sábado, 31 de agosto de 2013

Hernán Cortés, héroe... y seguramente villano


La figura del conquistador de México, Hernán Cortés, sigue envuelta en la polémica desde su muerte en 1547. Las idas y venidas de sus restos mortales son un símbolo de la controversia que levanta un personaje tan alabado por los nacionalistas españoles como denostado por sus homólogos mexicanos (en su mayoría, gente con sangre hispana que no se muestra tan crítica con las carnicerías de su idolatrado imperio azteca).

Hay detalles de la vida de Cortés que permiten respaldar la razonable hipótesis de que se trataba de un aventurero sin demasiados escrúpulos, taimado y maquiavélico, de una ambición desmedida y una intolerancia muy española (y vasca), todo ello compatible con un carácter profundamente religioso (en el sentido de fiel devoto de estatuas de escayola y pecador temeroso del castigo divino). El abandono de sus estudios en Salamanca en busca de emociones fuertes, la traición al gobernador de Cuba Diego Velázquez (que tampoco era precisamente un santo), la tortura y ejecución de Cuauhtémoc y otras barbaridades de esa índole, su condición de violento macho alfa (con sospechas de haber estrangulado incluso a una de sus esposas) y su obsesión por la gloria y la riqueza apuntan firmemente en esa dirección.

La variabilidad de la población humana, tanto de raíz genética como ambiental, es la que explica que haya personas más (o menos) osadas, más (o menos) ambiciosas, más (o menos) egoístas, más (o menos) inteligentes que otras. Muchos de los más osados y ambiciosos suelen estrellarse -sobre todo si les falta la inteligencia-, pero algunos de ellos -en virtud de su inteligencia y/o de una suerte que tampoco se distribuye igualitariamente- consiguen llegar arriba. De hecho, la inmensa mayoría de los que lo logran tienen ese perfil: reyes, guerreros y sumos sacerdotes casi nunca han sido gente humilde, conformista o empática con los demás. Siempre ha habido una selección negativa merced a la cual los hijos de puta o sus amigos han tenido muchas más posibilidades de llegar al poder que la gente con ciertos escrúpulos. Por eso no sorprenden los engaños, las traiciones, las matanzas (incluso de padres a manos de sus hijos, y viceversa) que salpican la historia de las jefaturas humanas (clanes, Estados, bandas de delincuentes, etc.). No es tanto la condición humana como la condición humana hijoputesca.

No hay que ser muy perspicaz para intuir que Cortés, como el resto de conquistadores y prebostes, seguramente pertenecía al grupo de los villanos. En una benévola biografía del personaje, Christian Duverger apunta: "Todos sus contemporáneos están de acuerdo en concederle cualidades de un carácter excepcional. Es de un humor llano, de conversación agradable, erudito, culto, dotado de réplica. Hernán se mantiene alejado de todos los excesos: habla firme sin encolerizarse nunca; le gustan las fiestas sin ser fiestero; toma vino pero siempre con moderación; sabe apreciar la buena comida pero no le molesta ser frugal; es elegante y siempre está bien ataviado, pero viste sin ostentación. Vivo y chispeante, jamás sucumbe a la pretensión". Lo cierto es que muchas de las virtudes que Duverger atribuye al conquistador extremeño podrían también decirse de Adolf Hitler, que encima era vegetariano y amante de los perros (además de un conspicuo genocida).

domingo, 25 de agosto de 2013

¿Y quién soy yo? ¿Y quién es él?

Las preguntas más profundas suelen ser aquellas cuyas respuestas nos parecen aparentemente más evidentes, de tal modo que ni siquiera nos molestamos en plantearlas. Una de esas cuestiones es la de quiénes somos. Si sentimos que existimos, si nos vemos como seres individualizados, es gracias a nuestra conciencia: es ella, informada por el cerebro, la que hace que experimentemos un yo. Porque dentro de los confines de nuestro cuerpo no solo hay trillones de células trabajando en su funcionamiento y mantenimiento, sino también miles de millones de otros seres vivos (sobre todo, bacterias) con su propio ADN e intereses no necesariamente convergentes con los de nuestros ladrillos celulares. La conciencia es lo que nos confiere unidad, lo que nos hace sentir entes diferenciados del resto del Universo.

Uno de los grandes misterios de la vida es por qué existe -¿por qué habría de existir?- la conciencia. Para que un ser vivo se desempeñe por el mundo no hace falta que posea esa cosa tan difícil de definir pero con la que todos tenemos tanta intimidad. Un ordenador recibe información (inputs) del exterior y, conforme a su programación, la procesa para generar unos outputs. Un animal recibe información a través de sus sentidos y, conforme a su cerebro (una máquina orgánica plástica que no deja de aprender constantemente para corregir sus errores), la procesa para generar unos outputs en forma de acciones (atacar, huir, dirigirse en busca de comida o compañero sexual, etc.). Los animales y los propios humanos podrían ser perfectamente meras computadoras orgánicas, simples zombis sin consciencia ni vida mental. (La hipótesis filosófica del zombi ha sido desarrollada por pensadores como David Chalmers: lo más inquietante es la imposibilidad práctica de descartar con certeza que nuestro interlocutor -o el bloguero que esto escribe- sea un zombi).

