lunes, 9 de diciembre de 2013

La felicidad


Nos pasamos la vida persiguiendo con mayor o menor fortuna eso que llamamos felicidad. ¿Pero nos referimos a lo mismo? A todos (a unos más que a otros) nos hace felices el poseer cosas o disfrutar de ellas: comida, bebida, ropa, coches, casas, gadgets tecnológicos... A todos (a unos más que a otros) nos gusta el sexo (para algunos, el paraíso consiste en follar con el mayor número posible de congéneres), el afecto y el reconocimiento social. Muchas personas son felices suscribiéndose a una creencia religiosa confortadora y/o poniéndose al servicio de los demás (hijos, padres, nietos o incluso gentes necesitadas de ayuda al otro lado del mundo). Hay otras que encuentran dichosa la búsqueda del éxito económico y el poder, que permite disponer más fácilmente tanto de los objetos como de la voluntad de los humanos. Las hay que se decantan por los paraísos artificiales de la droga. Una minoría opta por el deporte o la creación artística, y otra es feliz asomándose con la intuición y la razón a los profundos misterios que nos rodean: la naturaleza humana, la vida, el Universo, la conciencia...

No me atrevería a afirmar que algunas de esas fuentes de dicha no sean genuinas (ni siquiera la vía de los paraísos artificiales de la droga), o que sean mejores o peores que otras. Lo que sí creo es que, si violamos la sabia virtud de la templanza (¡cuánta razón tenía Epicuro!) y/o nos distraemos del necesario autoconocimiento, con ellas podemos desencaminarnos de la felicidad más profunda. Ésta, la más íntima y menos efímera, es el estado de paz interior fruto de la autoaceptación ligada al autoconocimiento, de la aceptación del mundo -con todo lo que nos agrada y desagrada, lo que no debe ser confundido con conformismo y servilismo-, del relativo desapego de las cosas materiales y de la libertad y tranquilidad de conciencia (es obvio que el autoengaño no entra en el paquete). En buena lógica se podría decir que no es posible esa Felicidad con mayúsculas si no están cubiertas las necesidades básicas (alimentación, vestido, cobijo y afecto), pero los budistas subrayan que se trata de un estado interior que no depende de nada externo. Y es probable que anden en lo cierto...

Sin necesidad de ser un monje zen, creo que podemos fundamentar razonablemente nuestra felicidad en este ajetreado mundo del siglo XXI sobre tres grandes pilares: esa irremplazable paz interior (que hay que trabajarse a diario), el disfrute sosegado de los pequeños y grandes placeres (desde el café con leche matutino hasta un buen revolcón pasando por la reparadora siesta, la lectura de Coetzee, un paseo campestre o el calor nocturno de la chimenea hogareña) y la ilusión. Porque es necesario tener siempre al menos alguna meta ilusionante, algún faro hacia el que dirigir nuestros pasos, algún motivo que dé sentido a la existencia con independencia de que lleguemos a alcanzarlo o no. Recordemos que Borges -el mismo que reconoció que su mayor pecado era no haber sido feliz- sostuvo que la felicidad era "frecuente" y que "no pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso".

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