lunes, 31 de enero de 2011

¿Verdad, señoritas, verdad?...

"¡Me cago'n Dios!", Juan el Viejo aulló de dolor. Su pulgar izquierdo comenzó a adoptar el color del oxidado martillo. "Ya te vale, Juan", dijo a veinticinco metros Luis, brocha en mano, completamente embadurnado de pintura blanca. Equidistantes de ambos, Carmen López de Rodrigo-Mier y Adelina Río-Wollencraft Rato se contemplaron con gesto de desaprobación, cada una de ellas en su respectiva hamaca anatómica y protegidos sus ojos del despiadado sol por sendas gafas Ray-Lorain De Luxe. Adelina se incorporó ligeramente para exponer una parte de su cintura a los abrasadores rayos solares. "Vaya día, Luisito. ¿Sabes dónde me gustaría estar ahora?", dijo Juan el Viejo chupándose el dolorido dedo. "Sigue con lo tuyo, Juan, que a este ritmo no te va a dar tiempo de ver a la parienta esta noche", Luis proseguía fatigoso la pintura de una de las veinte vallas que días más tarde conducirían a lo más florido de las finanzas europeas al interior de lujosos stands de cristal esmerilado y suelo enmoquetado. "Maldito congreso ése de mierda, pero a mí nadie me priva hoy del revolcón con la coneja", Juan el Viejo, ya recuperado, volvió a martillear con furia los listones de madera que tenía frente a sus ojos. Carmen se quitó las gafas y compuso una mueca de infinito asco: "¡Qué gente, Dios mío!", musitó a su amiga, al tiempo compañera de aerobic, equitación y sevillanas, copartícipe en un fondo de inversión en valores de países emergentes e hija del mejor socio de su padre (quien entabló tan fructífera relación empresarial una vez superada una breve estancia en Carabanchel por poner en el mercado productos oleaginosos poco compatibles con el aparato digestivo humano). "Estos deben ser del sur o de por ahí, ¿te has fijado que acento más grosero tienen los pobres?", apuntó con algo de piedad Adelina. "Gentuza, Adeli, gentuza", repuso Carmen. "Son así, son como animalitos, Carmina. Los pobres no tienen la culpa", Adelina se levantó y extrajo de su bolsa una crema hidratante que comenzó a aplicar en su cuello. "Como no tengamos un poco de cuidado nos vamos a ir del club como cangrejos", rió de modo afectado. Mientras, por el curtido rostro de Juan el Viejo, una gran hormiga intentaba ganar su nariz. "¡Zape!", de un contundente autobofetón se deshizo del molesto visitante. "Esto encima está to' lleno de bichos. ¡Me cago'n sus putos muertos!". "No seas malhablado, Juan, por favor, ¿no ves que hay señoritas ahí, coño?. Ya deben estar ahítas de ti... Trabaja", el sudor corría por las morenas mejillas del joven y robusto Luis. "¿Nos vamos, Adeli? Esto ya es demasiado para mí", Carmen se levantó visiblemente irritada y se puso una blusa beige clara sobre el bikini de flores. "Podemos ir a tomar algo a la terraza, o al jardín de Borja, cualquier cosa antes que estar aquí entre cerdos", dijo en voz alta. Adelina se quedó atónita. Con un hilo de voz procuró tranquilizar a su amiga: "No te pongas así, Carmina. Hay que andarse con mucho cuidado con esta gente. Serénate, por Dios". "¡Oiga, un respeto, señorita, un respeto debido, que somos trabajadores!", Juan el Viejo soltó el martillo, se levantó y arrojó al césped su gorra de Pinturas El Duradero. "Puaff...", acertó a replicar Carmen mientras tomaba su bolso. "No me bastaba a mí con ver al Madrí fuera de la Champion Li para que encima una señoritinga me haga un desprecio así", repuso Juan el Viejo con los puños cerrados y rojos. "Eh, tranquilo, Juan, tranquilo... ¿a dónde quieres ir a parar?", pegado a las vallas, Luis seguía con su trabajo. "¡Es usted un maldito y sudoroso cerdo, igual que su amigo, igual que todos los de su odiosa clase!", sentenció a todo volumen Carmen ante el asombro de los miembros del club que se solazaban en las cercanas terrazas. Adelina se llevó las manos a la boca con pavor. Juan el Viejo dio dos pasos hacia adelante y apretó más si cabe los puños. Ciego de indignación, notó que temblaba. El médico ya le había advertido que no cogiese nervios, que al filo de los sesenta pueden dar un serio disgusto. Ya avanzaba decidido, con el ceño arrugado, en dirección a las dos amigas cuando Luis se puso en pie, agarró una gruesa estaca tirada sobre el césped y, desde el otro lado, se dirigió lleno de furia hacia Carmen. Ésta gritó cual condenada al pasar Luis como una exhalación a su lado camino de Juan el Viejo, a quien propinó un severo estacazo en la frente. El Viejo cayó al suelo con la frente partida y un profundo gesto de dolor, los cansados ojos entreabiertos y preguntando el porqué de aquello. No tardó demasiado en saberlo: "¡Eres un patán, viejo!, ¡cómo se te ocurre ir a pegar a dos mujeres!. No tienes ninguna educación. Y así pasa lo que pasa, que la gente fina nos llame cerdos con todo el derecho, ¿verdad, señoritas?", dijo Luis, estaca en mano, buscando la aprobación de Carmen y Adelina: "¿verdad?...". "Ya hemos visto demasiado por hoy", empujó la primera a la segunda hacia los aparcamientos del club.

