domingo, 24 de abril de 2011

El bien en el Cosmos

¿Por qué nos conmueve e indigna hasta la médula que un cauchero de la Amazonia peruana ahogase con sus propias manos a los hijos pequeños de los indígenas a su servicio, como leemos en El sueño del celta (Vargas Llosa), en castigo por la comisión de una falta (la impotencia desgarradora del padre viendo el cabeceo angustioso de su hijito bajo el agua, las pequeñas manos chapoteando compulsivamente, su frágil cuello sujetado por las viles manos asesinas)? ¿O el abandono de una niña china de cuatro años en una gran ciudad por sus padres, que preferían haber tenido un varón (la noche cerniéndose amenazadora sobre ese pobre ser indefenso ahogado en lágrimas y lleno de miedo)? ¿Y por qué nos enternecen profundamente las palabras antes de acostarse de la hija pequeña de Rafael ("Papá, como soy la más pequeña me moriré la última. Cuando esté solita, ¿quién me tapará?")?

¿De dónde proceden nuestra compasión por los demás y nuestro sentimiento de horror ante la barbarie y la injusticia? ¿Es todo ello fruto de la educación? ¿De lo que mamamos en casa? ¿De los valores religiosos inculcados en la niñez? ¿Se trata de algo innato? ¿O es algo adquirido y seleccionado naturalmente en la larga senda de la evolución?... Porque la simpatía hacia los congéneres, en particular hacia los niños (los llamados a sucedernos) y los familiares o miembros del clan, es claramente funcional para la especie. No así, en principio, la bondad para con los seres de otras especies. Por eso tiene una explicación biológica el amor de los padres a sus hijos. Por eso se explica que los seres no tengan (aparentemente) compasión al predar sobre otros de los que obtienen su sustento. Pero, ¿y la simpatía entre especies diferentes?... Procurar no pisar bichitos al andar ni ingerirlos involuntariamente al respirar, como hacen los jainistas practicantes, no es nada funcional para la conservación de la especie que lo hace: es más bien un engorro que complica bastante la vida. Sin llegar a ese extremo, acoger a un perro abandonado o movilizarse contra la caza de las ballenas también entraña complicaciones sin otros beneficios personales que los meramente emocionales.

Dice el filósofo José Antonio Marina que la dignidad y los derechos son un fruto de la inteligencia humana. Yo ampliaría su alcance quitando lo de "humana": son producto de una inteligencia relativamente superior (en relación con lo que conocemos en la Tierra, aunque quizá muy inferior a la que pueda haber en otros lugares habitados del Cosmos) que permite empatizar con otros seres sintientes no solo humanos. ¿Está fijada esa dignidad en las leyes del Universo? ¿Está escrito en el cielo estrellado que es malo matar, hacer daño, humillar? Al contrario, todo parece estar permitido para sobrevivir y perpetuar los genes propios: para hacerse con el poder que confiere sexo y los mejores alimentos (en los humanos, también prestigio y las mejores casas, vehículos y vestidos). "No existe una moral natural, en el sentido de un código de conducta y de buenos sentimientos arraigado en nuestra naturaleza. La naturaleza no conoce autolimitaciones", afirma Alejandro Martín Navarro, quien también apunta que la idea de derecho es un invento de la inteligencia del hombre como "medio para su mejor autoconservación". Sin duda, pero, ¿no puede haber algo más detrás?...

Pseudópodo asegura que el mero hecho de albergar sentimientos nobles, de conmovernos por el prójimo (o incluso por una simple papa), dice algo importante de nosotros. "Si mis sentimientos no tienen valor, mi vida tampoco lo tiene. Y como quiero que sí lo tenga, elijo conceder valor a mis sentimientos. Porque así lo quiero, como un axioma de razón práctica". Yo le repliqué en su blog calificando ese "axioma de razón práctica" como una forma elegante de decir "autoengaño". Días después apuntó en un comentario a otra persona algo que me hizo ver la cuestión de otra manera: "Para que el concepto de “dignidad” fuera eficaz, uno debería estar convencido de que lo descubre, en vez de pensar que lo inventa. Ahí está el meollo del asunto, por lo menos desde el punto de vista práctico. Ahí es donde yo elijo creer que lo descubrimos". Pero, ¿puede descubrirse esa dignidad de igual modo que se descubre que 2 más 2 es igual a 4?, ¿tiene algún lugar en el andamiaje del Cosmos?...

Desde una óptica científica, la vida parece ser una consecuencia necesaria de la evolución de la materia; la conciencia parece ser una consecuencia necesaria de la evolución de la vida; la compasión y el amor parecen ser una consecuencia necesaria de la evolución de la conciencia. Si esto es así, hay una señal de que la materia tiende a la compasión. Este razonamiento no requiere abandonar una visión materialista del Cosmos. ¿No resulta asombroso que de la misma información presente en la singularidad previa al Big Bang (porque la materia-energía es información que se transforma sin dejar de conservarse) emane nuestra compasión por los niños ahogados por el vil cauchero, por la niña china abandonada por sus padres o por la hija de Rafael? Ello hace albergar la sospecha de que el Bien esté incrustado en las profundidades del Universo como lo está la Matemática, que está ahí esperando a que lo descubramos con nuestra conciencia. Y es que a lo mejor Bien y Matemática son formas diferentes de llamar a la misma cosa.

