Hace un año critiqué en este blog la soberbia intelectual del cientificismo por pretender que la ciencia es la única fuente válida de conocimiento. Fue en una entrada en la que traía a colación a Federico Faggin y Àlex Gómez-Marín, dos personas que no solo comparten formación científica sino también haber tenido una experiencia paranormal (mística, en el caso de Faggin; cercana a la muerte, en el de Gómez-Marín) y cambiado su campo de actividad profesional (la ingeniería eléctrica y la física, respectivamente) por el estudio de la consciencia, en el que se han destacado por sostener enfoques heterodoxos.
El cientificismo conlleva una mirada estrecha del mundo y suele imbuir a quienes lo profesan de un espíritu inquisitorial contra cualquier intento de salirse un milímetro de su marco. La metafísica seria y la experiencia mística son objeto de su desprecio, metiéndolas en el mismo saco que el de la superchería y la pseudociencia. Hay que reconocer que la frontera de estas con aquellas es a veces tenue, pero no menos que la que separa lo cursi de lo sublime. Ahí está el buen criterio de cada cual para distinguir lo uno de lo otro. El cientificista considera que si la ciencia no puede dar respuesta a algún misterio, no habría respuesta posible a este desde cualquier otro ámbito. Además, toda pregunta al respecto carecería de sentido. Entre estas preguntas figuran las de por qué existe algo en vez de nada, qué es la materia/energía, qué son las verdades matemáticas, qué significado tiene el infinito o en qué etéreo espacio moran los sueños.
El cientificismo obvia que la ciencia moderna tiene fundacionalmente unos límites, marcados en el siglo XVII por Galileo: solo puede referirse a la faceta objetiva del mundo, la mensurable que puede ser expresada lógica y matemáticamente. Pero la faceta subjetiva está fuera de su alcance por mucho que pretenda lo contrario. La neurocientífica Mary (estrella del olimpo de los experimentos mentales), que siempre ha vivido en un mundo en blanco y negro, puede tener un conocimiento objetivo completo de lo que es el color rojo (en términos físicos de longitudes de onda electromagnética), pero no sabe íntimamente lo que es la rojez hasta que un día sale de su mundo para entrar en un universo en color. Ese conocimiento íntimo no viene de su saber científico sino de su subjetividad, de su consciencia, de su "qué es ser la neurocientífica Mary".
Precursor del positivismo lógico, Ludwig Wittgenstein nos invitó a "callar" acerca de "lo que no se puede hablar", pero la curiosidad está inscrita en nuestra naturaleza (realmente, en la de todo ser vivo). No hay palabras para describir el acceso a un nivel inefable de la realidad, pero ello no quita que sea una realidad genuina e innegable (incluso hiperreal) para quien la experimenta. Pese a los espectaculares avances en el ámbito de la neurociencia, seguimos sin saber qué es la subjetividad. Solo una ciencia de la consciencia que integre la cara subjetiva del mundo en su marco analítico podría lograrlo, aunque está por ver que eso sea posible ya que la consciencia es el punto ciego de la ciencia. Todo nuestro conocimiento científico se canaliza a través de la consciencia, de modo que la pretensión sería la de tener un conocimiento de aquello merced a lo cual tenemos precisamente conocimiento. Como dice Erik Hoel, "las dificultades para crear una ciencia de la conciencia pueden significar que la propia ciencia es incompleta debido a la autorreferencia, de manera similar a como las matemáticas son incompletas, conforme a lo que demostró Gödel".
Gómez-Marín propone una mirada científica amplia que no descarte que la mente vaya más allá del cerebro (en línea con Henri Bergson, considera que el cerebro podría ser más una antena o filtro que un productor de contenidos). Y que tenga la audacia de acercarse al estudio de experiencias en los lindes de la normalidad, como las cercanas a la muerte o las místicas, y de fenómenos paranormales como la percepción extrasensorial. "No deberíamos frenar el progreso científico arrojando estigma sobre el enigma", dice el físico y neurocientífico español. "Tales anomalías son un regalo invaluable porque sugieren que nuestras actuales teorías son demasiado limitadas". Este planteamiento ya le ha supuesto ser linchado por una parte de la comunidad científica. Quizá no exagere Gómez-Marín al sostener que el cientificismo es la peor pseudociencia, por tratarse de un ejercicio de dogmatismo en el nombre mismo de la ciencia. Sin amplitud de miras, mucha imaginación y audacia, el estudio de la consciencia seguirá empantanado.

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