lunes, 29 de septiembre de 2014

Haciendo historia al salir en coche del supermercado

Tras hacer la compra en el supermercado, abandoné el garaje del centro comercial por una salida diferente a la de siempre. Esto suponía salir a la superficie por una calle perpendicular a la habitual. Al cabo de unos 150 metros, tras haber doblado la esquina, pasé con el coche por delante de la otra salida. Pensé: si hubiera tomado ésta, mi coche estaría ahora mismo algo más adelantado, quizá ya en el paso de peatones junto a la rotonda, por donde cruzaba en ese momento una mujer.

Fue un acontecimiento trivial fruto de una decisión no menos trivial. Pero supe que los hilos con que se teje la historia universal no eran los mismos al salir por un lado en vez de por el otro. No era necesario haber atropellado a la mujer del paso de peatones (o haberlo evitado) como consecuencia de tomar la salida infrecuente: la diferente ruta modificaba ligeramente los movimientos de los actores desplegados en el espacio-tiempo, lo suficiente como para tener un impacto global significativo. Mi coche ya no pasaría por los distintos hitos de la carretera de vuelta a casa en el mismo instante en que lo hubiese hecho de haber tomado la otra salida, lo que necesariamente condicionaba el curso de los acontecimientos a lo largo de todo el recorrido e incluso más allá de éste a causa de innumerables ramificaciones (por ejemplo, una persona que no hubiera logrado cruzar la calle diez minutos después -por el paso de varios coches seguidos, entre ellos el mío adelantado-, podría haber decidido pararse a hacer una llamada telefónica, con lo que hubiera ejercido de correa transmisora no local al influir -¡y a saber cómo!- en los movimientos de un receptor que acaso estuviese en el baño, conduciendo o en una reunión importante).

Sentí como si hubiese empujado con mi voluntad una ficha de dominó contra una de las dos hileras enormes de piezas dispuestas en aquel momento ante mí sobre el tablero cósmico (ojo: puede que no hubiese opción y todo estuviera programado desde el big bang para que saliera del centro comercial por donde lo hice). Entonces recordé una reciente entrevista al biólogo Richard Dawkins en la que sostenía que ninguno de nosotros estaría aquí de no haber existido Hitler y de no haber habido una Segunda Guerra Mundial (ya con esas -y esto lo añado yo-, de no haber existido Alejandro Magno y no haber derrotado Roma a Cartago). ¡Y es que tenía razón! La Segunda Guerra Mundial no solo mató a 60 millones de personas sino que afectó a cientos de millones más cuyos movimientos sobre el tablero espacio-temporal hubiesen sido otros que, con absoluta certeza, no habrían conducido a nuestro nacimiento (hay que tener presente que la concepción es fruto de la llegada de solo uno de varios cientos de millones de espermatozoides).

Como decía Dawkins, si el padre de Hitler se hubiese movido ligeramente -a causa, por ejemplo, de un ladrido de perro- antes de eyacular dentro de su esposa, Adolf no hubiese nacido (lo hubiera hecho otro muy parecido, pero no él). Y si Adolf Hitler no hubiese nacido, seguramente no hubiera habido una guerra como la acaecida entre 1939 y 1945 (por mucho que el pensamiento marxista subraye la importancia de las razones socioeconómicas de fondo, de los llamados elementos infraestructurales). Porque no hay nada determinado, porque las cosas pudieron haber seguido otro camino en 1939 (incluso antes, ya que Alemania pudo haber sido un Estado comunista en 1933 sin el factor nazi): una guerra más corta y menos cruenta, un pacto de última hora que la evitase, un mantenimiento del statu quo durante unos años más para luego acabar estallando el conflicto con más violencia si cabe (incluso con armas nucleares detonadas en Europa)....

En esta misma línea, Dawkins hace que nos remontemos 195 millones de años en el tiempo para ser conscientes de un hipotético suceso no descartable: el estornudo de un dinosaurio que se disponía a matar y comerse al individuo antecesor de todos los mamíferos (del que todos los humanos, cerdos, murciélagos y ballenas procedemos); sin ese estornudo, que habría permitido la huida de su víctima, yo no estaría escribiendo esto ni tú -amable lector- leyéndolo. Piénsalo cada vez que tomes alguna decisión, por corriente que parezca.

domingo, 21 de septiembre de 2014

España, el país del "me alegro que lo hayáis impreso en pleno overbooking"

Dada su impar idiosincrasia, España (yo diría que el mundo hispano en general) es un país en el que se juntan el desdén por la corrección del idioma (fruto de un lamentable sistema educativo y del lastre de siglos de absoluta incuria cultural) con el uso o desuso de palabras solo para señalarse socialmente como alguien culto: o sea, para hacerse el fino o no pasar por un zoquete en público.