Juan el Viejo quedó inhabilitado para el ejercicio de su profesión, por lo que tuvo que jubilarse anticipadamente. Fue el mayor de sus ocho hijos varones quien le informó que los días cotizados a la Seguridad Social en casi cuarenta y cinco años de trabajo se contaban con los dedos de un manco, por lo que hubo de conformarse con una ridícula pensión no contributiva. Pocos años después moriría frente a las imágenes de un Unión Deportiva Las Palmas-Real Madrid decisivo para el título de Liga. Por su parte, Luis pasó un cierto tiempo en prisión, tras el cual consiguió un trabajo como portero-vigilante en una afamada discoteca de Fuenlabrada que le permitiría poner las bases de un próspero negocio de chapa y pintura en esa misma localidad. Carmen y Adelina asistirían en años posteriores a sus respectivas nupcias, sin dejar de lado su participación en todo tipo de eventos con la presencia de lo mejor de la sociedad madrileña. La segunda acabaría presidiendo la Asociación Benéfica por los Desventurados "Blanca de Castilla", insigne institución de las más preclaras damas del barrio de Chamberí. La primera, mujer de más coraje, tendría junto a su esposo una breve aventura política en el ayuntamiento capitalino, abortada por el desafortunado hallazgo de unas cuentas opacas a la Hacienda Pública en Liechtenstein. Ambas siempre recordarían con gracia la insólita anécdota en el club de golf.

martes, 25 de enero de 2011

Extraterrestres a un milímetro

Quizá haya criaturas extraterrestres tan cerca de nosotros como a un milímetro de distancia. Puede que nuestro universo comparta puntos del espacio-tiempo con otros desplegados en otras dimensiones y de los que nos separarían finísimos tabiques sólo franqueables por los gravitones (las partículas mensajeras de la gravedad). Otros cosmos pegados al nuestro, al que acompañan fantasmalmente desde quién sabe cuándo. Nuestros rostros enfrentados, casi piel con piel, a los de los habitantes de esos inimaginables universos. Seres incapaces de percibirse mutuamente, teorizando los unos sobre los otros, desconocedores de esa cercanía íntima y a la vez abismal. Acaso sufriendo por su finitud y rezando a un creador que los hizo a su imagen y semejanza.

martes, 18 de enero de 2011

Miki Mañyga, la revolución en las letras hispanas

“Gracias a todos, ¡anarquía y una puta cerveza bien fría!”, Miki Mañyga, el escritor joven de moda, volvía con paso cansino a su asiento en el salón de actos del Círculo de Bellas Artes, batiendo sus largas melenas rojas a lo rastafari y agarrando de manera desenfadada el preciado premio. El editor del joven talento le dio una palmadita en el hombro al reencontrárselo a su derecha en la primera fila de butacas. Su rostro -el del editor- desbordaba satisfacción. No era para menos: Cagué mierda había superado los 200.000 ejemplares vendidos y ya se preparaba su adaptación a la gran pantalla. Su arriesgada apuesta dos años atrás por ese chaval arrojaba los frutos esperados. El manuscrito de Polla, ópera prima del joven Mañyga, le había impresionado vivamente. El público confirmaría la intuición del avezado editor, convirtiendo a Mañyga en una referencia obligatoria de la joven literatura española. El escritor, con los ojos rojos y el aliento agrio, respondió al gesto de su editor con unas palabras de reconocimiento: “Eres un monstruo, mamoncete. Sígueme tratándome dabuti no sea que un día te canee, tronco”.

