viernes, 20 de diciembre de 2013

¡No todo es culpa del capitalismo, compañer@s de la izquierda!

El pensamiento izquierdista ortodoxo achaca todos nuestros males al capitalismo (a veces presentado como neoliberalismo e incluso, en un caso extremo de falta de rigor, como liberalismo). Si la gente se muere de hambre en África, si hay guerras y cruentos golpes de Estado, miseria, narcotráfico, brutal explotación laboral y migrantes cruzando desesperados en pateras el Mediterráneo o a nado el río Grande, la culpa solo es atribuible a ese monstruoso engendro sin alma opuesto a una naturaleza humana concebida únicamente como cooperativa y solidaria, enemigo de los hombres y mujeres de bien (el llamado "pueblo", por definición noble) y de las naciones (también nobles por definición, salvo EE.UU., Israel y acaso España), enfrentado a ancestrales usos y tradiciones que se presumen siempre de mejor pasta.

Aclaremos primero los términos para saber de qué estamos hablando. El capitalismo es un sistema socioeconómico fundado en la economía de mercado (la supuestamente libre concurrencia de oferta y demanda para determinar los precios) y la propiedad privada de los medios de producción, así como en unas relaciones laborales contractuales merced a las cuales unas personas prestan libremente su trabajo a otras a cambio de un salario. Ya dijo Marx en su día, presa de su determinismo histórico de raíz hegeliana, que se trataba de un estadio superior al feudalismo e inferior al socialismo: o sea, de un paso necesario en el tránsito desde el régimen feudal a la quimérica sociedad comunista sin clases (esa a la que ya debería estar apuntando la ejemplar democracia popular socialista de Corea del Norte).

Ahora bien, una cosa es el capitalismo en el plano teórico y otra en la realidad. La economía neoclásica está construida sobre premisas ideales muy discutibles, por no decir falsas, como el comportamiento racional de los agentes económicos (lo cierto es que muchas veces la gente actúa irracionalmente), la información perfecta (no es así, aparte de que hay personas más informadas que otras) o la igualdad ante los mercados (solo hay que tener un poco de sentido común para advertir que no es igual el poder negociador de un trabajador que el de un empresario que lo contrata)*. Las interferencias en el libre mercado, tanto por manejos de las propias empresas (cárteles, oligopolios, etc.) como de los poderes públicos (ayudas, licitaciones, regulaciones...), hacen que la competencia perfecta tenga solo una existencia platónica.

El capitalismo es un gran generador de riqueza material pero también de desigualdad, un sistema potencialmente muy dañino tanto para el medio natural como para la felicidad humana (al dar valor solo a aquello que lo tiene en el mercado). Ahí es donde está el Estado -y entidades supranacionales como la UE- para corregirlo, ponerle límites y determinar qué bienes y servicios pueden ser comprados y vendidos (hay un amplio consenso, por ejemplo, en que no debe haber carne humana para el consumo en los supermercados). Es precisamente la existencia del Estado como agente político regulador, y también como sujeto económico, lo que hace que lo que entendemos por capitalismo no sea ni por asomo parecido en Suecia que en El Salvador, en Canadá que en Somalia. Por otro lado, a nadie se le esconde que el poder y la influencia de los Estados Unidos en el concierto económico y político mundial no es el mismo que el de Timor oriental: por desgracia, sus relaciones nunca serán de igual a igual, pero ni con el capitalismo ni con ningún otro sistema.

Neoliberalismo, liberalismo y errores de la izquierda

El neoliberalismo es una corriente ideológica sacralizadora del capitalismo que desde principios de los años 80 del siglo pasado (con los derechistas Reagan y Thatcher en el Gobierno de sus respectivos países) pretende minimizar la intervención estatal en la economía, adelgazar el sector público, desregular los mercados de trabajo y liberalizar los flujos de bienes y capitales (no así el de personas, que se mantiene a raya mediante altos muros y vallas con concertinas). Sus defensores suelen ser tan liberales en lo económico como conservadores en lo social y moral (les preocupa sobre todo la moral sexual: no les hablen de derechos humanos y mucho menos de ecología o derechos de los animales).

