domingo, 31 de julio de 2011

Surtidores de sangre en el océano

Moby Dick es un libro duro. Los relatos de caza de ballenas de Herman Melville son tan buenos literariamente como turbadores: gigantes marinos paralizados de terror al verse acosados por los barcos humanos, coletazos desesperados con el cuerpo asaeteado por afilados arpones, surtidores que echan sangre coagulada en vez de agua, tiburones arracimados en torno a cetáceos fatalmente heridos para despedazarlos vivos a dentelladas en medio de un mar teñido de rojo... Y todo para alumbrar con el aceite de los animales muertos iglesias donde la gente reza, como dice el escritor norteamericano.

Si las ballenas supieran que muchos de quienes las persiguen desde hace siglos no solo se consideran los hijos de un supuesto Dios que los ha creado a su imagen y semejanza -en el colmo de la estupidez, algunos hasta creen que su tribu es la elegida entre todas-, sino que encima abrigan la esperanza de vivir eternamente tras su muerte en este mundo del que se precian de ser dueños y señores. Esto es tan ridículo que un alienígena de inteligencia muy superior a la humana se troncharía si no fuera por su patetismo (el extraterrestre seguramente se conmovería no solo de las ballenas sino también de sus verdugos humanos) y dramatismo (es una tragedia vivir en un Universo como este, sometidos a leyes físicas implacables y ajenas a todo sentimiento o valor moral).

Puede que la justicia no exista en el Cosmos, que sea solo una invención nuestra. Ahora bien, si hubiese algo que se le aproximase, no me cabe duda alguna de que un sumario universal de la infamia se debe estar instruyendo desde que el primer ser vivo consciente ejerce (aparentemente) su libertad. Y, desde luego, las matanzas de ballenas estarán ahí recogidas. Quizá nos salve nuestra inconsciencia, de igual modo que la justicia humana exonera de responsabilidad penal a los menores y a los incapacitados mentales.

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