Pero, ¿y el mal? Puede que San Agustín tuviese razón al negar sustantividad al mal, que sería simplemente la ausencia del bien. Una elevada conciencia (o sea, una elevada inteligencia) parece una condición necesaria pero no suficiente -pesa mucho un pasado de casi tres mil millones de años de depredación y lucha por la vida; somos presa de la ignorancia, el embrutecimiento y muchísimos atavismos- para descubrir el Bien de la misma manera que se advierte que 2 más 2 es igual a 4. No le podemos pedir a un león que deje de matar a los cachorros ajenos para así trajinarse a su madre: no sería capaz de entenderlo. Y mucho menos le podríamos demandar que dejase de matar para comer, porque esto ya supondría condenarlo a muerte. Por la misma razón, tampoco le podemos exigir (¿o acaso sí?) al humano medio de comienzos del siglo XXI que deje de comer animales, de usar pieles de foca o de visón o de participar en espectáculos aberrantes como la tauromaquia: no lo entendería, en buena medida por culpa de la hegemonía de unos sistemas de creencias que determinan que los animales han sido creados para servirnos.

En cambio, una superconciencia (o sea, una superinteligencia), que habría tenido que emerger tras una larga y oscura etapa de depredación, percibiría el Bien de una manera cristalina y actuaría en conformidad con éste (su tecnología lo permitiría). Esto no deja de ser una creencia, pero fundada en la evidencia de que la materia consciente de sí misma tiende a la compasión y, también, a librarse de la dictadura genética para imponer su propia lógica. Otra creencia es la de que se llegará algún día (no necesariamente desde el linaje evolutivo del Homo sapiens) a esa superconciencia. Quizá eso ya haya ocurrido en algún rincón del Cosmos. Y puede que sus artífices acaben siendo -¡incluso ya lo estén siendo!- nuestros verdaderos redentores.

sábado, 16 de abril de 2011

Números y Cosmos

"Papá, ¿se puede multiplicar 12 por 7?": esa fue la pregunta que dio pie a esta entrada. "Claro que sí, hijo, se puede multiplicar cualquier cifra por cualquier cifra"... ¡Dios! Entonces visualicé mentalmente una matriz gigantesca, inabarcable, con todos los números naturales dispuestos ordenadamente tanto en una columna a la izquierda (1,2,3...) como en una fila arriba (1,2,3...), con su correspondiente producto cada vez mayor conforme se avanza hacia abajo y a la derecha desde la primera casilla del 1 (1x1) hacia el insondable infinito. Ahora veía con claridad por qué se dice que la Matemática es un guante perfecto para la mano del Universo. ¡Porque todos los números naturales existen y tienen una significación física! ¿La tiene el 654213097566562398943892367647264732673232390932093203920932039023434? Pues claro que sí, al igual que el 1, el 37 o el 312567. ¿Por qué?...

La clave está en que el Mundo no es continuo sino discreto: consta de unidades o partes separadas unas de otras. El cuanto o paquete básico de energía (el cuanto de acción de Planck) tiene en verdad un valor de 1 aunque nosotros, monstruos macroscópicos, le asignemos el de 10 elevado a menos 34 julios por segundo (unidad arbitraria creada por el ser humano). Por su parte, el tiempo entre un tic y otro en la escala de Planck (los auténticos tics universales, a diferencia de los de nuestros humildes relojes) no tiene otro valor que 1, aunque nos empeñemos en considerarlo como 10 elevado a menos 44 segundos. Asimismo, la distancia mínima entre dos sucesos es realmente 1, aunque la cuantifiquemos en nuestra escala humana como 10 elevado a menos 35 metros. Por tanto, toda la realidad -la materia, la energía, el espacio-tiempo- está compuesta por múltiplos de ese 1 de Planck. Volviendo al número largo antes señalado, el 654213097566562398943892367647264732673232390932093203920932039023434: debe de haber infinidad de objetos con esa energía e infinidad de sucesos separados por esa distancia o ese lapso temporal. Esto se podría decir igualmente de cualquier otro número natural.

Ahora bien, cifras como 0,75 o 2/3 (números fraccionarios o irracionales) serían solo meras construcciones mentales, artificios matemáticos sin traslación física. Por ejemplo, 7 unidades temporales de Planck no pueden dividirse ni en 2 ni en 3 partes iguales: no puede haber, por definición, 3,5 ni 2,333333... tics de Planck por cuanto no existe el tiempo, ni el espacio ni la energía, por debajo de 1 (no tenemos ni idea de lo que ocurre en esa escala subcuántica en la que el espacio-tiempo y la causalidad parecen evaporarse). No obstante, el mero hecho de que podamos concebir intelectualmente el valor de 3,5 o de 7/3 -incluso el de los números imaginarios- sugiere la posible existencia de un molde ideal, de tipo platónico, incrustado en nuestro entendimiento (que no deja de ser un producto de algo como el cerebro incrustado en el espacio-tiempo y hecho de la misma materia que informa el resto del Cosmos). También la existencia de números trascendentes como pi (número irracional que representa la relación entre el diámetro y la longitud de una circunferencia) apunta a un significado profundo de la Matemática que aún se nos escapa. Por no hablar del 0, la nada, gran misterio cuya resolución arrojaría seguramente mucha luz sobre el Enigma (así, con mayúsculas). Y no nos olvidemos del signo menos (-), dadas las oposiciones presentes en la Naturaleza: desde la carga eléctrica de una partícula u objeto hasta el giro (spin) del par de electrones que ocupa un orbital atómico pasando por el sexo.

Da la impresión de que el Universo procurase siempre ajustarse, lo que solo consigue de modo imperfecto (las estrellas y los planetas no son esferas exactas; las simetrías nunca son totales), a un orden matemático subyacente que sí es ideal o perfecto. ¿Y si al final resultase que los pitagóricos llevaban razón y el Cosmos no fuese más que números generadores de "música de las esferas"?...

Pseudópodo, ¿me he ganado el derecho a figurar en tu antología de bodrios?...

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