sábado, 23 de noviembre de 2019

El diablo de al lado... ¿diablo?


Terminé de ver en Netflix El diablo de al lado, serie documental sobre el presunto criminal nazi John Demjanjuk (identificado por algunos como el infausto Iván el Terrible del campo de exterminio de Treblinka, en Polonia). Más allá del saludable ejercicio de recordarnos el Holocausto, la serie nos asoma a una galería de personajes "normales" (incluyo a Demjanjuk, tal y como luego explicaré) que exhiben las mismas zonas de sombra y pequeñas miserias que casi todos nosotros. Retratar a la gente "normal" con trazos gruesos y de manera maniquea no parece lo más inteligente para acercarse a la verdad: siempre es necesario usar una paleta de grises que recoja la peor cara del presunto bueno y la mejor del presunto malo (insisto en excluir a las bestias pardas, que caerían dentro del saco de la anormalidad). El diablo de al lado no solo es interesante por la historia del personaje central sino también por los perfiles psicológicos de los protagonistas secundarios de la trama: familiares, supuestas víctimas suyas, su abogado, el fiscal...

Demjanjuk era un joven de procedencia ucraniana que emigró a EEUU años después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. En América encontró un trabajo como obrero en Ford y una esposa con la que formó una familia: reunió, en suma, los mimbres para llevar una vida digna, honrada y sencilla. Y al cabo de muchos años se jubiló, habiéndose ganado el respeto de sus compañeros de trabajo y sin apenas una tacha a su conducta: ni un escándalo vecinal, ni una multa por exceso de velocidad... Un trabajador ejemplar y un amoroso padre y abuelo, amable con todos, fiel a su cita semanal en la Iglesia católica ucraniana de Cleveland.

Hasta que un día le identificaron como el susodicho Iván el Terrible (un monstruo que no se limitaba a empujar a los judíos hacia las cámaras de gas sino que disfrutaba cometiendo múltiples atrocidades que no le habían sido ordenadas: entre ellas, cortar pechos y narices con una espada). Demjanjuk fue deportado en 1988 a Israel, donde le aguardaba un juicio que pintaba muy feo para él: todo apuntaba a que correría la misma suerte (la ejecución en la horca) que el nazi Adolf Eichmann tres décadas atrás. Desde luego, Eichmann era solo un "imbécil moral" (así lo retrató la filósofa Hanna Arendt, que encontró en su persona una vulgar encarnación de la "banalidad del mal") que se limitaba a hacer su rutinario trabajo funcionarial (redactar las listas de judíos condenados a morir) y a obedecer órdenes sin rechistar. Podríamos considerarlo un tipo "normal" (eso no le exime de su gravísima responsabilidad, por supuesto), a diferencia de Iván el Terrible: este último era un psicópata y un vil sádico, un tipejo a todas luces exterminable. Si el viejo John era el tal Iván el Terrible, yo no habría tenido nada que oponer a su ejecución de cualquier modo o manera (incluso a su ejecución sumaria, para qué ocultarlo). Pero lo que me enganchó a la serie fueron precisamente las dudas a ese respecto. Escrutar su rostro y sus gestos, procurando adivinar si podían corresponderse a tamaño monstruo, me resultaba muy intrigante.

Un personaje muy interesante es su abogado, un judío israelí excéntrico y echado palante que se gana la inquina de la mayoría de sus compatriotas al asumir la defensa judicial de Demjanjuk. El abogado, al que acompaña cierta fama de chulería y mala reputación, está convencido de que su defendido no es Iván el Terrible y remueve cielo y tierra en busca de pruebas exculpatorias. Su empeño tendrá un coste: será víctima de un ataque con ácido que casi le causa ceguera. No consigue impedir la condena a muerte, pero acaba triunfando con su apelación al Tribunal Supremo de Israel. Tras cinco años en prisión, Demjanjuk es liberado sin cargos al no haber evidencias claras de su paso por Treblinka. Uno de los testigos que afirmaba reconocerlo exhibía una evidente senilidad: llegó a decir que había viajado de Israel a Florida en tren y no recordaba el nombre de uno de sus dos hijos muertos en Treblinka. Otro testigo parecía estar mintiendo: aseguró entre aspavientos que era él sin duda, tras verle de cerca sin gafas, pero luego se descubrió un texto por él escrito al final de la guerra en el que aseguraba que habían matado entre varios a Iván el Terrible en un motín.