Mañyga era una persona políticamente comprometida: eso lo había heredado de su progenitor, un conocido catedrático de Sociología, y a la sazón crítico de arte, que había hecho sus pinitos en el mundo pictórico con una controvertida síntesis de vanguardias bautizada por él mismo como neominimalismo mostrenco hiperfuncional. Abominaba del sistema parlamentario, al que tildaba de “fascismo encubierto y castrante”. Odiaba a los niños pijos. Cuando estaba tumbado en la hamaca, acompañado de un gin-tonic, en casa de sus “viejos” en Somosaguas, no soportaba escuchar cómo los niñatos chapoteaban en las piscinas aledañas. Políticamente se definía como un “anarco-alternativo”. Sexualmente no hacía ascos a algún que otro hombre, entre ellos a su solícito editor, pero sólo por una cuestión de principios: lo contrario hubiera sido “alinearse con la reacción fascista”. Mañyga se proclamaba deudor al mismo tiempo de Malraux, Salinger, Celine, José Ángel Mañas, Ray Loriga y Lucía Etxebarría. Su literatura era objeto de estudio de los más sesudos críticos del momento. Todos resaltaban su fuerza expresiva, su certera aprehensión del carácter juvenil de la época. La expresividad no andaba reñida con el lirismo: “Te rompo el cacas a la luz de la luna, jodida perra, todo es oscuro en este puto orbe azul en medio del jodido universo”, podía leerse en uno de los pasajes más celebrados de Polla.

En el ágape del Círculo, tras la concesión del premio y los discursos de rigor de jurados y ganador, Mañyga aprovechó para departir con egregios representantes de las artes, las letras y la política. “Molas un montón, campeón”, le decía el dinámico concejal del grupo de la Izquierda Progresista en el ayuntamiento capitalino dándole una nueva palmadita en el hombro: “¿Te hace una rayita?”. “Va, tronco, vamos...”, Mañyga abrazó al concejal camino de los baños. “Con tanto carcamal alrededor apetece una movida de éstas, ¿verdad, Miki?”. “Que si mola, me dirás tú a mí, tío...”, Mañiga sonreía con gesto beodo, algo encorvado al andar. “Jo, tronco, está movidito el tema aquí, ni el Bukowski se hubiera imaginado esto...”. Mañyga y el dinámico concejal asistían atónitos a la contemplación, en el retrete elegido ad hoc, del subdirector general de Promoción de Cultura de la Comunidad, reputado centrista, solazándose oralmente con la entrepierna del concejal conservador de festejos de un municipio de la serranía madrileña. “¿Mola nieve, tronquis?”, sacó la lengua Mañyga a los perplejos gestores, miembros ambos del mismo partido pero adscritos a diferentes sensibilidades políticas. Entonces se produjo el hecho que supondría el definitivo catapultamiento de Mañyga y le abriría años más tarde de par en par las puertas de la Academia. A la súbita apertura de la puerta del baño siguió el deslumbrante fogonazo de un flash...

Tanto el subdirector como el edil serrano se vieron obligados, en medio de un gran escándalo, a presentar su dimisión. Sus respectivos matrimonios quedaron anulados por el Tribunal de la Rota atendiendo a “vicios de forma”. El dinámico concejal del grupo de la Izquierda Progresista corrió mejor suerte, al recibir de sus compañeros y compañeras el puesto de responsable/bla del Área de Incitación al Porrito Chachi y las Relaciones Sexuales Prematrimoniales de los/las Jóvenes/as de esa formación política. Mañyga sería el gran beneficiado del revuelo levantado por la comprometedora foto: en apenas tres semanas escribió Jode o revienta hijoputa, batiendo a continuación todos los récords de ventas en el mercado editorial español. El éxito literario devino en verdadero fenómeno social, con Mañyga copando todas las televisiones y alertando constantemente contra el fascismo encubierto, Papá Noel, la práctica del deporte, la idiocia norteamericana, el antitabaquismo y la literatura comercial.

domingo, 9 de enero de 2011

Una carta a Papá Noel en el cajón

Ordenando el escritorio me encontré con una carta a Papá Noel: una candorosa petición de regalos, escrita con esmerados trazos infantiles, cuyo destino no podía ser otro que el fondo de un cajón, una papelera o un cubo de la basura, una ilusoria súplica ("porque he sido bueno este año") dirigida humildemente a la nada. Tan conmovedora la fe del remitente como desgarrador su desconocimiento de la verdad.

