lunes, 30 de junio de 2014

Cita infausta con un mosquito en el espacio-tiempo


Ayer maté a un mosquito bien grande que se había metido en casa: bastó un golpe seco con una caja de Kleenex. Le dije a mi hijo, mostrándole la base de la caja con el mosquito aplastado, que lo había hecho en defensa propia: para que no nos picase esa noche. El animal tuvo una muerte rápida, instantánea, sin sufrimiento (esto me tranquiliza): vivía y, de pronto, dejó de vivir. Lo que no le dije es que haría lo mismo -aunque tendría que emplear un método más contundente- si fuese un ser humano el que amenazara su vida: me asistiría el ordenamiento jurídico y cualquiera lo entendería, San Agustín inclusive.

Con los mosquitos no hay negociación posible para evitar sus picaduras: no vale el "te dejo vivir pero a cambio no me atacarás", sobre todo porque es igual de imposible transmitirle esta información como recibir una respuesta de su parte. El mosquito necesita picar para alimentarse de sangre, de la que depende su supervivencia. Por tanto, en el alucinante supuesto de que le llegase el mensaje, se aviniera a un acuerdo y pudiese comunicárnoslo, es muy probable que no cumpliese finalmente con su palabra: la mentira es una estrategia seleccionada por la evolución, que pervive precisamente gracias a su utilidad (al igual que la maldad).

La picadura de este mosquito no iba a causarnos la muerte, ni siquiera alguna fastidiosa enfermedad como la malaria. Así pues, en un lado de la balanza utilitarista puse el malestar (relativamente leve) de mi familia por las eventuales picaduras; en el otro, la vida del insecto. Y no tardé mucho en tomar la decisión de acabar con él. Reconozco que ello me produce una pizca de inquietud (¡un jainista consecuente no lo hubiera hecho!), pero hay que ser consciente de que es imposible vivir sin dejar una huella de sufrimiento: todo lo que tiene culo no solo tiene miedo sino que también hace daño. Todos somos culpables, todos somos (más o menos) egoístas. No nos engañemos pensando lo contrario.

Aunque bien es cierto que ningún humano ni cualquier otro ser vivo hizo las reglas de este juego: ya nos han venido dadas. La causalidad del Universo me fijó una cita con este mosquito en un instante de su historia, él y yo atrapados por la necesidad (cada uno conforme a su constitución genética e información ambiental) y sujetos a las mismas leyes físicas. Y me puso a mí en ventaja en inteligencia y fuerza. Posiblemente yo ni siquiera haya tenido opción de decidir: quizá ya estuviese determinado y volví a autoengañarme pensando que actuaba mi libre albedrío...

Una diferencia entre mi víctima y yo es que, en virtud de mi inteligencia humana, tengo curiosidad por saber de qué va este extraño juego en el espacio-tiempo. Por saber si algún físico hacker adolescente con granos diseñó todo esto en un garaje, y si se trata de un malvado, un imbécil moral o un simple ignorante (¡no en Ciencias o Informática, desde luego!). Por saber si la materia inteligente consciente de sí misma será capaz algún día de llegar a entender todo (entre otras cosas, por qué la depredación y el sufrimiento tenían necesariamente que aparecer en escena en el Cosmos). Por saber si el Bien y la Justicia tienen una existencia real más allá de nuestras tan limitadas mentes.

domingo, 22 de junio de 2014

La pena por el elefante


En uno de sus reportajes en El País, el bueno de Pepe Naranjo aborda el exterminio de elefantes en África asociado al tráfico ilegal de marfil. Lo que no suele decirse es que detrás de este drama están la imbecilidad y/o inconsciencia de millones de personas (sobre todo, nativos del este de Asia que gustan de adornar sus casas con objetos de marfil o atribuyen propiedades afrodisíacas a los colmillos del hermoso paquidermo). Los responsables son seres humanos corrientes y molientes (gente "normal"), no Satán ni el Doctor No ni la CIA ni algún siniestro compló conspiranoico...

El esquema es muy simple: los imbéciles o inconscientes demandan, los desaprensivos ofertan, los más bestias disparan, los elefantes mueren... Pero la culpa no es del mercado (simple concurrencia impersonal de oferta y demanda), sino de unos demandantes enajenados por sus supersticiones y estupideces locales. De nada sirve que los países africanos se tomen en serio la lucha contra la trata (como parece que está ocurriendo) si un montón de cretinos en Asia sigue alimentándola.

Se trata de la típica película real protagonizada por humanos, con todo lo que conlleva: egoísmo, ignorancia, estupidez, maldad... Al igual que en las pelis de ficción también hay, por supuesto, cosas buenas como la gente que se indigna e incluso se rebela arriesgando su pellejo. El modelo explicativo aplicable es siempre el mismo, hablemos de tráfico de marfil, de peletería, de diamantes, de industria cárnica o de esclavismo (aunque en este último caso los demandantes eran -¡y son!- más bien hijos de puta que inconscientes o imbéciles).

La culpa tampoco es del capitalismo ni del neoliberalismo: como ya apunté, en primera instancia es de quienes demandan esos productos y, luego, de la cultura y tradición de la que maman dichos demandantes (en última instancia, de la propia naturaleza humana). Eso es lo que no acaba de entender la izquierda ortodoxa, que atribuye todos los males a EE.UU. e Israel, aparte de al capitalismo, el neoliberalismo, el mercado e incluso (¡esto ya es el colmo!) el liberalismo. El problema es el Homo sapiens y su (maldita) cultura. Pero no desesperemos: la solución también es el Homo sapiens y su (bendita) cultura.

viernes, 13 de junio de 2014

¡Es el orgullo, Butch, es el orgullo!