Hay quienes piensan, sin embargo, que a partir de un determinado nivel de complejidad incluso los ordenadores se harían necesariamente conscientes (¿por qué el silicio habría de ser menos válido que el carbono a este respecto?). Por otro lado, hay quienes sostienen que hasta un simple termostato es consciente de algún modo. Y, ya en el extremo, las religiones orientales (hinduismo, sintoísmo, budismo...) se fundan en el pampsiquismo, en la creencia en que la conciencia mora en todo objeto del mundo aunque sea una piedra, un papel o un tornillo. 

El biólogo Richard Dawkins sugiere que la conciencia podría ser una interfaz entre el cerebro y el cuerpo que lo aloja, una especie de sistema operativo (a lo Windows, pero sin tantos fallos) para hacer un uso fácil de ese órgano tan complejo. Para Dawkins, que no deja de confesarse intrigado, la mente sería una emanación cerebral favorecida por la selección natural. El antedicho Chalmers defiende un dualismo naturalista merced al cual la conciencia emerge de la materia, pero no está sujeta a las leyes físicas tal y como las conocemos. Sería algo parecido a los genes culturales o memes de Dawkins, que emergen de seres materiales -los humanos- pero luego tienen vida propia en ámbitos inmateriales.

Una respuesta a la pregunta de ¿Quién soy yo? puede ser la que nos ofrece el célebre fisico Erwin Schrödinger en su librito ¿Qué es la vida?: "Analizándolo minuciosamente, se verá que no es más que una colección de datos aislados (experiencias y recuerdos), o sea, el marco en el cual están recogidos. En una introspección detenida, se encontrará que lo que en realidad se quiere decir con ‘Yo’ es ese material de fondo sobre el cual están coleccionados". Para Schrödinger, inspirado en el hinduismo, solo habría pues un Yo universal con multitud de avatares ilusorios (la pluralidad de conciencias).

Pese a ser un ateo confeso, el filósofo y estudioso de la mente Daniel Dennet reconoce que si nuestra conciencia fuese un software ejecutado por el cerebro, podría ser grabada de algún modo -no dejaría de ser información susceptible de registro con la adecuada tecnología- y así inmortalizada. Lo que Dennet pasa por alto es que, debido al íntimo y complejo entrelazamiento -tanto en el espacio como en el tiempo- entre las partículas del Universo, acaso nuestro registro personal no pueda ser reproducido si no es reproduciendo la totalidad del Universo. En una película se pueden ver los fotogramas hacia adelante o hacia atrás, pero no es posible -además de que no tendría sentido- ver solo los fotogramas en los que aparece un determinado protagonista. Ese registro personal podría estar inscrito de modo indeleble en el Universo, imbricado en el complejísimo entramado cósmico. Por lo que quizá tuviese razón Borges cuando escribió: "Sé que una cosa no hay: es el olvido. Sé que en la oscuridad perdura y arde lo mucho y lo precioso que he perdido: Esa fragua, esa luna, y esa tarde".

viernes, 2 de agosto de 2013

Vacaciones


(Fragmento del libro El último dodo, Ediciones Idea, 2010. El suceso relatado es del verano de 2003)

(El conserje) Matías me vio saliendo con la bolsa de la piscina y un bote vacío de alubias, destinado al contenedor de vidrio, en la mano izquierda. “Esas alubias no son buenas, te tengo que explicar cómo hacer un buen plato, con su hoja de laurel, su ajito, su panceta rica...”. Como siempre, yo andaba con mucha prisa, pero Matías, resguardado del bochornoso calor a la entrada del parking, no parecía tener ninguna. “Pues mira, hoy me preparó mi chica una crema de zanahoria que estaba riquísima, todavía queda para la cena”. Logré dejarlo por fin a mi espalda tras un eficaz “Bueno, Matías, vamos a nadar un poquito”. Bajo un sol abrasador, me fui con la imagen sin rostro de su hija -nunca la he visto- rallando zanahorias en su cocina. A la vuelta de la piscina volví a encontrármelo, a punto ya de irse a casa. “¿A dónde os váis de vacaciones este verano?”. “Unos días a Benicàssim, una semana a Escocia y otra a Canarias”. “Yo sólo he salido de España una vez, a una etapa del tour de Francia”, me confesó sonriente pero con gesto cansado: “Nos quedamos a dormir en una tienda de campaña en los Pirineos”.

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