Resulta esperpéntica la apropiación del liberalismo, una de las ideologías más nobles que ha alumbrado la humanidad, por meapilas opusinos o teapartistas que quieren sacar a Darwin de las escuelas, abominan de los homosexuales, desean convertir a las mujeres en conejas dedicadas solo a sus labores, se oponen a legalizar las drogas y ya en el colmo sufren la enfermedad del nacionalismo. Los auténticos liberales, lo más alejado de esos tipos de la FAES o el Tea Party, representaban la izquierda en el Siglo de las Luces. Tanto es así que en EE.UU. el término liberal, a diferencia de en Europa, sigue siendo sinónimo de izquierdista. La verdad es que se me ocurren pocas cosas más progresistas que la defensa de la libertad (para hacer con tu vida lo que quieras con el único límite del respeto al prójimo), la igualdad ante la ley (con independencia de raza, sexo, religión o no, etc.), la laicidad (para liberar de la opresión religiosa a quienes no quieran doblar la cerviz ante el sumo sacerdote de turno) o la legalidad democrática (lo contrario de la arbitrariedad y el abuso a manos de los más poderosos).

Uno de los errores de bulto de la izquierda tradicional es considerar que la democracia y sus libertades -nada formales, desde luego- son la otra cara necesaria del capitalismo, que forman parte con este del mismo paquete. Quienes estamos a disgusto con el capitalismo de casino y su grosero materialismo (ya no solo por una cuestión ética y estética, sino porque nos estamos jugando la supervivencia de la especie) tenemos en la democracia -por muy imperfecta que sea- una vía para impugnarlo y superarlo. No nos confundamos: la democracia no es un regalo sino una concesión de los más poderosos arrancada por la presión de las luchas obreras que tanta sangre derramaron en los dos últimos siglos. Yo no quiero perder la democracia pretendiendo acabar con el capitalismo, sino superar el capitalismo a través de la democracia (claro está, con el concurso de la mayoría: si la gente no desea ese cambio, no pretendamos salvarla contra su voluntad de comer mierda a gusto).

Otro error de esa izquierda más dogmática es su diagnóstico de los problemas, que suele caer en lo tópico e incluso lo pueril. Y con diagnósticos incorrectos no se solucionan las cosas. Por ejemplo, la gente solo se muere de hambre cuando sus regiones o países son azotados por guerras o desastres naturales (sequías, inundaciones, etc.) que destruyen las cosechas y la economía local e impiden la distribución de alimentos. Más allá de esas situaciones, lamentablemente no infrecuentes en el llamado Tercer Mundo, nadie perece por inanición (esto no significa negar problemas de malnutrición que siguen siendo un insulto a la dignidad humana). Dicho de otro modo, la muerte por hambre en el mundo tiene mucho menos que ver con el capitalismo o el neoliberalismo que con la fragilidad institucional de Estados dominados por elites corruptas que se venden al mejor postor occidental o chino. Lo que a su vez es posible gracias al adormecimiento o idiotización de las masas locales por la religión, el espíritu de la etnia y las (malditas) tradiciones. Y a la indiferencia de los ciudadanos de Occidente, que no castigan en las urnas o en la cesta de la compra a sus políticos y empresas cómplices (¿conocen a alguien que no reposte gasolina en Shell por destruir el delta del Níger o en Texaco por sostener la dictadura de Guinea Ecuatorial?).

Tampoco parece que el capitalismo o el neoliberalismo sean muy culpables de la pobreza en países como Marruecos, Afganistán o India. Supongo que algo tendrá que ver que Marruecos cuente cerca de un tercio de su población como analfabeta (porcentaje muy superior si solo consideramos a las mujeres). Supongo que alguna mala influencia habrá en las tradiciones tribales afganas o en el sistema de castas indio. Finlandia y Grecia son países capitalistas, pero eso no parece marcar la diferencia: habrá que ver otros factores culturales e institucionales (los que impiden a un médico de la Seguridad Social de Helsinki, a diferencia de uno de Atenas, recibir de sus pacientes sobres con dinero para asegurar una buena asistencia). Estados Unidos y España también son países capitalistas, pero yo compraría confiado un coche usado allá y me cuidaría mucho de hacerlo aquí (no es que los estadounidenses sean más honrados, sino que saben que caería sobre ellos -y con prontitud- todo el peso de la ley). En suma, que la calidad de la democracia y sus instituciones es mucho más determinante al respecto que la simple etiqueta de capitalista. A todo esto, ¿es China un país capitalista?...

