domingo, 30 de abril de 2017

El bien, el mal y la selección natural

León en Namibia (Kevin Pluck).

Charles K. Fink recoge en su interesante artículo The predation argument la controvertida tesis del filósofo Steve Sapontzis de que un león hace el mal al matar a sus presas para alimentarse. Aunque, según Sapontzis (a cuyo planteamiento se adhiere Fink), la no condición de agente moral eximiría de culpa al temible félido y a cualquier otro depredador no humano: sería un caso equiparable al de un niño de dos años, que puede hacer cosas malas -por ejemplo, torturar a un gatito hasta la muerte- pero no por ello es malo sino inconsciente de la malignidad de sus actos.

El mal parece algo relativo e imposible de definir sin las anteojeras de la subjetividad humana, pero un enfoque utilitarista puede arrojar luz al fundarse en una verdad irrebatible: la de que toda criatura viva pugna por seguir viviendo, buscar el placer y eludir el dolor (aunque a veces se sacrifique por el bien común, que no dejaría de ser el propio en el caso de un superorganismo como una colmena). Matar o hacer sufrir a un ser vivo, ya sea por perversión o para sobrevivir, sería pues algo malo. La tortura a un gato no deja de ser menos atroz para el minino si quien la ejerce es un niño pequeño inconsciente en vez de un adulto sádico. La muerte de una gacela no deja de ser menos atroz para ella si es por la mordida de una leona -que con su carne alimentará a sus cachorros- o por el balazo de un cazador deportivo. Un acto malo lo es con independencia de la responsabilidad moral de quien lo ejerce. Por supuesto, a veces resulta necesario que un agente moral como el humano inflija daño o muerte, de igual modo que hace un león para sobrevivir, en pos de un bien moral: el ejemplo más claro es la autodefensa, ya sea frente a una bacteria nociva, un mosquito, un león -al que, obviamente, no podemos culpar de intentar darnos caza- o un congénere tóxico.

Por definición, la selección natural nunca se equivoca al segar lo que no es funcional para la supervivencia. No se ocupa de otra cosa ni hace juicio moral o de valor alguno (no podría hacerlo, puesto que carece de toda voluntad o inteligencia): simplemente elimina los rasgos que no favorecen la supervivencia, que desaparecen junto con sus portadores. Y lo cierto es que tanto las conductas bondadosas como las malévolas han sido seleccionadas por aportar ventajas a quienes las exhiben: los grupos cuyos individuos se ayudan mutuamente son más sólidos -en consecuencia, están mejor provistos para favorecer la supervivencia de sus integrantes- que aquellos donde cada uno va solo a lo suyo perjudicando y dañando a sus congéneres; por otro lado, también sabemos que la depredación es funcional, como lo son igualmente el engaño, el escaqueo y otras malas artes cuando logran pasar inadvertidos (que se lo digan si no al pájaro cuco -el que tima a otras aves para sacar adelante su prole- o a Donald Trump).

¿Es la senda humana (mejor dicho, la de los mamíferos más inteligentes) hacia la compasión y el sentimiento moral exclusiva de la vida en la Tierra? Sin salir de nuestro planeta, ¿podría haber dentro de 300.000 años superleones o supermapaches morales que se planteen la maldad de la depredación? Abandonando ahora nuestro hogar planetario, ¿habrá sido seleccionada la compasión en otros mundos con diferentes circunstancias geológicas, climáticas, biológicas o de cualquier otra índole? ¿Puede que tanto la compasión como la crueldad sean rasgos generalizables a cualquier escenario del Universo en el que haya prendido la inteligencia? De ser así, ¿habrá mundos en los que la compasión derrota a la crueldad (o sea, la primera es seleccionada naturalmente por una supuesta ventaja evolutiva sobre la segunda)?, ¿existirá siempre un equilibrio evolutivo entre ambas como el observado en la Tierra?, ¿acaso vencerá el mal en algunos lugares?...

Kent Baldner critica a Sapontzis por considerar que la depredación es inaceptable, ya que ello implica suponer que hay algo moralmente repugnante en la Naturaleza y que nosotros debemos enmendarle la plana (lo que, a su juicio, sería algo tremendamente arrogante). ¿Pero acaso no somos Naturaleza los humanos (o los hipotéticos seres inteligentes morales de otros mundos)?... Ya venimos corrigiendo a la Naturaleza desde hace mucho con los injertos de plantas, la domesticación de animales, la ropa, las vacunas, los antihistamínicos, la anestesia epidural, la calefacción, los anticonceptivos, la ingeniería genética...

