La democracia peligra en Occidente. No es una sorpresa para toda persona medianamente informada. Desde hace años se vienen sucediendo señales y síntomas de que el sistema de libertades que gozamos, cuya conquista costó tanta sangre, sudor y lágrimas a nuestros antepasados, podría estar al borde del abismo. Y, por desgracia, no hay muchas razones para ser optimista.
En su libro Síndrome 1933, el italiano de origen judeo-turco Siegmund Ginzberg constata de manera muy inquietante las semejanzas entre nuestro mundo actual y el de los primeros años 30 del siglo pasado: el deterioro de las instituciones, el desprestigio de la actividad política, la polarización ideológica, el antiintelectualismo grosero, la deshumanización del adversario, el creciente recurso a la violencia política... La memoria histórica, que había funcionado eficazmente como vacuna para conjurar siniestros fantasmas del pasado, empieza además a evaporarse: en España, no pocos veinteañeros apenas saben quién era Franco y qué hizo; en Alemania, los jóvenes vuelven a sentirse atraídos por los herederos ideológicos de quienes destruyeron su país y casi toda Europa hace 80 años.
En su ensayo Nexus, el historiador israelí Yuval Harari apunta el nocivo efecto de las redes sociales sobre la verdad, la convivencia y la propia democracia, por culpa en parte de algoritmos que priman la viralidad por encima de cualquier otra cosa. Un ejemplo terrible es el de las matanzas de la minoría rohingya en 2016 y 2017 en Birmania, instigadas involuntariamente por un algoritmo de Facebook empeñado en presentar a los usuarios birmanos vídeos muy virales incitadores del odio. Facebook y X (el Twitter rebautizado por Elon Musk) también ha sido utilizados exitosamente para interferir de manera deliberada en procesos electorales, como el que condujo el año pasado a la segunda presidencia de Trump.
Un elemento característico de nuestras sociedades es la desinformación generalizada. Antes de Internet y las redes sociales, la mayoría de la gente pasaba ampliamente de la política y había mucha ignorancia a ese respecto. La democracia y sus libertades se daban y se siguen dando erróneamente por sentadas, tanto como el aire que respiramos. El problema ahora no es tanto la ignorancia como la desinformación, muy relacionada con la infoxicación: la permanente exposición a un torrente no filtrado de información, buena parte de la cual es errónea o falsa. Todo el maravilloso saber humano está a nuestra disposición a golpe de clic, pero contenido en un gigantesco estercolero donde hay que saber buscar.
Las redes sociales nos han conectado mucho más, pero al precio de potenciar la desinformación, polarizarnos políticamente, promover trastornos psicológicos (como la anorexia) en los más jóvenes y empoderar a cualquier necio o ignorante que sepa al menos abrir un blog, subir un vídeo a YouTube o poner un tuit o un tiktok. La democratización de la producción de contenidos informativos, culturales y de entretenimiento (antes había que pasar el filtro de una editorial, un consejo de expertos o una productora) ha supuesto la quiebra del principio de autoridad, abriendo la puerta a una legión de influencers que antes de la era de Internet solo podían aspirar a jugar en la liga de los cuñados y ahora sientan cátedra en nutrición, epidemiología, dermatología, gestión forestal, meteorología o relaciones internacionales. Que cualquiera pueda publicar lo que le plazca sin ningún control de calidad y veracidad, compartiéndolo fácilmente sin cortapisa alguna, no podía salirnos gratis: lo vimos en la pandemia de Covid (con los movimientos antivacunas) y lo seguimos viendo con el negacionismo del cambio climático, así como en modas disparatadas como el sunburning (tomar el sol sin protección), la ingesta de carne cruda o la pigmentación del iris para cambiar el color de los ojos. Episodios políticos como el Brexit o las victorias en las urnas de ultras populistas no habrían sido posibles sin este clima de desinformación.
