viernes, 24 de junio de 2016

La culpa nunca es nuestra

Aumentan los accidentes de tráfico: la culpa es del mal estado de las carreteras, de la deficiente señalización, de las inclemencias meteorológicas..., nunca de la gente que conduce de manera agresiva y demencial, de quienes presumen de "controlar" a 180 kilómetros por hora y adelantan a quienes van pisando huevos a 130.

Los programas de telebasura consolidan su liderazgo en la pequeña pantalla: la culpa es de las cadenas que los emiten y no ofrecen espacios culturales alternativos, de los políticos que no dan una respuesta adecuada a la cuestión, de la pobreza cultural intrínseca al capitalismo..., nunca del espíritu chismoso y de la zafiedad de muchos integrantes de la sociedad, que ejercen apoltronados en su sofá una absoluta soberanía sobre su mando a distancia.

Se agrava el "efecto invernadero": la culpa es de las compañías transnacionales, del capitalismo depredador, del Gobierno de Estados Unidos..., nunca de quienes emplean su todoterreno para hacer la compra en el súper de al lado, de quienes ponen el termostato de la calefacción en 26º C y el del aire acondicionado en 17º.

Muchos sinvergüenzas se enriquecen destruyendo el entorno natural y sembrando el caos urbanístico a su paso: la culpa es del mundo de la política, de las deficiencias en la legislación del suelo, de la rapacidad del capitalismo..., nunca de quienes se muestran más preocupados por la política de fichajes de su equipo de fútbol que por la gestión de su municipio o comunidad.

En suma, que la culpa nunca parece ser del pueblo, sino de sus gobernantes (¡a qué político con intención de medrar se le ocurriría poner en duda la archisupuesta inteligencia y sentido común del pueblo!), de los empresarios, de los periodistas o de esa oscura abstracción llamada sistema.

Este articulo fue publicado en el diario El País el domingo 27 de mayo de 2007.

sábado, 18 de junio de 2016

La ignorancia y el error

Antoon Claeissens: "Marte venciendo a la Ignorancia"

Un factor explicativo del error es la ignorancia, cuyo abanico es inabarcable: desde el vegetariano que no había caído en la necesidad -tras varios años de no comer productos cárnicos- de suplementar su dieta con vitamina B12 hasta el periodista que escribe avalancha con b de burro pasando por el automovilista que pensaba que podía echar agua del grifo al radiador de su coche, la persona que compra los productos con colágeno de Ana María Lajusticia o el currito que vota al PP. Hay que diferenciar la ignorancia de la estupidez, ya que la primera es simple fruto de un desconocimiento y, por tanto, perfectamente subsanable (con conocimiento o instrucción). En la estupidez lo que falla es la inteligencia o el uso de la razón, algo que tiene difícil arreglo.

Hay varios tipos de ignorancia. No saber qué hay más allá del límite de sucesos de un agujero negro (¡nadie lo sabe!), quién ordenó el asesinato de J.F. Kennedy o qué es lo que piensa del cine de Almodóvar el vecino del quinto son ejemplos de ignorancia no equiparables a la de creer en pleno siglo XXI en Estados Unidos que el mundo tiene seis mil años de antigüedad. Las primeras son ignorancias justificadas por nuestras limitaciones (¡no somos omniscientes!), mientras que la segunda es autoimpuesta, hija del borreguismo acrítico y de la pereza intelectual. Quien cree estar en posesión de una verdad como esa raramente busca, abrigado por sus correligionarios en su confortable ignorancia, una contrastación de sus creencias con la realidad. Y, guste o no, la realidad (científica) es que la Tierra tiene una edad de alrededor de 4.500 millones de años. También tendemos, inducidos por nuestra fértil imaginación y naturales instintos paranoides, a adoptar otras verdades menos solemnes -y, muchas veces, igualmente falsas- como que el susodicho vecino del quinto nos tiene manía o que el árbitro del último partido de nuestro equipo es un canalla que nos ha robado arteramente el partido. Por estar ligadas a un desconocimiento o un conocimiento sesgado, son creencias frecuentemente erróneas que solo pueden conducir a acciones erróneas.

