domingo, 27 de enero de 2019

España desde el centro y desde la periferia

Javier Barrientos invitaba hace unos días en Twitter a decir "región" en vez de "comunidad autónoma", con el argumento de que "poco a poco iremos saliendo de ese centrífugo embudo en que se ha ido convirtiendo España". Lo que viene a continuación es una edición compactada de mis comentarios a su tuit, detrás del cual hay una forma de concebir España desde su centro: no tanto un centro geográfico (limitado a Madrid y alrededores) como cultural e histórico (que abarca territorios de tradición castellana aunque no formen parte oficialmente de las dos Castillas políticas, caso de Extremadura, Murcia, La Rioja, Cantabria e incluso Andalucía).

Si la mayoría de vascos y catalanes no comparten esa idea de Barrientos, si solo se la creen madrileños, manchegos, murcianos, extremeños, riojanos o cántabros, veo absurdo el intento: solo sería una invitación a mucha gente a desconectar de España. A mí personalmente me resulta ridículo el término "región" para Canarias (recuerdo que a Ramón Tamames tampoco le gustaba, por sonarle a algo tan frío e impersonal como "hectáreas").

Cada cual ha de sentirse español (o no) a su manera. Pretender que vascos o catalanes no necesariamente nacionalistas se refieran a su tierra como "región" es algo forzado y contraproducente. No se pueden imponer denominaciones ni sentimientos. Otra cosa es la ley, desde luego. Deberíamos tener claro que todo intento de imponer desde el centro una determinada visión de España, sin contar con la periferia, está condenado al fracaso.

Dice Barrientos que esto no tiene nada que ver con los sentimientos. ¡Pero claro que pintan y mucho los sentimientos! Lo cierto es que para al menos el 75% de catalanes y vascos, la denominación "región" (con todas sus connotaciones centralistas y franquistas) no es de recibo, tanto como llamar castellano a un leonés. Decirles que lo suyo es una región es más o menos equivalente a gritarles "¡Pujol, enano, habla en castellano!" o "¡Se dice adiós, no agur!". Pretender arrebatar a País Vasco y Cataluña las competencias en educación (no niego la manipulación nacionalista de la historia en sus escuelas, pero no es mayor que la existente en la España franquista o la que pretende reintroducir la derecha nacionalista española) es enseñarles la puerta de salida y cualquier posibilidad de convivir juntos en un Estado plural.

Llevo en Madrid 25 años y doy fe de que la manera de concebir España es diferente en el centro que en la periferia. Y tengo la impresión de que es difícil que uno del centro se ponga en la piel y entienda a un periférico de "ocho apellidos". Y viceversa. Quiero dejar claro que esto va más allá de la política y trasciende el nacionalismo. Yo mismo soy antinacionalista (detesto todo nacionalismo, incluidos el español y el canario) y defiendo una España unida y solidaria, pero si alguien pretende que lleve todo el día un brazalete con los colores de la bandera rojigualda, pronuncie las ces como en Valladolid y sienta como propia tradiciones tan ajenas como la tauromaquia (culturalmente tan próxima a un canario como una sardana o una ceremonia zulú) me está echando fuera: me está desespañolizando sin quererlo.

martes, 15 de enero de 2019

Alianzas transversales en pos de buenas causas transversales (como el animalismo)

Soy socio de Greenpeace pero no comparto su oposición frontal a los transgénicos, ya que no hay evidencia científica de que supongan un riesgo para la salud (aunque los posibles efectos ecológicos y las cuestiones legales y socioeconómicas -abusos en las patentes y en su comercialización oligopólica- son discutibles y nada desdeñables). Soy socio de Amnistía Internacional pero estoy a favor de la cadena perpetua revisable e incluso no encuentro razones morales (aunque sí estéticas) para oponerme a la pena de muerte en ciertos casos. Me considero un socialdemócrata pacifista, pero ello no obsta para que defienda una política de mano dura contra la delincuencia violenta, el terrorismo y las organizaciones criminales. Y todo ello al tiempo de considerar que la vida de un sádico asesino no vale más que la de un buen perro, ni siquiera que la de una mosca o un abeto. Y de no descartar que estemos viviendo en una especie de simulación creada por alguna inteligencia superior que nos trasciende.

