sábado, 20 de enero de 2018

Modelos de entender el mundo: el evolucionista (científico) y los demás


Nuestra forma de entender el mundo depende del modelo que adoptemos, a su vez fundado en determinadas creencias o ideas. Algunos de nuestros congéneres, al igual que los mapaches, las abejas o las algas, ni siquiera se plantean entender la realidad más allá de sus implicaciones prácticas: se limitan a sobrevivir, empleando sus bazas con mayor o menor suerte, en el tablero del espacio-tiempo. Pero la mayoría de los humanos siente una necesidad de comprensión y de sentido que los pone habitualmente en brazos de la tradición, un acervo de ideas transmitidas culturalmente de generación en generación en cuyo núcleo se encuentra la religión. El modelo religioso siempre ha sido el más popular, aunque cada vez tiene menos predicamento en los países con altos niveles de educación y desarrollo social (y también en el resto).

Las creencias religiosas informan la vida de la gente y dan respuesta (falsa, por lo general, dada su irracionalidad) a todas sus preguntas e inquietudes. No dejan cabos sueltos, todo tiene una explicación y cobra un sentido: desde el nacimiento hasta la muerte pasando por todas las vicisitudes de nuestra vida, de la humanidad y del Universo. La religión nos dice por qué estamos aquí, cuál es nuestro destino o por qué existen la enfermedad, el sufrimiento y el mal. También hay modelos pseudorreligiosos como el comunista, utopía laica basada en la creencia en la misión mesiánica de la clase trabajadora para alumbrar un hombre nuevo en una armoniosa sociedad sin clases (o sea, un paraíso en la tierra). Igualmente pseudorreligioso es el nazismo, otra utopía (aunque sería más propio hablar de distopía) laica fundada en mitos delirantes como el nacionalismo y ridículas creencias de superioridad racial. También lo es el feminismo radical, desde luego, con todo su arsenal ideológico contra la perversa condición masculina. Por supuesto, toda la irracionalidad de la superchería y las pseudociencias entraría en este mismo saco de creencias religiosas y pseudorreligiosas.

Pero también hay un modelo científico, este sí explicativo y fructífero por definición. Si la razón y la evidencia nos llevan a abrazar el evolucionismo, muchas otras convicciones brotarán por añadidura: veremos la religión como un invento (socialmente funcional, porque de otro modo habría desaparecido junto con sus inventores), advertiremos las grietas lógicas y morales del especismo, seremos muy conscientes de la importancia de lo genético (sin desdeñar el peso de la cultura)... Entenderemos por qué existen las garrapatas, el virus VIH (¡no es un castigo de Dios!), los genocidas, los violadores o los psicópatas, pero también la empatía, la cooperación y el altruismo. Y por qué los hombres son generalmente más altos que las mujeres, y estas más resistentes al dolor (incluso por qué los partos de las humanas son dolorosos). Probablemente no haya idea más potente y profunda que la de la evolución para explicar ya no solo el mundo biológico sino también el social e incluso el físico (la selección natural también operaría segando universos fallidos o inconsistentes del infinito catálogo del Multiverso).

Entonces, ¿vive la mayoría en el error?, ¿están engañados?, ¿son acaso más tontos?, ¿el modelo evolucionista es tan inimpugnable como la ley de la gravedad?... Hay gente convencida de la existencia del Dios judeocristiano, la fiabilidad del tarot, las bondades de la homeopatía y el firme compromiso con las clases populares de Donald Trump. Bajo un enfoque relativista, sus verdades no serían menos válidas que las nuestras: solo conformarían modelos diferentes de interpretar el mundo. ¿Pero pueden ponerse en el mismo plano un modelo creacionista y otro evolucionista, uno geocéntrico y otro heliocéntrico, un 2+2=4 y un 2+2=5? Y, ya con esas, ¿la música de Mozart y la de Bad Bunny, la cirugía y el reiki, Trump y Obama?...