Por otra parte está la ignorancia negligente, que solo tiene un progenitor: la pereza intelectual. Un ejemplo sería el del ciudadano español en pleno uso de sus facultades que ignora el nombre del partido político de Alberto Garzón o que no sabe si Rusia está en la Unión Europea. Los límites de la ignorancia negligente son relativos y borrosos. No puede exigirse a un ciudadano de a pie que sepa qué es un quark (sí a un físico) o cómo funciona una central energética de ciclo combinado (sí a un ingeniero). Sí debe exigirse a un mecánico de automóvil que conozca el funcionamiento de un motor, o a un médico que sepa cuáles son las funciones del intestino delgado. También parece razonable que un ciudadano normal y corriente sepa cuál es el partido político de Pedro Sánchez o la capital de las islas Baleares. Y, por supuesto, cuál es el límite de velocidad en nuestras autopistas o cuándo termina el plazo para presentar la declaración de la renta. Recordemos que el desconocimiento de una ley no exime de su cumplimiento: es el principio jurídico de ignorantia juris non excusat.

Sin duda, lo peor de la ignorancia es que lleva al error. El próximo jueves 23 de junio están convocados los ciudadanos británicos para decidir la salida o no del Reino Unido de la Unión Europea. Dentro del electorado se incluyen tanto los politólogos más expertos en la materia como quienes no tienen la menor idea de lo que es la UE y hasta creen que Rusia forma parte del club. Y el voto desinformado de estos últimos no vale menos que el de los primeros, en virtud de un criterio político democrático ampliamente aceptado (ya nos alertó Borges de que la democracia es un “abuso de la estadística”). No es exagerado afirmar que del resultado de una votación como esa -o como la de noviembre del mismo año en EE.UU. entre Donald Trump y Hillary Clinton- depende el devenir del mundo en las próximas décadas. Es muy inquietante pensar en el enorme potencial desestabilizador del voto de los ignorantes cuando estos no son precisamente pocos.

La agnotología es el estudio de la ignorancia o la duda culturalmente inducidas. Incluye la publicación de información científica inexacta o producida deliberamente para confundir, así como la ocultación de información relevante para el público al servicio de intereses políticos o económicos. Dentro de este ámbito se encuentran las campañas que niegan el cambio climático, evidencian las supuestas contradicciones de la teoría de la evolución o relativizan los daños para la salud del uso de peligrosos pesticidas. La industria tabacalera tiene el dudoso honor de haber sido pionera al respecto, para contrarrestar las campañas en su contra por la nocividad de los cigarrillos. Cuanto más ignorante científicamente sea una sociedad, más vulnerable será a las tácticas de quienes buscan confundir y ocultar.

También fomentan la ignorancia y la duda las creaciones de un enemigo del ruido agnotológico, pero no por ello menos dañino para el conocimiento: el pensamiento magufo, destinado supuestamente a combatir intereses económicos y políticos espurios. Las dudas irracionales sembradas acerca de los productos transgénicos o la exageración de las propiedades nutricionales de la fruta y verdura ecológicas son algunas de sus expresiones. Los disparates conspiranoicos, que a veces se solapan con el magufismo, tienen la misma vocación de sacarnos de un presunto estado de ignorancia inducida. Sin embargo, lo que logran es lo contrario: hacernos creer que con las vacunas pretenden esterilizar a nuestros hijos, que hubo una siniestra conspiración contra el PP el 11-M de 2004 o que Paul McCartney está muerto y Elvis Presley aún vive.