Y me vino entonces la imagen de Jesús en la cruz segundos antes de morir, cuando la terrible duda parecía cernirse sobre él en un efímero instante de lucidez, cuando sospechaba que lo suyo quizá sólo fuese un desvarío, un diálogo con la nada que se extiende inconmensurable por el espacio negro y frío que rodea a todos los vivos y los muertos. Un "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" que se propaga durante unos segundos en torno a la cruz de madera para terminar reducido a atroz silencio.

domingo, 2 de enero de 2011

Isaías McRae Úrculo compra casita barata con topo en la sierra

Isaías McRae Úrculo se enteró, merced a un viejo amigo residente en la llamada sierra pobre madrileña, de que una vivienda en la recoleta localidad de Patones de Arriba se encontraba en venta por un importe de 66,20 euros. Atendiendo a la situación del mercado inmobiliario en la zona, se trataba de un precio excepcional, razón por la cual McRae disipó, tras la pertinente consulta nocturna a su mariposa cervical, toda duda con respecto a su compra. Al día siguiente, provisto de un billete nuevo de 100 euros y de un papelito con la dirección escrita de la casa, se dirigió a Patones en el autobús de línea. Hubo de inquirir en lengua croata a algún paisano hasta topar finalmente con la vivienda, un soberbio chalé construido en piedra y con una magnífica zona ajardinada en derredor. A la vista, los cedros del romántico cementerio local; en lontananza, el perfil de las montañas. “No, no, está usted confundido, el precio es de 76,20 euros”, señaló inconmovible el propietario, un anciano de luengas barbas blancas y gafas de culo de botella, tocado con una visera del Club Baloncesto Breogán de Lugo y enfundado en un chaleco amarillo fosforescente (de cintura para abajo se encontraba completamente desnudo). McRae reculó, presa del desánimo y algo intimidado por la visera del Breogán. “¿Se trata de una cifra cerrada?”. “Mire, si pudiese pagar al contado podríamos negociar una rebajita”. “Al contado, al contado”. “Bueno, déme 74 euros con 70 céntimos y trato hecho”. McRae sacó el reluciente billete de 100 y se lo tendió al anciano. “Tendrá usted cambio, supongo”. “Pues ha venido en mal día, porque tengo los billetes secándose en la solana, todavía deben estar mojados. Por de pronto”, dijo metiendo la mano en uno de los bolsillos del chaleco, “tenga usted los 30 céntimos”. “Venga, venga, acompáñeme a ver la casa”, añadió el vendedor: “Lo suyo es formalizar la compra después de que usted le eche un buen vistazo”. “Me gustan mucho la fachada y el jardín”, dijo McRae encantado. “Pues ahora verá qué maravilla”, dijo el propietario a modo de adelanto de uno de los secretos mejor guardados de su residencia, protegido del exterior por una densa capa de brezo: una inmensa piscina de aguas verdosas poblada exclusivamente de billetes de euros y chucherías de piñata. “Perdone la intromisión, pero, ¿a qué obedece esta venta?”. “Me quiero ir de este lugar. Esta última etapa de mi vida se ha demorado más de lo debido. Necesito nuevos horizontes; el mismo paisaje día y noche durante casi treinta años ha acabado por embotar mi entendimiento”. “¿Piensa comprar otra propiedad con el importe de esta venta?”. “¿Me ha tomado por gilipollas?”, dijo con inopinada furia, al tiempo de arrojar con fuerza la visera del C.B. Breogán a la piscina. “¿Adónde voy yo con apenas 75 euros?. Claro, me ha tomado por un cretino...”, añadió con pesadumbre. “Válgame Dios que no deseaba ofenderle”, dijo McRae apretando firmemente las tres preciadas monedas de 10 céntimos depositadas en su bolsillo. El propietario de la vivienda comenzó a quitarse su chaleco amarillo. “Espero que no sea pudoroso, pero el calor aprieta”. “Proceda, hombre, proceda; ahora bien, yo miraré para otro lado, si no le importa”, dijo McRae bajando la vista a la altura de sus genitales. El chaleco amarillo inició un corto vuelo que lo llevó a posarse sobre las extrañas aguas de la piscina. “Cuídeme la casa, el jardín, la piscina... Son parte de mi vida... Esta decisión no ha sido nada fácil, se lo aseguro. No se preocupe, que ya me encargaré de sacar todos los chismes de la piscina. En cuanto a los billetes, puede quedarse con todos ellos. Así quedamos en paz. Le serán útiles para financiar la compra de abono para los rosales. Y para alimentar a mi topo Frank. Luego se lo presentaré, que no se me olvide. Tendrá que darle de comer como a un niño, hace mucho tiempo que se olvidó de cómo comer solo el bueno de Frank...”. “¿No se lleva el topo con usted? Esos animalitos echan mucho de menos a sus propietarios”. “No, Frank se quedará aquí, éste es su lugar. Eso sí, debe usted comprometerse aquí conmigo a cuidarlo hasta el último de sus días. Si no es así, le devuelvo ahora mismo el billete y hemos terminado”. McRae sintió cómo su sueño se desvanecía por momentos. ¿Cómo iba a asumir tamaño compromiso? No, no podía ser... ¿Por qué tenía que ser precisamente un topo?. Con la cantidad de mascotas que hay en el mundo... ¡un topo! A él, alérgico precisamente a esos animales (por lo demás, muy simpáticos, menester era reconocerlo). “Con Frank hay que tener cierta paciencia. Sobre todo cuando sufre de jaquecas. Pero no se preocupe: el hablarle le tranquiliza mucho, y no importa lo que le cuente: lo mismo da que sea de Derecho Mercantil que de alguna receta de su abuela. En cuatro o cinco horas se le pasa, y puede irse usted a descansar un rato”. Una idea canallesca penetró como un rayo en la mente de McRae. “Bueno, habrá que hacer un esfuerzo por Frank”, dijo antes de soltar un nervioso ‘je, je...’. “Confiaré en su palabra, parece usted un buen hombre”, el anciano se permitió posar su mano sobre el hombro de un McRae cuyo pensamiento ya circulaba embalado por uno de los carriles de incorporación a la autovía de la infamia. “El año que viene, si mi salud me lo permite, vendré a visitarlo. Y tampoco se olvide de los rosales. Ellos también demandan una atención y un cierto cariño”. “Descuide, descuide, me haré cargo”, McRae no logró evitar el aguijonazo interno de algo que bien podría ser su conciencia.

