Antes de seguir quisiera dejar clara mi descreencia en dos bobadas que siguen gozando de un amplio e infundado predicamento. La primera de ellas es la que sostiene que el mundo sería mejor si estuviera gobernado por mujeres. La historia confirma que no es así, desde Cleopatra o Zenobia hasta Margaret Thatcher o Dolores de Cospedal. Incluso cabe sospechar que detrás de muchos gobernantes nefastos hay en realidad una mujer que lleva los pantalones (se ha dicho esto de Franco y su esposa, por ejemplo). ¡Cuándo aprenderemos de una vez que la hijoputez es transversal a toda condición, inclusive la sexual! La segunda sandez es la que afirma que las mujeres y los hombres son iguales, que la diferencia sexual es una mera construcción social (un "constructo social", para usar la cargante jerga postmoderna). Hombres y mujeres son diferentes por obvias razones biológicas, lo que se manifiesta desde la manera de percibir hasta la forma de pensar: no se trata de diferencias tan superficiales como las que puedan encontrarse entre un blanco y un negro o entre un azerí y un nicaragüense (en este último caso, por razones de índole cultural). Por supuesto, constatar estas diferencias, que en nada afectan a la inteligencia, la capacidad y la dignidad, no está reñido con defender la igualdad de derechos entre unos y otras.
La emancipación de la mujer debe bastante tanto a la extensión de su educación como a la conquista de su derecho al voto y a la concienciación de muchos hombres. La instrucción ha permitido a las féminas ser dueñas de su sexualidad, planificar su maternidad y trabajar fuera de casa, factores clave para tener una vida más allá de los fogones y de la crianza de los hijos. Por su parte, el sufragio femenino ha hecho de las mujeres un segmento electoral a tener muy en cuenta. Ningún político en su sano juicio puede hacer un discurso misógino en una democracia avanzada (o sea, en toda democracia donde las mujeres estén bien educadas) si tiene aspiraciones de gobernar. Lo mismo ocurre con respecto a los homosexuales: un comentario homófobo arruinaría la carrera de un político en cualquier lugar del mundo medianamente civilizado.
Obviamente, esto no es aplicable en países donde la mayoría de las mujeres son analfabetas: allí, en el improbable supuesto de que exista una democracia, el suyo es un voto cautivo de patriarcas y clérigos (no andaba errada Victoria Kent cuando creía prematuro dar el voto a las mujeres en la España de la II República, puesto que solo beneficiaría a los conservadores -en el peor sentido de la palabra- más recalcitrantes). No en vano se dice que algunas mujeres son más machistas que la mayoría de los hombres, al perpetuar en su familia los roles de género con el adoctrinamiento de los niños. ¡Qué mejor cadena de transmisión para la tradición que las mujeres alienadas, las que inculcan a sus hijas desde pequeñas la obligación de obedecer a sus esposos y a Dios (y, a sus hijos, la necesidad de imponerse a sus esposas)!
La ruptura de esa cadena, con madres educadas que enseñan a sus niños varones a respetar a sus pares femeninos, ha propiciado la aparición -sobre todo, en Occidente, no nos engañemos- de un nuevo tipo de hombre que respeta y valora a la mujer, que la considera una compañera para compartir y no una asistenta de la que servirse, que colabora activamente con ella en la crianza de los hijos. Los retoños de esos padres educados son a su vez concienciados en casa y en la escuela para no discriminar a nadie por razón de sexo -ni por cualquier otro motivo más o menos estúpido-, sabedores de que hombres y mujeres pueden ser igual de inteligentes y de válidos para muchísimas tareas (no para todas, desde luego).
Claro está, no todo es tan maravilloso y sigue existiendo discriminación y violencia contra las mujeres incluso en los países más avanzados. Pero al igual que continúa habiendo asesinatos, accidentes dolosos de tráfico y otras lacras humanas inerradicables (eso sí, minimizables). Por otro lado, no todos los padres son esos progenitores educados que mencionaba anteriormente (incluso tengo dudas de que sean mayoría en España). Y las mujeres trabajadoras deben aún hacer frente en nuestras latitudes a obstáculos como la cultura empresarial dominante (reacia a la conciliación familiar y a la igualdad de ingresos con el hombre) y los escasos apoyos públicos a la maternidad y la crianza. Pero el progreso (para las mujeres y los hombres) es innegable gracias a la educación, la única esperanza social razonable.