Lo cierto es que la gente suele asumir una ideología en bloque. Si es de derechas, toma todo el paquete del pensamiento conservador: nacionalismo, religiosidad, patriarcado, escasa o nula preocupación por el bienestar animal, recelo del extranjero y de una sexualidad no ortodoxa, etc. Si es de izquierdas, compra completo un pack progresista que incluye el agnosticismo o ateísmo, el feminismo, la defensa de los derechos de la comunidad LGTB, el internacionalismo (paradójicamente combinado con el nacionalismo si eres de una comunidad periférica), el relativismo moral (el "no hay culturas mejores que otras") y el buenismo (detrás del cual se halla la ignorancia de la naturaleza humana, la creencia de que somos una hoja en blanco al nacer que se puede editar culturamente de arriba abajo), este último también paradójicamente hermanado al maniqueísmo (¡los de arriba, a diferencia de el pueblo, sí que son malos!).

Sin embargo, esa tradicional divisoria izquierda-derecha está siendo zarandeada por la irrupción de megatendencias como el ecologismo (ya felizmente consolidada) y el animalismo, que suponen un desafío ideológico de primer orden para la izquierda. Yo no puedo concebir que una persona progresista simpatice con la tauromaquia, una salvajada impropia de un país civilizado. O que defienda la caza deportiva y se burle de vegetarianos y veganos. Como quizá un progresista genuino de hace 60 años no podría entender que alguien desde la izquierda no asumiera plenamente los derechos de los homosexuales. Por eso estoy totalmente en desacuerdo con el autoproclamado izquierdista Mauricio Schwarz, que considera que esas cuestiones son poco menos que paparruchas feng shui. La ciencia es otro reto para la izquierda, todavía muy anclada a planteamientos académicos desfasados (propios de las "ciencias" sociales tradicionales) o sencillamente grotescos (los propios de la factoría intelectual posmoderna, a la que se adscriben los estudios culturales y de género).

Quizá el significado de la palabra progresista no sea el mismo en una ciudad que en un pueblo, en la Comunidad de Madrid que en la Región de Murcia. Realidades como la homosexualidad no solo han sido aceptadas en los países más civilizados por la derecha moderada, sino también por la extrema derecha (recordemos que el líder ultra holandés Pim Fortuyn, asesinado en 2002, era declaradamente gay). Aunque la actriz Brigitte Bardot milite ahora en el ultraderechista Frente Nacional, no puedo más que compartir su rechazo del especismo o de la tauromaquia: en eso la siento más próxima que un izquierdista andaluz taurino y cazador. Y el ecologismo, aunque ligado inicialmente a la izquierda, empieza a ser ya algo transversal más relacionado con el desarrollo social de una comunidad que con la ideología. En promedio, seguro que un conservador sueco tiene una mayor conciencia ecológica que un socialista almeriense.

En conclusión, que a la hora de forjar alianzas para defender causas justas como el ecologismo o los derechos de los animales, así como la cadena perpetua revisable o el combate implacable a las mafias y el terrorismo, habrá que contar a veces más con enemigos ideológicos que con amigos (también para la defensa de un análisis científico, riguroso y sosegado de la realidad de la violencia de género). Y no es malo que así sea. En eso consiste la democracia, en la convivencia civilizada entre personas con distintas ideas bajo un marco consensuado más allá del cual no puede imponerse nada aunque nos parezca una barbaridad (por ejemplo, que las corridas de toros sean legales). Muchas veces será necesario convencer a algunos amigos haciendo palanca junto a algunos enemigos para incluir o excluir más cosas en ese marco consensuado.

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