No quiero terminar sin anticiparme al posible comentario jocoso de que comer vegetales sería hacer el mal (algunos enemigos del vegetarianismo ético parecen muy preocupados por el bienestar de las plantas). Siendo coherentes con el razonamiento de Sapontzis, por supuesto que lo sería: todo ser vivo, animal o vegetal, pugna por seguir viviendo. Como también sería un acto malo el ir andando por el campo sin mirar el suelo para evitar el aplastamiento de hormigas e incluso de plantas herbáceas. Es aquí cuando hay que traer a colación a Fernando Pessoa: "Un exceso de conciencia inhabilita para la vida". Nosotros no somos responsables de que el estado inicial y las leyes de este universo condujeran a la depredación (es más, ¡hemos sido fruto de esa evolución!). No habríamos nacido de no haber sido por todas las plagas y azotes del pasado, desde el impacto de un meteorito hace 65 millones de años hasta la Segunda Guerra Mundial pasando por el exterminio de los neandertales o la Peste Negra. Somos hijos de la depredación en un camino de perfección moral en el que solo podemos aspirar a reducir razonablemente, de manera compatible con nuestra supervivencia, la inevitable huella de sufrimiento que dejaremos a nuestro paso. Puede que esa misma condición moral acabe siendo disfuncional y llevándonos a la degeneración y la extinción, pero eso ya es competencia de la selección natural: ella, como siempre, dictará una sentencia inapelable.

lunes, 17 de abril de 2017

Un viaje hacia la perfección (acaso desde la nada) gracias a la selección natural

Flor de la camelia, por trishhartmann

Todo lo que existe en el reino de los seres vivos ha superado la criba de la selección natural o es una inadaptación condenada a desaparecer a corto plazo. Lo bueno y lo malo, lo hermoso y lo feo, lo adorable y lo odioso, lo compasivo y lo cruel, están ahí porque han sido funcionales para la supervivencia de sus portadores (salvo que se trate de inadaptaciones, efímeras por su propia naturaleza, tal como antes apunté). O sea, porque han permitido la adaptación de los organismos vivos a la evolución del Universo, a su vez determinada por su estado inicial y sus leyes. Fenómenos emergentes como la inteligencia, la consciencia y la moral se cuentan entre las grandes obras de una selección natural ciega, inconsciente y amoral que funciona simplemente por eliminación: las mutaciones no adaptativas son podadas sin piedad.

De esa manera tan sencilla e incluso tosca, mediante una constante e inmisericorde poda de mutaciones aparentemente aleatorias, la vida avanza en complejidad. Y digo "aparentemente" porque podría ser que no existiese la aleatoriedad y todo estuviera completamente determinado conforme a un estado inicial y unas ciertas leyes. En ese caso nada sería contingente sino necesario, fruto de la materialización de las únicas posibilidades permitidas. Porque el Universo no permite cualquier cosa (sí lo haría, por definición, un hipotético Multiverso constituido por todos los universos posibles).

El poderoso principio de la selección natural se puede generalizar a ámbitos prebióticos, anteriores a la vida (también a fenómenos emergentes de orden superior como las culturas y los memes): los agregados moleculares con capacidad para reproducirse fueron seleccionados, por razones obvias, en detrimento del resto. El principio se podría aplicar incluso a los universos: solo los universos autoconsistentes sobreviven, se expanden y permiten así el surgimiento de la vida, la inteligencia y lo que acaso pudiera venir después. Si así fuera, ya no solo seríamos la muestra viviente de tres mil millones de años de evolución sino también de una muy exigente selección previa de universos del infinito catálogo del Multiverso. Una carrera ciega, inconsciente y amoral hacia la perfección (¿inclusive la moral?), acaso desde la nada.

domingo, 2 de abril de 2017

¿Es nuestro universo una simulación?

Autor: EEIM

Un artículo del filósofo Jesús Zamora Bonilla en Mapping Ignorance, en el que despacha como absurda la hipótesis de que nuestro universo pueda ser una simulación informática, me ha tenido dándole vueltas a la mollera unos cuantos días (¡y él lo sabe!). Su colega sueco Nick Bostrom es el formulador del argumento de la simulación, lo que no significa que se posicione en favor de su existencia: lo que sostiene es que si una civilización superinteligente alcanza en el futuro un estadio de desarrollo tecnológico que permita hacer simulaciones de sus ancestros, existe interés en hacerlas y no hay tabú o reparo moral alguno que las frene, lo más probable es que estemos viviendo en una de esas simulaciones. ¿Por qué? Pues por una razón meramente estadística, ya que habría muchos más universos simulados que reales: bastaría una sola simulación de nuestro universo para que la probabilidad de estar viviendo en ella fuese del 50%, ya no hablemos de si fueran miles o millones...