La verdad existe (me atrevería a decir que también en los planos moral y estético) y no está sometida al escrutinio popular: las enseñanzas de Darwin nunca serán menos ciertas aunque solo un 1% de la población creyera en ellas; una pieza de Mozart siempre será mejor que un bodrio de Bad Bunny por mucha aprobación social que tenga este último; Trump, Duterte y otros payasos populistas no dejarán de ser unos sinvergüenzas por mucho que les vote la gente. Sin embargo, no niego que las vidas fundadas en Amón-Ra, Quetzalcoatl o la utopía comunista (o en cualquier otra invención humana como el Real Madrid o la sagrada patria catalana) puedan ser igual de ricas y dichosas (y tener no menos sentido) que cualesquiera otras.

viernes, 5 de enero de 2018

¿Por qué matar no es malo 'per se'? (por mucho que Kant se revuelva en su tumba)


El imperativo categórico de Kant sostiene que debemos comportarnos de modo que nuestra conducta pueda ser elevada a ley o regla universal. Hacemos el bien cuando ayudamos a un anciano impedido a cruzar la calle porque con ello adoptamos una supuesta ley moral objetiva (la que dice que es bueno ayudar a personas desvalidas) que es vislumbrada y abrazada por nuestra razón. Como esa ley es universal, da igual que el anciano al que auxiliamos sea un criminal de guerra o que pretenda apuñalar a una persona al otro lado de la acera: nuestra acción sería buena en cualquier caso. La del filósofo de Königsberg es una ética absoluta, en la que toda vida humana es un fin en sí mismo (no así la vida animal, que no es moral por ser supuestamente irracional). Y en la que el imperativo categórico, por definición, no puede ser relativizado: sin él, las bases de la ética serían completamente subjetivas y arbitrarias.

Pero lo cierto es que la propia razón práctica nos informa de que no hay ningún mandamiento, ni siquiera el de "no matarás", que pueda ser elevado a ley moral absoluta: matar, robar o mentir no serían malos per se, sino dependiendo de a qué fin moral estén asociados. Cuando uno mata en defensa propia o de terceros inocentes actúa moralmente bien. Cuando uno liquida a un tirano, hace un favor a la humanidad (hasta el propio San Agustín así lo consideraba y la Iglesia católica no le ha desmentido aún). Cuando uno roba para alimentar a su hijo hambriento, realiza un acto moralmente correcto (siempre que la violencia del acto no sea desproporcionada). Cuando uno mata a un animal para alimentarse, porque no tiene otra fuente de sustento, no se le puede oponer ética animalista alguna. Incluso es insostenible afirmar que comer carne humana es intrínsecamente malo: como bien saben los deportistas uruguayos perdidos en los Andes hace casi medio siglo, ingerir la carne de sus amigos fallecidos fue un acto bueno que salvó sus vidas. Por supuesto, mentir es lo correcto cuando están en juego la propia supervivencia y bienestar (por ejemplo, si un miliciano de Estado Islámico te pregunta por tu religión), la felicidad de los seres queridos o cualquier otro activo moral.

Esto nos conduce a proponer como único fin en sí mismo nuestra supervivencia y bienestar personal, así como la de los seres pertenecientes a nuestro círculo empático: familiares, mascotas, amigos, humanos en los que nos reconocemos -no Héctores Salamanca ni criminales neonazis-, orangutanes, elefantes... Para Kant, el fin en sí mismo era solo la vida humana, da igual que fuera la de un filántropo que la de un sádico asesino. Alguien podría argüir con fundamento si este enfoque al que hemos llegado racionalmente no es el mismo que el de un Héctor Salamanca o un neonazi: ellos también tienen un círculo empático, aunque bastante reducido. La diferencia es que su círculo excluye a mucha gente por razones arbitrarias (simplemente por no ser de su familia) y además estúpidas (como el color de la piel, la nacionalidad o las preferencias sexuales), mientras que el nuestro solo excluye a los que excluyen desde la irracionalidad, el odio y la más elemental falta de compasión. Nuestro planteamiento no rebaja la dignidad de un ser vivo atendiendo a cómo es (bípedo o cuadrúpedo, blanco o negro, payo o gitano, hombre o mujer, joven o viejo, homosexual o heterosexual...) sino a cómo actúa: si sus actos amenazan la supervivencia de nuestro círculo empático, es un enemigo al que combatir (revista la forma de paramilitar serbio o croata, de hipopótamo enfurecido, de mosquito Anopheles o de virus VIH)*.

