinberg pasa por alto un fenómeno emergente muy importante: la vida. Si por algo esta se distingue de la materia inerte es precisamente por tener propósitos, perseguir objetivos y extraer significados del mundo. El universo en su conjunto puede carecer de sentido, pero es evidente que los seres vivos (incluyendo cada una de sus células) sí lo tienen. Gracias al trabajo de personas como el biólogo Michael Levin, el neurocientífico Kevin Mitchell o la física y astrobióloga Sara Imari Walker, propósito y sentido son conceptos que han empezado a salir del ámbito exclusivo de la filosofía y la psicología para formar parte del vocabulario científico de la vida.

Los humanos somos, como cualquier otro animal (también como una planta, una bacteria o una célula), agentes cognitivos activos con un cierto grado de libertad para decidir y conducirnos por el tablero del espacio-tiempo en busca de objetivos. Tenemos una base genética que nos condiciona fuertemente, pero no nos determina. Algún aguafiestas podría argüir que el único sentido sería la supervivencia y quizá la reproducción, pero en el fondo eso no se lo cree ni él mismo. Muchos humanos tenemos pocas dudas de que las relaciones de amor/afecto/cuidado entre unos trocitos ordenados y conscientes del universo ya dan a estos (sus efímeros pasajeros) un sentido, definido por el filósofo Nick Bostrom como "un tipo especial de propósito que se deriva no de alguna cosa particular en nuestra vida que necesitemos o nos apetezca, sino de razones ancladas en algún valor o preocupación más grande que transcienda nuestra existencia mundana y cualesquiera cosas deseables que pudieran estar allí presentes". Bajo esa definición se incluyen otros posibles sentidos como la religión/espiritualidad, la ayuda a los menos favorecidos (no solo humanos), el servicio público, el trabajo bien hecho, la lucha ideológica, la defensa de las tradiciones, el arte y la creación en general, la superación personal, la búsqueda del conocimiento, la enseñanza...

El aguafiestas podría sacar entonces a colación a Sísifo, ese personaje mitológico condenado por Zeus a subir una piedra a lo alto de una montaña para observar impotente cómo casi al llegar se le escapa de las manos y rueda hacia abajo, obligándole a empezar su tarea una y otra vez. Porque el error (léete mi ensayo al respecto) y el fracaso siempre están acechando y no dejan de manifestarse periódicamente. Y nuestro amigo cenizo podría añadir que, en cualquier caso, no solo tenemos el horizonte inexorable de la muerte personal sino también de la de todos nuestros descendientes e incluso del propio universo (la muerte térmica, en la que el cosmos pierde toda su heterogeneidad y ya nada ocurre ni puede ocurrir). 

Bostrom analiza en un capítulo de su ensayo Deep Utopia las implicaciones del mito de Sísifo. Lo que intriga a Bostrom, sirviendo de punto de partida a su reflexión, es por qué se empeña en seguir empujando la piedra hacia la cima de la montaña. Esa tarea es el "emblema mismo del sinsentido", pero aún así Sísifo podría considerar que su vida merece la pena si obtiene placer en empujar la piedra o en la contemplación de las vistas durante el ascenso. Ahora bien, ¿podría ir más allá y encontrar un sentido, conforme a la definición anterior de Bostrom, a una existencia marcada por el recurrente fracaso?... Para Albert Camus, autor de un célebre ensayo al respecto (El mito de Sísifo), la vida de cada uno de nosotros semeja los esfuerzos de este sufrido personaje. El filósofo y apicultor Richard Taylor decía que cada uno de nuestros días es como cada uno de sus pasos hacia la cumbre, con la diferencia de que nosotros no volvemos abajo a empezar de nuevo. En cualquier caso, Camus consideraba que debemos imaginarnos que Sísifo es feliz cuando llega a comprender la futilidad de sus esfuerzos y acepta su destino: la lucha misma sería suficiente para llenar su corazón y el de cualquier humano.

Bostrom apunta varias explicaciones al comportamiento de Sísifo. La primera es la de la coacción: solo empuja la piedra porque, si deja de hacerlo, será castigado por el látigo de algún servidor de Zeus. En este caso, su existencia carecería de sentido y muy probablemente ni siquiera podría ser considerada una buena vida. La segunda posible explicación es la de que disfruta de esa tarea o tiene un poderoso impulso para hacerla. En este supuesto, Bostrom descarta que tenga necesariamente un sentido genuino, pese a que pueda resultarle gratificante. Lo compara con la vida de un corredor compulsivo, que se ejercita de sol a sol para acabar todos los días sudoroso y rendido de cansancio. Para Bostrom, ni siquiera la meta de ganar una medalla olímpica daría sentido pleno a esa existencia; si acaso, los esfuerzos de una persona discapacitada, al representar un reto de superación y servir de ejemplo a muchas otras. Entre otros posibles motivos con sentido de Sísifo figuran la creencia de que será premiado con una feliz vida de ultratumba, el salvar a la humanidad de ser devorada por alienígenas, el honrar una vieja promesa tribal o el resolver una larga disputa científica. Sea cual sea el motivo, para que su existencia tenga un sentido subjetivo (para que él experimente su vida como dotada de sentido) tiene que preocuparse e implicarse plenamente en la consecución de sus metas, no limitarse a perseguirlas por mera obligación o rutina. Bostrom pone el ejemplo del científico que hace grandes descubrimientos no por una sed de conocimiento sino solo por conseguir premios y reconocimiento: su vida tendría un sentido objetivo, pero no subjetivo (el que aparentemente le proporcionaría una dicha genuina).