Además de una gigantesca fuente de saber, Internet es también un gran propagador de la ignorancia debido a su naturaleza democrática: todo el mundo puede opinar o sentar cátedra acerca de cualquier tema, ya sea un experto mundial en la materia, un cuasianalfabeto funcional, un perturbado o alguien que cobra por manipular o confundir deliberadamente. “Mientras que algunas personas inteligentes se beneficiarán de toda la información a tan solo un clic, muchos serán engañados por una falsa sensación de experiencia”, nos dice David Dunning, formulador junto a su compañero en la Universidad de Cornell Justin Kruger del efecto Dunning-Kruger (sesgo cognitivo conforme al cual los incompetentes sobrestiman mucho sus capacidades mientras que los competentes subestiman las suyas).

Suponiendo la existencia del Multiverso, hay un tipo de ignorancia insalvable: la de lo que ocurre en otros universos diferentes al nuestro. Ello hace del análisis contrafactual (de lo que pudo haber sucedido “si x en vez de y”) un ejercicio necesariamente limitado a la elucubración. La ignorancia de lo que pudo haber ocurrido (de lo que, de hecho, ocurre) en otros universos nos impide muchas veces saber si hemos errado. ¿Fue un error no habernos casado con esa novia tan maja de Liechtenstein? ¿Fue un error la permanencia de Escocia en el Reino Unido (conforme a lo decidido en el referéndum de 2014)?... No hay manera de saberlo mientras no tengamos acceso -y parece que nunca será posible- a lo que ocurre en otros universos en los que contraemos nupcias con la novia del pequeño Estado centroeuropeo y en los que Escocia decidió independizarse en 2014.

martes, 7 de junio de 2016

La violencia salvaje en Venezuela que el manual izquierdista ortodoxo no puede explicar

Cuando Hugo Chávez llegó al poder en Venezuela en 1999, la tasa de asesinatos anuales en ese país era de 19 personas por cada 100.000 habitantes. Desde entonces, la cifra se ha casi quintuplicado (90 en 2015, según el independiente Observatorio Venezolano de la Violencia), hasta el punto de hacer de Caracas la capital más peligrosa del mundo. La oposición venezolana culpa de esta situación al Gobierno bolivariano, llegando incluso a atribuirle directamente los asesinatos cometidos por delincuentes (como si Nicolás Maduro se dedicara a dar órdenes, desde su palacio presidencial, de matar gente para robarles la cartera o un teléfono móvil).

Ya expuse en abril de 2013 en este mismo blog mi creencia de que la izquierda ortodoxa se equivoca al confundir pobreza con predisposición a delinquir. Entonces escribí lo siguiente:

Ante la violencia bestial que azota México y Centroamérica, el izquierdista biempensante recurre al comodín de la miseria y las desigualdades sociales (por cierto, el número de homicidios per cápita es bastante más bajo en India, donde mucha gente malvive hacinada en slums infectos y también hay no pocos ricos). Luego observa el caso de Venezuela y no acaba de entender cómo se disparan los asesinatos si, con datos de la propia ONU, se ha reducido la pobreza y se han atenuado las desigualdades. Nuestro ingenuo pensador no deja de tomar a los mareros y sicarios, además de como verdugos, como supuestas víctimas de un orden económicamente injusto, gentes que no tuvieron otra oportunidad para salir adelante. Se le pasa por alto que buena parte de los jóvenes más pobres de esos países no solo no son criminales sino que además conforman el grueso de sus víctimas (dejando a un lado los ajustes de cuentas). Está claro que la delincuencia pandillera se ceba sobre todo con los pobres, con quienes están cerca de los malandros y no disponen de los medios para protegerse -alarmas, alambradas, altos muros e incluso guardaespaldas- que están al alcance de la clase media y los ricos.