Ya desde hace años advierto que nuestros políticos eluden sistemáticamente el "de que" (huyendo del temido dequeísmo), lo que les hace incurrir muchas veces en queísmo (una incorrección no menor que la anterior, pero menos evidente y carente de su estigma). Busquen algún vídeo o audio en el que Aznar, Zapatero o Rajoy digan "de que": ¡difícil empresa! Es obvio que detrás de este curioso fenómeno se encuentran las instrucciones de consejeros y jefes de gabinete preocupados por evitar una mala imagen del líder.

Este antidequeísmo indiscriminado se ha acabado filtrando a las capas sociales más preocupadas por distinguirse del populacho que de la corrección lingüística, alcanzando a empresarios, periodistas, profesores universitarios (exceptuando filólogos, quiero pensar), funcionarios, etc. También empieza a ser difícil encontrar entre esa gente quien diga "he imprimido": el "he impreso" se ha impuesto, pese a ser tan correcto un participio como el otro. Incluso te miran mal si usas el imprimido (yo, por cierto, no desaprovecho la ocasión de hacerlo).

Por otra parte está el creciente uso impropio de anglicismos glamurosos como overbooking, palabra que no tiene nada que ver con que un sitio esté lleno o abarrotado (significa algo bien diferente: que se han vendido o hecho más reservas de las disponibles para viajar en un medio de transporte o alojarse en un hotel). Ya no hablemos del mundo empresarial, con sus product managers, deadlines, targets, headhunters, etc. Y qué decir del ámbito superfashion de la moda y del de Internet (ese hogar, por cierto, de tanto analfabeto digitalizado 2.0).

Estas son al fin y al cabo tonterías, minucias comparadas con el maltrato diario a nuestra lengua tanto en papel como en Internet (compárese la calidad de la Wikipedia en español con la inglesa). Es cierto que los idiomas no sufren, no son seres vivos con sistema nervioso, pero su descuido -sobre todo el de la sintaxis- hace que el conocimiento, la comprensión y la comunicación (¡para eso están precisamente las lenguas!) se hagan más difíciles para los humanos. Textos incomprensibles e infumables, bodrios ininteligibles, proliferan incluso en juzgados, instituciones académicas y medios de comunicación. Qué calidad podemos pues esperar de nuestra educación y nuestra ciencia. ¡Incluso de nuestra democracia!

sábado, 13 de septiembre de 2014

Un extraño sueño con el karma de fondo

Anoche tuve un extraño sueño que me ha tenido reflexionando a lo largo de la mañana. Yo estaba en Vitoria, aunque el paisaje onírico era muy parecido al del barranco de Tejeda en Gran Canaria (mi isla natal). Iba en una especie de tren elevado y vi pasar en sentido contrario a un amigo español residente en Washington -se le veía muy contento- que viajaba de turismo a la capital vasca con quienes parecían ser unos familiares. Los trenes pararon, nos bajamos y tuvimos ocasión de saludarnos y expresar nuestra sorpresa por tan inesperado encuentro.

Mi amigo portaba bajo el brazo una especie de gran melón que se le cayó mientras charlábamos y, tras botar, se precipitó al abrupto barranco que se extendía más allá de la barandilla del paseo (insisto: ¡parecía Tejeda!). Yo le dije, bromeando despreocupado por el incidente: "¡A ver si le va a dar a alguien en la cabeza!". Lo cierto es que vimos caer el melón con una inquietante trayectoria que conducía directamente a una mujer que se encontraba más abajo, en un estrecho saliente, junto a una autocaravana. Al ver que el objeto iba a golpear con fuerza a su vehículo, la mujer se subió rápidamente al volante para intentar esquivarlo con alguna maniobra (eso fue, al menos, lo que pensé). Fue en vano. Encima, el impacto hizo que volcara la autocaravana con ella dentro y se despeñara por el abismo en medio de un gran estrépito, llevándose de paso por delante a algunas personas que estaban más abajo.