Todo esto se enmarca en un escenario socioeconómico problemático, en el que hay perdedores de la globalización que afrontan con mucha inseguridad el futuro. La creciente población inmigrante, cuya integración no suele ser fácil y que en ocasiones prospera a ojos de los nativos empobrecidos, se convierte en el chivo expiatorio propicio. El populismo se nutre de ese malestar social, de la frustración por no encontrar trabajo o tener una ocupación muy mal pagada, de no poder permitirse una vivienda digna o una sanidad de calidad, de los problemas de inseguridad en las calles asociados a una inmigración descontrolada, del rencor de algunos hombres hacia mujeres más preparadas y mejor pagadas que ellos, del sentimiento de agravio de las clases más bajas ante élites económicas y culturales que supuestamente las desprecian y ningunean. Y los populistas aprovechan las redes sociales como potentes altavoces multiplicadores de su ideología divisiva y tóxica, presumiendo de ser pueblo y hablar el lenguaje del pueblo (aunque sus líderes sean habitualmente multimillonarios).
A las redes sociales se ha sumado como potencial amenaza una IA puesta al servicio de gobernantes con vocación de autócratas. No obstante, Harari explica que un sistema democrático es más resistente a sucumbir a una IA maligna que una autocracia, al incluir en su red una oposición política, una justicia independiente y medios de comunicación libres. Si el tirano ya está establecido, si se ha deshecho de esos obstáculos (en ello están Orban, Erdogan o Trump, siguiendo la estela de Putin), el riesgo de una superinteligencia en sus manos es el de una dictadura totalitaria perfecta como la de 1984 de Orwell.
El autor de Síndrome 1933 considera que, a la vista de la experiencia de la Alemania de entreguerras, "las elecciones libres son la sal de la democracia. Sin embargo, en exceso no le hacen ningún bien. De hecho, existe el riesgo de que la maten". "El caso de Weimar representa un clamoroso ejemplo de cómo se puede llegar a la catástrofe no por el desapego, sino por una mayor implicación del electorado", añade más adelante. Otro de los parecidos con la Europa prebélica de 1933 es el sorpasso de la derecha populista a la tradicional, como ya ha ocurrido en Francia e Italia y amenaza con suceder en otros lugares como España o Alemania. La izquierda socialdemócrata también ha sido superada en varios países por la izquierda radical. El mapa político de la Europa de 2025 ya poco tiene que ver con el surgido tras la II Guerra Mundial, con democristianos, liberales y socialdemócratas como fuerzas moderadas articuladoras de la centralidad.
La epistocracia (una democracia restringida a quienes acrediten ciertos conocimientos de lo que están votando) es la idea que plantea Contra la democracia, un provocador ensayo de 2016 del norteamericano Jason Brennan que la presenta como el posible remedio para salvar a la democracia de la ignorancia y necedad del electorado. No creo que ande muy equivocado, a la vista de muchos resultados recientes en las urnas. Aunque todo político con aspiraciones siempre dirá que el pueblo es sabio y nunca se equivoca, lo cierto es que son mayoría los que Brennan etiqueta como hobbits (totalmente indiferentes a la política) y hooligans (votantes irracionales y sesgados), muy vulnerables a la desinformación.
Por si fuera poco, tenemos en Europa la amenaza militar de Rusia, donde un autócrata nacionalpopulista ha erigido, con el apoyo de buena parte de su pueblo, un régimen neozarista (que pone una vela a los zares y otra a Stalin) por el que suspiran todas las ultraderechas de Occidente. Ello no es incompatible con tener unas excelentes relaciones con el régimen chino, la monarquía norcoreana o sátrapas populistas de izquierda como Maduro u Ortega. La amenaza rusa coincide con una Unión Europea inane y asediada por los populismos. Y con unos EEUU en una marcada senda autoritaria e incluso guerracivilista, con Donald Trump como epítome del triunfo de la mentira, la ignorancia, la brutalidad y la grosería.
Desde luego, si perdemos la democracia será en buena medida por nuestra culpa. Los ciudadanos seremos los principales responsables porque somos los que llevamos a populistas al poder y les reímos las gracias, los que no hacemos el esfuerzo de contrastar las noticias que nos llegan por las redes sociales, los que damos pábulo a voceros magufos y conspiranoicos. Ya dijo proféticamente Carl Sagan que sin pensamiento crítico estaríamos a merced del primer charlatán que nos pasase por delante. Uno de esos charlatanes ya tiene a su alcance el botón rojo nuclear de EEUU. No es para estar precisamente tranquilos.
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