Hay que tener en cuenta que el juicio fue televisado en directo en Israel, un país obviamente muy sensibilizado con el Holocausto. El abogado de John estaba seguro de que ese último testigo había advertido en el cara a cara que no estaba frente al monstruo de Treblinka. Pero, sometido a una tremenda presión ambiental, optó por mentir. ¿Se imaginan que hubiese reconocido su error?: "Ah, pues no es él, me confundí, lo siento...". En la serie se habla de algo poco conocido fuera de Israel: el sentimiento de culpa de muchos supervivientes judíos del Holocausto, sobre los que se cernía un halo de sospecha (¿qué hicieron para salvarse?) en el naciente Estado hebreo. A saber qué pesados fardos psicológicos cargaba ese testigo... Si mintió, estaba poniendo la soga en el cuello a un inocente: la víctima estaba comportándose como un malvado.

Las cuitas judiciales de Demjanjuk no acabaron con su absolución en 1993. Tres lustros después, ya casi nonagenario, volvió a ser deportado: esta vez a Alemania, acusado de haber trabajado en el campo de exterminio nazi de Sobibor (Polonia). Él y su familia intentaron engañar a las autoridades para frenar la extradición (haciéndole pasar por una persona impedida), ¡pero quién podría echárselo en cara! ¿Hubiese hecho cualquiera de nosotros otra cosa?... Fue condenado a cinco años de cárcel (sin más prueba que la de haber estado en Sobibor) y murió en un geriátrico en suelo germano antes de que se resolviera su apelación. 

Al final de la serie, un nieto de Demjanjuk nos ofrece algunas conclusiones acerca de él. Intuyo que acierta al reconocer implícitamente que su abuelo veinteañero decidió colaborar con los alemanes de las SS para salvar el pellejo (como soldado del Ejército Rojo había sido capturado por los de Hitler y estaba en un campo de concentración de prisioneros de guerra), lo que le condujo a ser parte del engranaje criminal nazi. Lo hizo por mero instinto de supervivencia, pero no era un psicópata ni un sádico (de serlo, se habría manifestado como tal durante toda su vida). "Sé que no era un mal hombre, sé que no era Iván el Terrible", afirma su nieto en el documental. 

Los héroes no abundan. Y Demjanjuk no lo era, desde luego: pudo haber elegido el camino menos cómodo de no colaborar. Pero me pregunto cuántos de nosotros (personas "normales") hubiesen hecho algo diferente en una situación parecida. Por otra parte, es una indignidad y un insulto a la inteligencia hacer pasar al ucraniano como un supervillano y al científico alemán Wernher von Braun (al que perdonaron en EEUU su pasado como criminal nazi -diseñó las bombas incendiarias V2 que arrasaron Inglaterra- por ser el artífice del programa espacial estadounidense) como un gran hombre. Von Braun no fue el único nazi que se había ido de rositas tras la guerra, por cierto. 

sábado, 9 de noviembre de 2019

La ortodoxia de la corrección política, un insulto a la inteligencia que solo beneficia a los ultras

Hace ya tiempo que escribí contra la nueva Inquisición de la corrección política, que se ha ido adueñando del espacio público con el silencio y la complicidad de la izquierda menos reflexiva. Hoy vuelvo a este mismo asunto, consciente del coste que puede tener para las causas progresistas someterse a sus dictados. Como afirma el tuitero @saldatis, "los populistas solo dicen barbaridades que a nadie se le ocurre decir y verdades que nadie se atreve a decir". "Para luchar contra ellos", seguía @saldatis, "en vez de debatir las primeras -que se anulan solas- los partidos "normales" deberían adelantarse en decir las segundas". Y creo que tiene toda la razón.

Un caso de libro es el de las manadas sexuales. En el debate televisivo de hace unos días, el líder de Vox dijo que el 70% de los integrantes de las manadas eran extranjeros. Los verificadores de El País se lucieron con un desmentido en Twitter en cuya explicación se contradecían a sí mismos: ¡concluían que el dato correcto era del 69%! Para no quedar en ridículo, El País borró el tuit al poco tiempo (aunque demasiado tarde para impedir los pantallazos). Yo nunca votaré a una formación nacionalpopulista y ultra como Vox (ni siquiera a un partido de derechas), pero si Santiago Abascal -o el mismo Stalin- dijera que la Tierra gira en torno al Sol no seré yo quien se lo niegue.
Pues resulta que El País se quita discretamente de en medio, pero la página de verificación Newtral saca un informe en el que insiste en la falsedad del dato del 70%. Y lo hace reconociendo que el 69% son extranjeros... ¡pero solo cuando en las agresiones sexuales grupales la víctima no conoce a sus violadores! ¿Es disparatado suponer que las violaciones en manada se cometen mayoritariamente con desconocidas, porque así es más fácil salir impune? Aun así, no veo por qué la estadística tendría que ser muy diferente cuando la víctima es conocida por sus agresores (no hay datos de esto desagregados por nacionalidad). En cualquier caso, es un despropósito de Newtral relativizar las violaciones en manada de desconocidas diciendo que son solo el 4% del conjunto de todas las agresiones sexuales (20% del 20% en las que la víctima no conoce a sus agresores). Si hablamos de manadas (un tipo de violación agravada, contra la cual se han manifestado en nuestras calles miles de mujeres), ciñámonos a ellas y abstengámonos de usar torpes artimañas aritméticas para llevar el ascua a nuestra sardina.