El orgullo puede ser algo muy poderoso, tanto como para cambiar el curso de la Historia (lo que casa muy mal con el reduccionismo economicista de los marxistas). Esta reflexión tiene su origen en un post futbolero del compañero, y sin embargo amigo, Óscar López Canencia acerca de la reciente final de la Copa de Europa en Lisboa entre Real Madrid y Atlético.

Hace unos meses pagué con la tarjeta en una gasolinera los tres euros correspondientes al lavado de mi coche. Al primer intento me dijo el empleado que no había funcionado la máquina, por lo que volvió a pasar la tarjeta. Al llegar a casa advertí (desde hace mucho sigo el lema de "desconfía y acertarás", que no suele fallar en España) que me habían hecho dos cargos de tres euros en la cuenta. Volví a la gasolinera, donde un especimen nacional bien identificado -malencarado, grosero, vicioso y sucio- me negó la mayor de malos modos. Tuve que darles la brasa en una nueva visita días más tarde, bien informado por mi oficina bancaria, provisto de extractos y con la amenaza de denunciarles. El tipo, asumiendo su derrota, me arrojó tres euros al mostrador. Era poco dinero, pero no estaba dispuesto a dejarlo pasar por una cuestión de mero orgullo, aunque el tiempo y las molestias invertidas en recuperarlo valían seguramente más de tres euros. Por supuesto, no he vuelto a esa gasolinera ni pienso hacerlo jamás.

Algo parecido me ocurrió hace años cuando una compañía telefónica felizmente desaparecida pretendía cargarme una factura improcedente: la cuantía era pequeña, pero no me dio la gana pagarles y empecé a recibir llamadas y cartas de empresas de cobro que solo sirvieron para reafirmarme en mi decisión.

Sentirte asistido por la verdad te da mucha fuerza, pero esta se multiplica si alguien te la niega y encima de malas maneras. Es lo que ocurre con las prospecciones petrolíferas en Canarias. Consideras, siempre con una duda razonable (quien no duda es un fanático), que no son beneficiosas para el archipiélago. Pero esa falta de certeza tiende a ser aparcada cuando te topas con defensores de las prospecciones que te están tomando el pelo y a los que se les ve claramente el rejo PPolítico: cuando entras en esta web y ves este vídeo o, ya en el colmo, ves este otro vergonzante del verde Esteban González Pons. Luego, además, te dices: "No vuelvo a pisar una gasolinera de Repsol". Te das cuenta de que es una faena, porque cerca de tu casa hay tres gasolineras de Repsol (una ya eliminada, por ser el escenario del antedicho incidente de los tres euros), pero ya no hay vuelta de hoja: volver a repostar bajo ese logo sería una indignidad contigo mismo.

¡Cuántos levantamientos o revoluciones no habrán empezado avivados por un sentimiento de humillación, por sentirse la gente violentada, ninguneada o estafada! Sin duda, el orgullo está detrás de las revoluciones americana, francesa y rusa, de tan honda repercusión histórica. Y también del alzamiento judío contra los nazis en el gueto de Varsovia y la posterior creación por supervivientes del Holocausto del Estado de Israel. Y, sin irnos tan atrás, de sucesos como la revolución tunecina de los jazmines o la sublevación de civiles armados contra narcoprimates en el estado mexicano de Michoacan. ¡Es el orgullo, Butch, es el orgullo!

domingo, 8 de junio de 2014

Un partido del Mundial 2002 en casa de Paco

(extracto de El último dodo, 2010)

Me encontré a Isabel en el vestíbulo. Venía a entregar algún trabajo. Estaba hablando con Paco acerca del sentido de la vida, extraña conversación a las diez de la mañana de un martes de julio con el telón de fondo de una pegadiza canción de Tom Jones en el hilo musical. Me sumé a la conversación preguntando qué sentido objetivo tenía la vida de un felino, por poner un ejemplo. Entonces Isabel dijo sonriente que los gatos habían venido al mundo precisamente para hacer compañía a nuestro telefonista. De inmediato me di cuenta de que éste acusó como un golpe ese comentario, dicho con absoluta ingenuidad -incluso con algo de afecto- y detrás del cual no había ni por asomo intento alguno de burla. Me sentí muy apurado. Paco se irguió detrás de la mesa-barra de la recepción, con una sonrisa de circunstancias en la que podía adivinarse la mella causada en su autoestima. “Oye, que yo no sólo me hago acompañar por gatos”, dijo con su castizo acento madrileño. Supongo que insinuaba que también se codeaba con alguna mujer de vez en cuando. Lo cierto es que tiene más de cuarenta años, vive solo con sus dos gatos y no se le conoce pareja. Pero todos sabemos que le gustan mucho las tías. Instalado en su puesto en la recepción, suele ofrecer sus mejores atenciones a las chicas jóvenes que vienen a entregar/recoger trabajos o a cobrar. Ayer mismo, al salir a la calle a las tres, se mordió los labios y resopló al observar el soberbio culo de una que iba delante de nosotros. Me acordé del día que me invitó a su casa a ver un partido de fútbol de la selección (era el mundial de Corea y Japón). Preparó unos sencillos canapés, abrió una lata de frutos secos y sacó de la nevera varias latas de cerveza. Mientras seguíamos atentamente el encuentro, sus gatos campaban a sus anchas por el piso, maullando y dando brincos. “Estaos quietos ya, cabrones”, dijo con gesto agrio tras encajar España un gol.

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