Desde luego, si el Universo es un objeto digital (granulado, construido a partir de ceros y de unos como un ordenador) podría ser teóricamente computable. Otra cosa es que resulte físicamente imposible computarlo y ejecutarlo, al menos desde dentro de nuestro universo (por una limitación gödeliana), por mucha tecnología que se posea. También es posible que una civilización inteligente nunca llegue a adquirir los conocimientos y la tecnología suficientes al caer víctima de una supuesta "maldición de la inteligencia": un inevitable desfase entre desarrollo económico-tecnológico y educativo-cultural que la conduciría inexorablemente a su autodestrucción (por ejemplo, mediante una hecatombe nuclear). Sam Harris alerta precisamente en El fin de la fe de la siniestra combinación de creencias religiosas antiguas con armas de destrucción masiva modernas.

Un mapa no es el territorio, una foto del paisaje no es el paisaje, la maqueta de una casa no es la casa, la representación mental de un ábaco no es un ábaco: hay una relación isomórfica entre unos y otros que podríamos etiquetar como una representación virtual (por cierto, gracias a ella obtenemos un valioso conocimiento del mundo). ¿Pero y si no hubiera diferencias entre universos reales y simulados? Para hacer un simulador de vuelo no hace falta (ni siquiera es deseable, por razones de coste) que la precisión sea absoluta: lo ideal sería que fuese indistinguible de una situación real, pero sin el riesgo de resultar herido o muerto por estrellarte contra el suelo. Sin embargo, para simular un universo podría ser necesario reproducir exactamente todos y cada uno de sus rasgos.

Parece una labor titánica programar todo un universo paso a paso, pero no es necesario ser tan intervencionista: solo habría que establecer un estado inicial y unas pocas y simples reglas básicas para que evolucione (si ello fuera posible, tal como apunté dos párrafos atrás, ya que habría que comprimir una ingente cantidad de matería-energía en un punto microscópico). Dicho de otro modo, no hace falta computar la complejidad: esta emerge luego por añadidura, fruto de la simplicidad. Pongamos que disponemos de un catálogo infinito de universos en el Multiverso, una lista fija en la que la vida inteligente solo aparece en un número relativamente muy pequeño de universos (una cifra que, no obstante, seguiría siendo infinita). Reproduciendo su estado inicial y sus reglas, un determinado universo podría ser alumbrado una y otra vez. Carecería de sentido hablar de universos reales y simulados porque no habría diferencia alguna entre ellos: como no la hay entre un electrón producido naturalmente (por ejemplo, en una desintegración radiactiva o en el choque de un rayo cósmico con la atmósfera terrestre) y otro generado artificialmente en un acelerador de partículas. En cualquier caso, real o simulado, todo universo tendría que ser computable (en el Multiverso habría pues un conjunto de universos no computables que, debido precisamente a este rasgo, jamás llegarían a ser sustanciados físicamente: entre ellos figuran los que el físico israelí David Deutsch -autor de La estructura de la realidad- llama entornos CantGoTu, en homenaje a Cantor, Gödel y Turing). La principal dificultad estribaría en determinar cuáles son los sencillos parámetros exactos del universo concreto que queremos replicar.

El experto en ciencias de la computación Jürgen Schmidhuber apunta que sería más fácil programar un ordenador para producir todos los posibles universos computables que programarlo para irlos creando uno a uno (lo cuenta Brian Greene en La realidad oculta: Universos paralelos y las profundas leyes del Cosmos). Cada universo concreto por separado requeriría especificar previamente en el ordenador una cantidad enorme de datos, para a través de un complejo proceso de cálculo intentar extraer de la inmensa duna del espacio de fases el diminuto grano de arena correspondiente al estado inicial y reglas de ese particular universo y no de cualquier otro. La alternativa sería dejar que se ejecutase un programa maestro que incluyera todas las posibles variables: más tarde o más temprano aparecerían todos los universos posibles, entre ellos el o los deseados por el programador.