Empecé este artículo con las manadas, pero sigamos tocando otros palos políticamente incómodos... Los datos citados por Newtral en este otro informe desmienten implícita e involuntariamente el mantra oficial del 0.01% de denuncias falsas (ese es el % de las pocas sentencias condenatorias, ya que la Fiscalía solo actúa de oficio en casos de escandalosa falsedad). Con un 33% de archivos y un 7% de absoluciones, el dato real debe ser en buena lógica muy superior. Si las denuncias falsas fueran el 10% del total (una cifra que parece razonable a tenor de los sobreseimientos libres -un 3%- y las absoluciones), la cifra multiplicaría por 1.000 la oficial indiscutible (el mantra del 0.01%). Ciertamente, ese 33% de archivos o sobreseimientos es muy inferior al 86% pregonado por Vox. La realidad parece estar en un punto intermedio entre lo que dice la ortodoxia buenista y lo que cuentan los ultraderechistas.

Lo mismo puede decirse de la sobrerrepresentación de los extranjeros en el ejercicio de la violencia de género. Sigo asombrado de que una persona inteligente y cabal intentara convencerme hace meses de que yo estaba equivocado esgrimiéndome el dato de que el 70% de los agresores a mujeres son españoles... ¡no advirtiendo que me estaba dando implícitamente la razón, ya que un colectivo que representa el 10% de la población explicaría el 30% de las agresiones!

Pasemos ahora a los menas... Un votante de Unidas Podemos que ha trabajado con menores no acompañados en Canarias me confiesa que en torno a un 30% son muy problemáticos (casi todos, magrebíes; el 99% de los subsaharianos son buenos) y que la mitad de estos (o sea, sobre un 15%) son individuos verdaderamente peligrosos. Debemos ayudar a los buenos menas a formarse e integrarse, así como poner firmes a los malos (poniéndolos en un avión de vuelta a su casa, si es posible). Lo lamentable es que, como me explica ese trabajador social, el sistema no premia a los que se portan bien y no pocas veces las deportaciones se ceban con ellos en vez de con los energúmenos.

Es verdad que la extrema derecha utiliza los datos torticeramente (metiendo en el mismo saco a todo un colectivo -inmigrantes- que mayoritariamente es gente honrada), pero flaco favor hacemos desde la izquierda retorciendo la realidad para desautorizar a xenófobos y racistas. Porque seguro que hay nativos de buena voluntad (y, no pocos de ellos, progresistas) que se sienten insultados al escuchar ciertas afirmaciones de Garzones y Colaus sobre manadas, violencia machista, menas, etc. que contradicen lo que ven en sus barrios con sus propios ojos... Y que pueden verse tentados a votar, ya solo por rabia e indignación, a nacionalistas ultras que al menos no tienen miedo al tribunal de la corrección politica.

Esa ultracorrección es la que impide a muchos afirmar (al menos en público) que hay culturas más violentas y machistas que otras, lo que hace que sus miembros sean en promedio (insisto: EN PROMEDIO) más violentos y machistas. La cultura española, por ejemplo, es menos ecologista y más tolerante con el maltrato animal que la cultura escandinava: a nuestros compatriotas (EN PROMEDIO) les preocupa menos el ecologismo y el bienestar animal que a los nórdicos. ¿Alguien se atreve a negarlo?... ¿Y alguien se atreve a negar que hay mujeres (al igual que hombres) mentirosas y malvadas?... Decir estas cosas te hace ingresar, como dice Arturo Pérez-Reverte, en el club de los fusilables: tanto por los hunos como por lxs otrxs.

Un amigo de extrema izquierda me decía ayer mismo, al discutir sobre todo esto, que ve necesario engañar a la gente nativa más sencilla porque cualquier intento de convencerlas con argumentos está condenado al fracaso. O sea, que habría que esconder verdades incómodas (habría que practicar la mentira social piadosa) para evitar que las masas trabajadoras poco ilustradas se lanzaran a la caza del diferente. Huelga añadir que opino todo lo contrario y que no se debe insultar así a la inteligencia de la gente (debe hacerse pedagogía, sin negar la realidad). Porque todo el mundo tiene su orgullo... y más vale no pisarlo si no queremos luego sorpresas muy desagradables en las urnas.

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