Kirian y el fútbol 

Hace más de una semana, el jugador canario Kirian Rodríguez (capitán de la UD Las Palmas) hacía público que había recaído en su linfoma de Hodgkin y se retiraba de los campos de fútbol por lo que resta de temporada. Tendrá que volver a afrontar nuevas sesiones de quimioterapia, tras haber superado la enfermedad hace dos años. Kirian no solo es un gran jugador, que ha dado a los aficionados como yo no pocas alegrías sobre el césped, sino una persona ejemplar: amable, humilde, empático, valiente, tenaz... Asumía el reto de volver a pasar por el calvario del tratamiento con una entereza y una naturalidad dignas de encomio. No exagero al afirmar que es un exponente humano de lo mejor de mi Canarias natal. 

A principios de 2023, cuando volvió recuperado de su primer combate a la enfermedad, Kirian fue decisivo para el ascenso a Primera. Y ya en la división de honor del fútbol español protagonizó junto a sus compañeros sonadas victorias (como frente al Atlético de Madrid, partido en el que marcaron tanto él como su mejor amigo: Benito) que no disfrutábamos desde hace décadas. Luego el equipo entraría en barrena, con más de ocho meses sin ganar entre una temporada y otra, aunque salvando afortunadamente la categoría. Él siempre dio la cara tanto en las victorias como en las derrotas, a las duras y a las maduras. Ahora le tocará volver a pelear por su salud, así como a la UD Las Palmas le tocará volver a luchar por la permanencia tras una nueva racha de malos resultados.

Una vida sin retos ni dificultades, sin fracasos ni padecimientos, sin altos ni bajos, no sería tan preciosa. Lo mismo que una actividad deportiva en la que nunca perdieses ni te empataran en el último minuto, en la que no hubiese momentos de zozobra ni vivieses bajo la amenaza permanente de la eliminación o el descenso. El fútbol es una especie de escuela de vida que te recuerda que un día estás en la gloria y otro en la miseria, que a veces hay injusticias, que a la mala suerte sucede la buena (solo hay que apelar a la estadística), que las mieles del triunfo son mucho más dulces cuando este cuesta y no es frecuente, que siempre hay que levantarse después de cada golpe o caída. Es además una pequeña fuente de sentido, una ficción compartida (en mi caso, la UD Las Palmas) a través de la cual yo me siento en comunión con mi tierra natal, con mi familia y amigos de allá, con el propio Kirian y otros jugadores con los que simpatizo y, sobre todo, con mi hijo peninsular convertido en fan que ahora estudia fuera del hogar. Por mucho que nos empeñemos en negarlo, sobre todo desde posiciones intelectuales, los goles de los futbolistas hacen feliz a mucha gente. El fútbol es tan pequeña fuente de sentido como ir a un concierto, preparar una cena especial para familia o amigos o preocuparte por tu bonsai, actividades en modo alguno incompatibles con los sentidos con mayúsculas apuntados en el segundo párrafo de este artículo.

Kirian se emocionó mucho cuando metió un golazo in extremis al Granada el año pasado, el primero que lograba en Primera tras su recuperación. Cuando salga nuevamente de esto y vuelva a hacer de las suyas sobre el césped, nuestro disfrute y el de él serán mucho mayores, por mucho que el susodicho aguafiestas considere un sinsentido intentar meter un balón en la portería del equipo contrario. El ya fallecido David Graeber creía que la clave en la vida es jugar e intentar divertirse (huelga añadir que sin hacer daño al prójimo). Hay que vivir con pleno sentido, optimismo, alegría y entrega a nuestras metas, disfrutando de las pequeñas y grandes perlas que a diario nos regala la existencia aunque muchas veces no seamos conscientes de ellas. Reconozco que yo mismo no lo consigo. Que tanto el Sísifo imaginado por Camus como el bueno de Kirian nos sirvan de ejemplo. Aún a sabiendas de que habrá sinsabores y derrotas, de que el propio universo acabará muriendo y toda memoria de la humanidad y sus ficciones compartidas quedarán en nada (un escenario en el que, por cierto, no cree el físico Frank Tipler).


viernes, 24 de enero de 2025

'Nexus' de Harari: las redes de información en la era de la IA

Nos encaminamos hacia un mundo que ni siquiera los expertos y mejor informados se atreven a predecir con seguridad. Buena parte de esta incertidumbre tiene que ver con cómo será la evolución de la inteligencia artificial en los próximos dos o tres años. El historiador israelí Yuval Harari publicó hace unos meses Nexus, un ensayo en el que alerta de que podríamos estar a las puertas de un escenario distópico pero que también da motivos para la esperanza si la humanidad hace las cosas correctamente. 