Pero donde más yerra el izquierdismo convencional es sin duda en su visión buenista del ser humano (explotadores capitalistas aparte), ignorando que el egoísmo y la maldad son mucho más antiguos que el capitalismo y deben ser tomados en cuenta en todo sistema u organización en el que estén implicados bípedos implumes. Idolatrar al mercado como hacen los neoliberales -aunque en países como el nuestro no duden en trincar al mismo tiempo de lo público- es una estupidez, pero también lo es ignorar ciertos principios económicos básicos (como hace a golpe de decreto el Gobierno de Maduro en Venezuela) creyendo que así puede acabarse de manera sostenible con la pobreza. Desde luego, si uno espera que la mayoría de la gente haga algo diferente a perseguir su propio interés, es mejor que aguarde sentado y a la sombra (ya dijo Adam Smith que no es "la benevolencia del cervecero o el panadero" lo que hace que podamos disfrutar de la cerveza o el pan).

La monja progre-nacionalista-conspiranoica Teresa Forcades nos cuenta que no hay que tener miedo a que "la lucha organizada por una alternativa al capitalismo nos pueda conducir a una situación peor que la que tenemos". Pues yo he de reconocer que temo a esta gente que quiere salvarme llevándome con diagnósticos infantiles a escenarios tan inquietantes como una eventual independencia traumática de Cataluña. Porque sé cómo somos y porque el mañana no tiene por qué ser mejor que el ayer (aunque Hegel y Marx se empeñasen en sostener lo contrario). Por cierto, me considero de izquierda y no creo que esto esté reñido -¡todo lo contrario!- con sentirse liberal.

*Vaya mi desprecio a esos economistas del siglo XXI creyentes -en un sentido religioso- en "manos invisibles", que pretenden entender el mundo solo con su arsenal de curvas y derivadas matemáticas sin saber nada de Historia, Geografía, Psicología y otras humanidades.

lunes, 9 de diciembre de 2013

La felicidad


Nos pasamos la vida persiguiendo con mayor o menor fortuna eso que llamamos felicidad. ¿Pero nos referimos a lo mismo? A todos (a unos más que a otros) nos hace felices el poseer cosas o disfrutar de ellas: comida, bebida, ropa, coches, casas, gadgets tecnológicos... A todos (a unos más que a otros) nos gusta el sexo (para algunos, el paraíso consiste en follar con el mayor número posible de congéneres), el afecto y el reconocimiento social. Muchas personas son felices suscribiéndose a una creencia religiosa confortadora y/o poniéndose al servicio de los demás (hijos, padres, nietos o incluso gentes necesitadas de ayuda al otro lado del mundo). Hay otras que encuentran dichosa la búsqueda del éxito económico y el poder, que permite disponer más fácilmente tanto de los objetos como de la voluntad de los humanos. Las hay que se decantan por los paraísos artificiales de la droga. Una minoría opta por el deporte o la creación artística, y otra es feliz asomándose con la intuición y la razón a los profundos misterios que nos rodean: la naturaleza humana, la vida, el Universo, la conciencia...

No me atrevería a afirmar que algunas de esas fuentes de dicha no sean genuinas (ni siquiera la vía de los paraísos artificiales de la droga), o que sean mejores o peores que otras. Lo que sí creo es que, si violamos la sabia virtud de la templanza (¡cuánta razón tenía Epicuro!) y/o nos distraemos del necesario autoconocimiento, con ellas podemos desencaminarnos de la felicidad más profunda. Ésta, la más íntima y menos efímera, es el estado de paz interior fruto de la autoaceptación ligada al autoconocimiento, de la aceptación del mundo -con todo lo que nos agrada y desagrada, lo que no debe ser confundido con conformismo y servilismo-, del relativo desapego de las cosas materiales y de la libertad y tranquilidad de conciencia (es obvio que el autoengaño no entra en el paquete). En buena lógica se podría decir que no es posible esa Felicidad con mayúsculas si no están cubiertas las necesidades básicas (alimentación, vestido, cobijo y afecto), pero los budistas subrayan que se trata de un estado interior que no depende de nada externo. Y es probable que anden en lo cierto...

Sin necesidad de ser un monje zen, creo que podemos fundamentar razonablemente nuestra felicidad en este ajetreado mundo del siglo XXI sobre tres grandes pilares: esa irremplazable paz interior (que hay que trabajarse a diario), el disfrute sosegado de los pequeños y grandes placeres (desde el café con leche matutino hasta un buen revolcón pasando por la reparadora siesta, la lectura de Coetzee, un paseo campestre o el calor nocturno de la chimenea hogareña) y la ilusión. Porque es necesario tener siempre al menos alguna meta ilusionante, algún faro hacia el que dirigir nuestros pasos, algún motivo que dé sentido a la existencia con independencia de que lleguemos a alcanzarlo o no. Recordemos que Borges -el mismo que reconoció que su mayor pecado era no haber sido feliz- sostuvo que la felicidad era "frecuente" y que "no pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso".

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