Por supuesto, bajo este enfoque ético todo es cuestión de grado y proporcionalidad: no es lo mismo  disparar a un hipopótamo cuando está a punto de aplastarte que hacerlo porque sus gruñidos no te dejan dormir, ni hurtarle incruentamente la cartera a un desconocido de apariencia acomodada para dar de comer a tus hijos hambrientos que matarlo para el mismo fin. Los conflictos de intereses están servidos, pero así es la vida: ¿deberíamos devolverle un sobre perdido con mil dólares dentro a Rupert Murdoch?, ¿deberíamos apretar el gatillo si tenemos a tiro a un tipo que a su vez está a punto de apretar el gatillo para acabar furtivamente con un rinoceronte cuya cabeza lucirá en su casa como un trofeo más?... Una cosa es la esfera moral y otra la legal, que a veces no se solapan. Un código legal moderno y democrático no puede permitir que la gente se tome la justicia por su mano, ni tampoco quebrar el principio de igualdad concediendo menos garantías procesales a un asesino execrable que a un ciudadano de bien. Pero actuar conforme a la legalidad no significa necesariamente actuar de manera moral, así como comportarse moralmente no tiene por qué ser legal. Si se acciona el gatillo del arma que apunta al que apunta al rinoceronte, se está cometiendo un crimen (una ilegalidad) pero con un sólido fundamento moral: impedir la consumación de un grave acto irreversible profundamente injusto. Si no se devuelve el sobre a Murdoch, no se pondría en jaque ni su bienestar ni la continuidad de Fox News (está por ver que sea un acto inicuo contribuir a la caída de ese medio de comunicación) y se podría dar un buen empleo al dinero.

Hace años dediqué una entrada en este blog al filósofo australiano Peter Singer, un pensador muy polémico por sacar conclusiones incómodas basándose en la más estricta racionalidad. La ética de Singer es utilitarista y transhumanista, ya que coloca en su base las preferencias de los seres sintientes (definición que, obviamente, no incluye en exclusiva a los humanos). Kant fue muy crítico con los iniciales planteamientos utilitaristas de Jeremy Bentham por su condición subjetiva, pero es que no hay base más adecuada para construir un edificio ético -la moral no está inscrita en el firmamento estrellado que tanto impresionaba al filósofo alemán, aunque sí mora germinalmente en nuestro interior al haber sido seleccionada por la evolución- que la constatación de que todo ser vivo pugna por sobrevivir, por abrazar el placer y por huir del dolor. Héctor Salamanca y los criminales nazis comparten esas inclinaciones con los humanos empáticos, las ballenas y los elefantes. Pero la huella de sufrimiento que dejan a su paso es mucho mayor y es nuestro deber moral minimizarla de cualquier modo posible (preferiblemente, aunque no necesariamente, a través de la vía legal) en aras de un mundo mejor. Si alguien puede explicarme racionalmente por qué cree que Mike Ehrmentraut hizo bien en no volar los sesos a Héctor en un capítulo de Better Call Saul, o por qué cree que el asesino del tirano dominicano Rafael Leónidas Trujillo cometió un acto malvado apretando el gatillo, soy todo oídos (ojalá que el bueno de Kant también lo fuera desde su tumba).

*El mosquito Anopheles y el virus VIH, a diferencia del paramilitar serbio y el croata, no son agentes morales y tienen tanta culpa -el mosquito ni siquiera es el causante último de la malaria, ya que es utilizado por un microbio como vector- como un niño de seis meses apretando un botón nuclear. Pero esto nos lleva a la inquietante certeza de que un psicópata (no pocos paramilitares de la ex Yugoslavia lo eran) no es culpable de su falta natural de empatía.

Archivo del blog