Mi amigo observaba absorto, con una incrédula sonrisa inicial -cuando el melón se le escapó- que se fue convirtiendo en mueca amarga y de consternación al seguir la caída del voluminoso fruto barranco abajo. Yo no sabía qué decirle. Nos habíamos quedado de piedra, en silencio. Solo se me ocurrió musitarle, con afecto: "Tranquilo, tú no tienes la culpa, Alberto". Pero no me cabía duda de que él había sido colaborador necesario -aunque involuntario- de esa tragedia. Como tampoco dudé de mi papel también necesario en esa historia: si no nos hubiésemos encontrado, no habría ocurrido.

Quizá este sueño guardase relación con mi lectura estos días del Libro tibetano de la vida y de la muerte de Sogyal Rinpoche (inspirado en el milenario Libro tibetano de los muertos o Bardo thodol) y del concepto del karma allí expuesto. Lo cierto es que una terrible desgracia había sucedido ante nuestros ojos solo por culpa de una infausta disposición de personas y objetos en el espacio-tiempo. Puesto que no había habido intencionalidad por parte de mi amigo, se trataba de un acto sin impacto kármico: o sea, conforme al budismo, no le acabaría pasando factura en esta vida o en una posterior. Si acaso, habría que culpar a las leyes de la Física.

Salvando las distancias, el sueño me recordó lo ocurrido hace unas semanas al ir en bici por un camino cercano a casa. Me topé de repente con una nutrida fila de hormigas, atravesando el camino todo a lo ancho, que no me dio tiempo a sortear (solo mato deliberadamente en defensa propia y, por fortuna, no he tenido que ir más allá de mosquitos intrusos). Si me hubiera quedado en casa, o hubiese optado por un paseo a pie, una docena de hormigas no hubiera muerto aplastada bajo las ruedas de mi bici. Ese día recordé, a su vez, la lectura de Un silencio escalofriante del físico Paul Davies, quien sostiene que el único temor a extraterrestres que debemos albergar es el de cruzarnos en su camino a modo de una columna de hormigas (los humanos no se molestan en matarlas, como tampoco en evitarlas si se les cruzan andando; esa misma indiferencia, pero hacia nosotros, es lo que cabría esperar de supuestos extraterrestres más inteligentes que los Homo sapiens).

¿Y la Justicia? El karma da una respuesta a esta pregunta al abrir el plano más allá de una vida individual. Porque si nos ceñimos a la única existencia que conocemos (la carnal en este Universo), es evidente que la Justicia no existe... Salvo que la vida sea como un videojuego ejecutado sobre el tablero del Multiverso en el que jugador y personajes fueran Uno y siempre el mismo (llámese Dios, Ser, Brahman, GADU, etc.). ¿Y por qué juega?... ¡Gran misterio!


PLATÓN O EL PORQUÉ (Wislawa Szymborska)

Por oscuros motivos,
en desconocidas circunstancias
el Ser Ideal ha dejado de bastarse a sí mismo.

Podría haber durado y durado, sin fin,
hecho de la oscuridad, forjado de la claridad
en sus somnolientos jardines sobre el mundo.

¿Para qué diablos habrá empezado a buscar emociones
en la mala compañía de la materia?

¿Para qué necesita imitadores
torpes, gafes,
sin vistas a la eternidad?

¿Cojeante sabiduría
con una espina clavada en el talón?
¿Desgarrada armonía
por agitadas aguas?
¿Belleza
con desagradables intestinos en su interior
y Bondad
-para qué con sombra,
si antes no tenía-?

Ha tenido que haber algún motivo
por pequeño que aparentemente sea,
pero ni siquiera la Verdad Desnuda lo revelará
ocupada en controlar
el vestuario terrenal.

Y para colmo, esos horribles poetas, Platón,
virutas de las estatuas esparcidas por la brisa,
residuos del gran Silencio en las alturas...

lunes, 8 de septiembre de 2014

Alegato anticonsumista de pringado (en España)

No es posible superar el capitalismo sin una honda transformación cultural que haga mucho más sencillas y austeras (y, con ello, más ricas) nuestras vidas, al tiempo de convertirnos en ciudadanos con mayúsculas: educados, bien informados y muy exigentes con los políticos y las empresas. No sirve de nada esgrimir las maldades del neoliberalismo cuando la inmensa mayoría de la población, y no solo en los países desarrollados, está atrapada a gusto en las redes del más grosero consumismo y materialismo. 