Dos años, tres meses y seis días después del cierre de la operación de compraventa –que algún leguleyo aguafiestas se atrevió a tildar de leonina-, el anciano de luengas barbas volvió a su antigua residencia en la sierra pobre madrileña. El brezo había dejado su lugar a un alto muro de cemento. El hombre, luciendo sus mismas gafas de culo de botella, tocado con un sombrero de copa y enfundado en un top rojo (de cintura para abajo se encontraba, como era su costumbre, completamente desnudo), tocó el timbre y esperó pacientemente hasta que Isaías McRae Úrculo se puso frente a sus ojos con rostro despavorido. “Buenas tardes, hombre, ¿qué tal la vida por aquí?”. “Muy bien, muy bien, estupendamente”. “¡Qué ganas tenía de ver a mi Frank retozando cerca de los rosales! ¿Se ha portado bien todo este tiempo?”. “El topo ya no vive aquí”, dijo con mirada grave la frase que había ensayado varias veces. “¿Cómo?”, pareció encogerse en su top el anciano ex propietario. “Se fugó hace meses, no debía encontrarse a gusto”. El anciano se quitó el sombrero de copa, elevó los ojos al cielo y rompió a llorar. Su llanto duró apenas diez segundos. Bajó entonces la vista al suelo y preguntó: “¿Lo trató usted bien?”. “Hice siempre lo que pude por él”, mintió McRae, tragando saliva. “En ese caso, nada que objetar”, dijo el viejo antes de dar la vuelta y alejarse sin despedirse. “Lo siento mucho”, alzó la voz McRae a sus espaldas, ya respirando con alivio. “Y más que lo sentirá... ¡porque ese topo era nada menos que el Gran Arquitecto del Universo!”, gritó el viejo con un tono siniestro. La suave brisa estival se enfrió súbitamente, al tiempo que el cielo parecía apagarse como una bombilla.

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