Harari no comparte la visión marxista y populista de la historia de la humanidad como una lucha sin tregua por el poder a través de la fuerza bruta. A mi juicio, acierta en desmontar el manido tópico de la "ley de la jungla", algo que ni siquiera es cierto en la propia jungla. La cooperación no solo es un rasgo definitorio de la historia humana sino también de la vida en todas sus manifestaciones (¡incluidas las propias células!) desde sus inicios hace 3.500 millones de años. Si solo existiera la predación, la "naturaleza roja en colmillo y garra" de la que hablaba el poeta Alfred Tennyson, no estaríamos aquí para contarlo. Ni nosotros ni cualquier otro ser vivo.

Como ya sostenía en su ensayo Sapiens, nuestras redes de información están basadas en ficciones compartidas (entidades que pudimos imaginar cuando hace 70 mil años, gracias a una mutación genética, adquirimos esa capacidad) como Dios, dólar, Microsoft, Francia o Real Madrid que hicieron -y siguen haciendo- posible la cooperación entre muchos humanos que no se conocen personalmente. Así fue cómo realmente conquistamos el mundo, no por emplear la información para elaborar un mapa certero de la realidad sino por usarla para conectar a muchos individuos. El principal argumento de Nexus, tal como señala explícitamente su autor al comienzo del libro, es que las grandes redes de información son una enorme fuente de poder para la humanidad pero también nos predisponen a usarlo de una manera poco sabia: "Nuestro problema, por tanto, es un problema de la red". Los conflictos ideológicos y políticos no dejan de ser, para el ensayista israelí, choques entre tipos opuestos de redes de información.

Harari disiente de la creencia aparentemente razonable de que la solución a la desinformación es más información. Considera que esa es una visión ingenua, basada en una concepción errónea de este fenómeno. Porque, como bien dice, "los errores, las mentiras, las fantasías y las ficciones son también información". La ingenuidad radica en creer que la información tiene un vínculo esencial con la verdad, cuando lo que realmente hace es crear nuevas realidades ligando unas cosas con otras. El ADN y la Biblia tienen en común que son información en torno a la cual se articulan redes: una red orgánica de billones de células, en el primer caso; una red religiosa de millones de individuos, en el segundo. Tanto una red como otra pueden hacer cosas que sus partes por separado no podrían, como formar un tejido muscular o lanzar una guerra santa. La información puede o no representar la realidad, pero lo que siempre hace es conectar en redes a una multitud de entidades individuales.

En toda red informativa humana hay una perenne tensión entre orden y verdad, lo que los economistas llaman una relación de sustitución o trade off. La verdad no puede imperar del todo en una sociedad sin afectar al orden, de igual modo que este último no puede basarse en una negación total de la verdad. Cuando una información revela un hecho importante sobre el mundo pero al mismo tiempo mina la "noble mentira" que cohesiona a una sociedad, esta última tiende a preservar el orden y poner límite a la búsqueda de la verdad. Porque mitología y burocracia, estrechamente relacionadas (aunque tienden a tomar direcciones diferentes), son esenciales para el mantenimiento del orden.

Nuestras ficciones crean una realidad intersubjetiva, compartida por muchas mentes (a diferencia de la realidad subjetiva, como el dolor físico, que solo existe en una), en la que moran las leyes, los dioses, las naciones, las empresas... Harari vuelve a contradecir al marxismo al señalar que las identidades e intereses a gran escala en la historia humana no son objetivas sino intersubjetivas. Subraya la importancia de los mecanismos de autocorrección para afrontar los efectos perniciosos de esa realidad intersubjetiva. De hecho, considera que el motor de la revolución científica fueron estos mecanismos correctores, no la tecnología de la imprenta. El invento de Gutenberg no solo permitió la difusión del conocimiento, sino también de libelos, noticias falsas y textos incitadores del odio y la violencia (como un influyente tratado de dos frailes dominicos del siglo XV para identificar y perseguir a las brujas), de igual manera que la radio serviría de altavoz a la ideología de Hitler y la televisión y las redes sociales a la de Trump.