Solo estaremos en el buen camino (casi diría que en el camino de la supervivencia de la especie) cuando no demos tanta importancia a las marcas de ropa y cosmética, los teléfonos inteligentes, los coches de alta gama y otros juguetitos de lujo. Cuando veamos menos telebasura y más documentales. Cuando vayamos en bicicleta al trabajo o circulemos por la autopista por debajo de 120 km/h sin temor a que nos cuelguen la etiqueta de pringado. 

De hecho, esta es la tendencia en los países cultural y socialmente más avanzados del mundo. Si vas en cochazo al trabajo (ya no digamos si te lleva un chófer con gorra, como es el caso de un catedrático español de universidad pública afecto al anarcocapitalismo y el Tea Party) o te compras glamurosos bolsos de piel de diseño, en la rica Noruega quedas como un palurdo y un hortera.

Al igual que en Berlín o en la bahía de San Francisco (donde ir al trabajo en chanclas es cool porque se valora la profesionalidad y no la marca del traje), lugares donde ya hay suficiente masa crítica de ciudadanos para impulsar una nueva manera de vivir más austera, equilibrada, sana, feliz y amable con el medio ambiente. No es casual que en estos sitios haya mucha gente que se desplaza en bici y es vegetariana. Y también, por otra parte, que se muestra abierta a la inmigración (siempre y cuando no porte valores reñidos con una convivencia civilizada) y acepta con naturalidad la homosexualidad. No es casual que en ellos no se coma una rosca la derecha, haya una alta preocupación por los animales, tenga tanto predicamento la comida orgánica y no vaya a misa ni el Tato.

Esa es la meta, ese es el camino para superar inteligentemente el capitalismo sin grandes alharacas ni proclamas solemnes. La desgracia es que en España, pese a haber avanzado, seguimos siendo unos cafres. El otro día me encontré en la parada del bus a un chico que trabaja en mi empresa de limpiador. Siempre le había visto dentro con ropa de faena. En la calle pude advertir que lucía una ropa y unas zapatillas supercaras, además de un smartphone de varios cientos de euros. Yo, que quizá gane el doble que él, llevaba un polo de hace cinco años, unos vaqueros normales y unas zapatillas de 5 euros del Alcampo, así como el móvil cutre que me regaló mi compañía a cambio de seguir con ella. Y nada de relojes u oro. En este país abundan los curritos como ese, que se ventilan buena parte del sueldo en trapos, quincalla y juguetitos. Y en coches potentes con los que ir a toda pastilla.

Estoy convencido de que hay gente que no entiende mi indiferencia a este respecto, o que acaso la tome como una pose o incluso un berrinche (¿quizá por no poder permitírmelo?). Sinceramente, no pueden importarme menos esas cosas: ya tengo suficiente con mi coche de hace 12 años, mi bicicleta de 100 euros, mi Kindle, mis zapatillas deportivas desgastadas para patear por el campo, mi móvil gratuito y mi ordenador conectado a Internet para informarme y escribir estas líneas. A ojos tanto del limpiador mileurista de mi curro como del conductor pepero de un 4x4 (comprado solo para ir a llevar y recoger sobre asfalto al niño al cole privado) con banderita de España en el salpicadero -un tipo humano abundante en la sierra de Madrid-, yo sería un pringado por ese desdén hacia lo material y las modas. Me importa poco que lo piensen. Tengo además la suerte de relacionarme con gente que comparte mi neohippismo y mi desprecio hacia esos tipos (sobre todo a los segundos -los del 4x4-, a cuenta de los cuales nos echamos frecuentes y saludables risas).

Uno no puede ser excesivamente optimista aquí, dada nuestra falla educativa y cultural. ¡Y qué decir del resto del mundo, por ejemplo de China (paraíso del consumismo más inmundo)! Pero aunque el cambio no fuera posible a nivel español o global, nosotros podemos hacerlo realidad en nuestro ámbito personal sin necesidad de votar con los pies (o sea, de irnos a vivir a Noruega, San Francisco o Berlín). Nadie nos obliga a comprar o consumir productos innecesarios -e incluso inmorales por lo que hay detrás de su fabricación-, ni a estar todo el día viendo anuncios y demás mierda en la tele. Desde luego que podemos, porque es algo que solo depende de nosotros. Y que da una enorme libertad.

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