Se entiende que alguien que no sea un psicópata -incluso puede que un buen chico en una situación difícil- se haga pandillero, pero para medrar ahí dentro solo se puede ser un redomado hijo de puta: hay un proceso de selección negativa que hace que solo los psicópatas más inteligentes, precisamente por esa doble condición (por su astucia, habilidades sociales y absoluta falta de escrúpulos y empatía), lleguen a ser los generales de las bandas. Este fenómeno siempre ocurre cuando no hay un poder estatal (el Leviatán hobbesiano) que detente eficazmente el monopolio de la violencia en un territorio. Un ejemplo lo tenemos en la película Gangs of New York, ambientada en el Manhattan de mediados del siglo XIX. Otro, en la ficticia La carretera de Cormac McCarthy. Siempre que falte el poder coercitivo del Estado estará el camino expedito para psicópatas y tipejos sin escrúpulos, que lo tienen más complicado en un marco democrático civilizado (aunque no por ello dejen de medrar en empresas, partidos políticos, clubes de fútbol, etc.). Y esto no es cosa de un pasado o de unas latitudes más o menos remotas, como tuvimos oportunidad de comprobar en las guerras yugoslavas de finales del siglo XX.

Volvamos a Venezuela. Los Gobiernos bolivarianos de Chávez y Maduro han subestimado la importancia de la seguridad ciudadana, conforme al paradigma izquierdista que considera la delincuencia un producto del capitalismo destinado a desaparecer en un Estado socialista con justicia social. Preocuparse por la seguridad sería una frivolidad propia de políticos reaccionarios solo pendientes del bienestar de los ricos (¡cuando lo cierto es que el 80% de los asesinados en Venezuela son pobres!).

El Observatorio Venezolano de la Violencia (OVV) atribuye el aumento de la violencia a la "ausencia y exceso de Estado". Al parecer, en Venezuela ha habido en los últimos lustros un debilitamiento de la policía -sobre todo, la regional y municipal-, que ha visto reducidos sus efectivos y sufrido una fuerte desmoralización por la falta de apoyo y la creciente politización de los ascensos internos. El control de barriadas populares por grupos parapoliciales progubernamentales (caso de los tupamaros) ha favorecido la proliferación de armas y restado autoridad a las fuerzas policiales, cuya retirada de algunas zonas del territorio nacional ha permitido el asentamiento y florecimiento de bandas criminales que campan a sus anchas. A ello se suma un sistema judicial completamente desbordado, incapaz de hacer frente a montañas de causas penales, lo que ha propiciado una impunidad generalizada y que algunos se tomen la justicia por su mano (con linchamientos o ejecuciones extrajudiciales). Esto en cuanto a la "ausencia de Estado".

Por lo que respecta al "exceso de Estado", no hay que desdeñar el daño de políticas económicas bienintencionadas (seamos generosos suponiendo que no se han arbitrado con fines clientelares) que han alentado la corrupción y la delincuencia: por ejemplo, las regulaciones de precios destinadas presuntamente a proteger a los más desfavorecidos han hecho de la frontera con Colombia un coladero contrabandista, vaciando los estantes de los supermercados fronterizos venezolanos en beneficio de grupos criminales conchabados con funcionarios corrompidos.

El Gobierno de Maduro ha tomado mayor conciencia del problema de la seguridad en los últimos tiempos, sobre todo a raíz del asesinato en enero de 2014 de una famosa reina de belleza en una carretera. Pero echando la culpa de la situación no a la quiebra del imperio de la ley sino a los "antivalores" propagados por los medios de comunicación e incluso a la mala influencia en los chicos de series como Spiderman. Y respondiendo a la desesperada con acciones represivas "aparatosas y "contraproducentes", según el OVV.

"Consideramos que la destrucción institucional que continúa padeciendo el país es el factor explicativo más relevante del incremento sostenido de la violencia y el delito", dice el OVV en su informe anual de 2015. "La institucionalidad de la sociedad, en tanto vida social basada en la confianza y regida por normas y leyes, se diluye cada vez más ante la arbitrariedad del poder y el predominio de las relaciones sociales basados en el uso de la fuerza y las armas". O sea, como en las ya mentadas Gangs of New York o La carretera. Ya va siendo hora de que la izquierda entienda que la seguridad es un derecho fundamental (no un privilegio burgués) sin el cual no hay libertad ni es posible una vida civilizada para nadie: ni para ricos ni para pobres.

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