He de reconocer que una seria objeción a la posibilidad de estar viviendo en una simulación es que hay detalles de nuestro universo que no se explicarían, por ser innecesarios, si se tratase de una simulación: esta parece, contra toda lógica, demasiado perfecta y costosa. Pero esta pega se desvanece si no hubiese distinción entre universos reales y simulados. Quizá todo sea necesario en un universo y no haya lugar para la contingencia. No es contigente que yo me apellide Fabelo y esté ahora tecleando esto en mi portátil, ni lo es que el teclado exhiba ahora mismo una mota de polvo sobre la letra J: de otro modo, no sería el yo de este universo. En un universo simulado todo sería también necesario, desde un cuásar a una brizna de hierba pasando por un golazo de Tana con la Unión Deportiva La Palmas en el Santiago Bernabéu.

Aunque no parece físicamente posible la interacción del programador con su universo replicado (ni siquiera sería capaz de observarlo cual entomólogo a un insectario, al proyectarse ese universo en una región espaciotemporal desgajada de la suya en forma de burbuja independiente), ello no obsta para que la simulación tenga un propósito lúdico. Según el físico ruso Andrei Linde, uno de los teóricos del universo inflacionario, el simple hecho de jugar a Dios (aunque fuese un creador ausente e ignorante de la evolución de su creación) ya sería por sí mismo irresistible. Y aunque no pudiéramos contemplar un universo, su creación marcaría un hito científico ante el cual quedarían empequeñecidas hazañas como descifrar el ADN, pisar Marte o entablar contacto con alienígenas.

Bajemos ahora algunos peldaños desde el hipotético pedestal de simuladores de universos completos (en los que, a su debido tiempo, emergen criaturas conscientes como nosotros). ¿Serían posibles simulaciones personalizadas, paraísos virtuales sin alcance cósmico como el San Junípero de la serie Black Mirror, aunque con el potencial no menos modesto de esquivar a la muerte? Para acceder a estas simulaciones más de andar por casa habría que conectar el cerebro de sus participantes a un ordenador, que permitiría la interacción con el mundo simulado aunque su cuerpo estuviera postrado en una cama. Ni siquiera haría falta un interfaz cerebro-ordenador si la mente del participante pudiese ser descargada y almacenada directamente en la computadora (en La conciencia explicada, el filósofo materialista Daniel Dennet no lo considera un imposible): en ese caso podría prescindirse de su cuerpo, lo que equivale a decir que podría morir en el espacio-tiempo pero seguir vivo en la simulación. Al no estar constreñido por la realidad física (aunque la simulación colgaría de un hardware o servidor en el mundo real del que dependería su continuidad), el usuario tendría la oportunidad de asomarse a mundos etéreos con unicornios, gnomos, huríes, cielos verdosos, nubes amarillas o lagos de Mirinda; mundos imaginarios necesariamente computables, aunque tan irreproducibles en el espacio-tiempo como las andanzas de Mario Bros. Esas mentes digitalizadas podrían luego ser conectadas a otras simulaciones e incluso transferidas a un cuerpo de diseño en el mundo físico. No podemos descartar que nosotros mismos seamos habitantes virtuales de una simulación de este tipo, "cerebros en una cubeta".

Para cerrar con el mismo tono abiertamente especulativo, nada mejor que convocar a Michio Kaku: el físico y cosmólogo californiano sugiere que quizá en un futuro lejano puedan empalmarse a voluntad líneas de tiempo de distintos universos, de modo que la recreación de la vida de una persona del pasado abandone una senda multiversal para tomar otra (por ejemplo, matriculándose a los 18 años en la universidad para estudiar Física en vez de Economía, o casándose con Perica en vez de con Mengana, con lo que su futuro sería diferente). En ese caso no tendría sentido que el manipulador de las líneas de tiempo no fuera también un observador externo de las andanzas de su elegido. Quién sabe...

Volviendo al artículo de Zamora Bonilla, este escribe con razón que por cada idea loca que luego ha resultado ser correcta (por ejemplo, el origen común de las especies, el giro de la Tierra en torno al Sol o la composición atómica de la materia) hay miles de ellas que han pasado a la historia como estupideces o tonterías. Claro que el escepticismo es sano y necesario, pero sin ideas audaces aparentemente disparatadas como las anteriores (y también como la de que el tiempo se detiene a la velocidad de la luz, la de que espacio y tiempo forman un único tejido que está curvado o la de que todo proviene de una singularidad microscópica en la que estaba condensada la materia-energía del Universo) no avanza la ciencia.

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