Una democracia es una red distribuida de información con fuertes mecanismos de autocorrección. Justo lo contrario que una dictadura: una red centralizada que no se corrige a sí misma. Por eso las democracias son más flexibles y capaces de adaptarse a los cambios, amén de más eficaces económicamente. Y también mas resistentes a sucumbir a una eventual IA maligna, ya que incluyen en su red a otros agentes como la oposición política, un sistema judicial independiente, medios de comunicación libres, ONGs... Es mucho más fácil para una IA hacerse con el control de una autocracia, ya que solo requiere manipular a un tirano que concentra toda el poder en sus manos.

Los medios de comunicación de masas hicieron posible la democracia, pero también contribuyeron a la forja de regímenes dictatoriales. Antes del telégrafo y la radio, un régimen totalitario a gran escala era imposible: había límites tecnológicos para que una autocracia pudiese convertirse en totalitaria. Una avanzada inteligencia artificial sería el sueño de todo tirano totalitario: por un lado, una AI puede procesar grandes cantidades de información de manera eficiente (de hecho, cuanto más se alimenta de datos, más eficiente es); por otro lado, le permitiría un control casi absoluto de su población. Pero podría volverse en contra del Hitler o Stalin de turno. 

Harari pone al respecto, tomando el caso de Rusia, un interesante ejemplo de desalineamiento entre una IA y sus creadores. El régimen de Putin es un sistema autoritario donde los opositores son encarcelados y sufren accidentes, se violan sistemáticamente los derechos humanos y se persigue al colectivo LGTBI, pero la Constitución de la Federación Rusa es un impecable texto democrático. Una IA entrenada para defender los valores rusos podría deducir, a la vista de la incongruencia entre la realidad y lo que está escrito, que Putin está atacando esos valores. Y, en consecuencia, comunicarlo a la ciudadanía y ponerse a la labor de deponerlo. Todo ello, investida de un gran poder y sin temor a represalia alguna: no se puede torturar ni encarcelar a una IA, si acaso apagarla.

En la guerra fría tuvimos la sabiduría necesaria para evitar un desastre gracias a la doctrina de la destrucción mutua asegurada, que posibilitó la cooperación entre las entonces superpotencias norteamericana y soviética. A estas alturas del siglo XXI, la situación es más peligrosa porque una inteligencia artificial avanzada no es un objeto pasivo como una bomba atómica sino una entidad con agencia, capaz de perseguir objetivos y tomar decisiones por sí misma. Las tablillas de arcilla, las imprentas y las radios son meros conectores entre miembros de una red de información, limitándose a distribuir entre ellos los flujos informativos, pero una IA es un miembro activo más de esa red. Con la capacidad, como nosotros los Homo sapiens gracias al lenguaje, de crear realidades intersubjetivas como una religión. Y también de interpretarlas por sí misma sin el concurso de los humanos.

Harari se detiene a analizar los efectos perversos de algoritmos como los de Facebook, que están diseñados para promover ante todo las interacciones (visitas y likes) de los usuarios. Nos pone el ejemplo de Myanmar, escenario en 2016 y 2017 de la persecución y matanzas de una etnia minoritaria de religión musulmana: los rohingya. A los usuarios birmanos de Facebook les aparecían a diario en su aplicación vídeos en los que se incitaba al odio contra esa minoría, ya que esos contenidos son mucho más virales que otros más discretos, moderados o juiciosos. Facebook fue pues corresponsable involuntario de esos trágicos sucesos. Lo cierto es que las redes sociales, en buena medida por culpa de los algoritmos que emplean, se han convertido en plataformas para incitar al odio y propagar la desinformación y la conspiranoia. El historiador israelí tiene claro que para preservar una conversación democrática es necesaria una regulación: un mercado de la información completamente libre nunca producirá verdad y orden de manera espontánea.

Shane Legg, un prominente científico de Google, daba hace poco un 50% de probabilidades al logro de una Inteligencia Artificial General (AGI, en inglés) antes de tres años. Y entre un 5 y un 50% a nuestra extinción como especie justo un año después. En no mucho tiempo veremos signos inequívocos de por qué camino tiraremos finalmente. Si lo hacemos bien, será legítimo esperanzarnos con los escenarios que nos adelantan optimistas inveterados como el gurú tecnológico Ray Kurzweil (abanderado de la singularidad) y sobrevenidos como el filósofo Nick Bostrom (que en 2014 ya nos asustaba con su Superinteligencia: caminos, peligros, estrategias), quien en su último ensayo Deep Utopia nos invita a soñar con un mundo donde todas las necesidades estarán resueltas sin esfuerzo y podremos aventurarnos en un vasto espacio inexplorado de posibles experiencias. Bostrom sugiere que algunas de estas pueden "valer la pena en un grado que supera nuestros sueños y fantasías más salvajes".

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