jueves, 15 de febrero de 2018

Entre inquisidores posmodernos y energúmenos ultras

Estamos crecientemente sometidos a una Inquisición de nuevo cuño, nacida esta en la izquierda (pero no en la liberal sino en la posmoderna neomarxista, la que da la espalda a la ciencia, niega la naturaleza humana y considera que todo -incluidos un pene y la gravedad- es un "constructo social" generalmente al servicio del heteropatriarcado). Por eso uno debe andarse con mucho tiento al opinar en cualquier foro público: cualquier insinuación de que el factor genético es muy importante (o sea, que se nace psicópata o con propensión al sadismo como se nace rubio o con los ojos castaños), de que la delincuencia y la violencia no son pues solo consecuencia de la injusticia social o el capitalismo, de que las mujeres no son iguales a los hombres (una constatación que no es incompatible con la defensa de la igualdad de derechos y la lucha contra la discriminación), de que la identidad sexual no tiene un fundamento cultural sino biológico, de que no existen culturas inocentes (¡lo de los buenos yanomami es un cuento!) y los occidentales no son los únicos malos de la película, de que la traducción práctica del multiculturalismo suele ser el multiINculturalismo, de que hay tradiciones en las que el trato a mujeres y homosexuales es inaceptable o de que el terrorismo ejercido por unos fanáticos religiosos barbudos tiene un apellido más propio que el de "internacional", puede acarrear la inmediata acusación y consiguiente condena sumaria por machista, racista, supremacista, homófobo, fascista...

Todo esto empezó hace décadas en los campus universitarios anglosajones, centrado en las facultades de letras y ciencias sociales (sobre todo, en los llamados estudios culturales y de género y en la teoría crítica), para acabar permeando buena parte de la intelligentsia progresista del mundo occidental: profesores, políticos, periodistas, escritores, actores, artistas... Hasta la derecha civilizada de los países más avanzados ha acabado asumiendo algunos de esos postulados y practicando la consiguiente autocensura. Por ejemplo, el mismo Rajoy (voy a tener la generosidad de considerar al PP como derecha civilizada) habla de "terrorismo internacional".

Muchos estamos atrapados entre dos muros: el de esa grotesca ortodoxia posmoderna y el de la porquería declarada y verdaderamente machista, racista, supremacista, homófoba y fascista vomitada por energúmenos más fáciles de encontrar en el fondo sur de un estadio o en un acto electoral de un partido populista ultra que en un cineclub o una conferencia sobre sostenibilidad. Esta nueva Inquisición alimenta además a esos ultras, que como Donald Trump o Marine Le Pen se presentan ante el electorado como los únicos políticos que hablan sin pelos en la lengua de lo que forma parte de su realidad cotidiana. Personas razonables pueden verse inclinadas a votar a populistas de derecha porque, a diferencia de otros competidores en las urnas acogotados por la corrección política, estos al menos parecen llamar al pan pan y al vino vino.

Lo cierto es que hay buena gente que ya está harta de que les tilden de racistas por resistirse a ser vecinos de clanes delincuenciales, o de fachas por demandar que los psicópatas violentos (víctimas sociales en el imaginario izquierdista posmoderno) se pudran en la cárcel para evitar más estragos a la sociedad. Y hay hombres decentes que ya están ahítos de que se considere que solo las mujeres pueden ser víctimas y nunca mienten. Y no pocos homosexuales indignados de que aquí se les defienda frente a nuestra tradición cristiana pero no frente a otras importadas, para así no herir sensibilidades supuestamente más respetables. Y no pocos heterosexuales que empiezan a ver cómo sus preferencias sexuales van quedando bajo la sospecha de agresivas y falocéntricas. Y muchos librepensadores y científicos perplejos ante el hecho de que esa izquierda acientífica y la derecha religiosa compartan cada vez más causas (la última parece ser la sexófoba). Si la izquierda no reacciona y se desembaraza del pesado fardo posmoderno, rompiendo con compañeros de viaje tan poco recomendables como feministas radicales y relativistas culturales, no nos sorprendamos luego del auge en las urnas de los apóstoles del odio, la brutalidad y la simpleza.

sábado, 3 de febrero de 2018

La vida como carrera o película (que carece de sentido sin su final)


Dentro de muy poco cumpliré 50 años. He concluido recientemente que si tuviera la oportunidad de volver a los 20, o a cualquier otra fecha del pasado, no lo haría. Esto lo tengo muy claro si se tratara de viajar instantáneamente a febrero de 1988 para en ese punto retomar mi yo veinteañero y volver a seguir el mismo camino que me ha traído al día en que esto escribo, pero con la diferencia de saber por anticipado todo lo que (para bien y para mal) me va a ocurrir. Vivir sabiendo lo que nos deparará el futuro no solo privaría de emoción y sentido a nuestra existencia sino que podría convertirla en una auténtica pesadilla.

Pero también tengo pocas dudas de que sería estúpido optar por repetir ese camino aunque desconociera lo que vendrá, como si fuera la primera vez. ¿Por qué? Porque ya lo he recorrido, lo conozco bien y forma parte de mi historia, de lo que soy a día de hoy. 30 años más tarde me encontraría de nuevo aquí en la misma situación: sería como estar corriendo los 100 m lisos y retroceder, cuando ya has hecho la mitad, a la cota de los 20 metros. Más tarde o más temprano llegaremos al final de la carrera, al final de la película. ¿Es razonable estar viendo en bucle solo la primera mitad de una película, sin adentrarnos en su desenlace?...

Habría una tercera opción, consistente en volver a febrero de 1988 para luego tomar cualquier otro camino del Multiverso. En ese caso, treinta años después no estaría aquí escribiendo esta entrada. Pero no solo eso, ya que no existiría mi hijo ni conocería a muchas de las personas con las que me he cruzado en estas tres últimas décadas (algunas de ellas, a diferencia de en este universo, no habrían llegado vivas a 2018; otras, por el contrario, seguirían viviendo). Mi historia sería otra distinta, y alcanzada la edad de 50 años -si no hubiese perecido antes- podría plantearme lo mismo que ahora en este blog... o acaso no. Puede que nuestras vidas ya se hayan repetido infinitas veces en sus infinitas variantes. Aunque, para ser estrictos, mi vida solo se corresponde con una de esas variantes (en las demás no soy yo).

"Pronto sabré quién soy", escribía algo ilusionado, sintiendo la proximidad de su muerte, Jorge Luis Borges. Quizá la cuestión sea no solo vivir sino repasar toda nuestra existencia al final para encontrar en ella algún sentido o enseñanza. Un repaso que para un observador externo de nuestro yo físico recién muerto duraría aparentemente unos segundos, pero que en el etéreo espacio interior subjetivo de nuestra conciencia podría alargarse asintóticamente hasta el infinito.

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