Pongamos que Donald Hoffman está en lo cierto y existe una red interactiva de agentes conscientes cuyo fundamento serían las mismísimas partículas elementales. Fotones, electrones o quarks toman decisiones binarias ad libitum, o sea como les plazca o se les antoje (es como si invitaran a miles de personas en una encuesta a elegir entre 0 y 1, suponiendo que no estuvieran sesgadas por alguna de las dos opciones: el resultado final, en virtud de la ley de los grandes números, sería lo que entendemos por aleatoriedad). La elección del espín (algo así como el sentido de su giro) por un electrón es su única libertad, el único espacio no sometido al yugo de las leyes de la física: a este yugo quedarían uncidas sus otras dimensiones o grados de libertad (el electrón no elige su carga eléctrica ni su masa ni sus movimientos de un orbital atómico a otro).
Por encima de estas partículas que procesan un bit de información están los átomos, las moléculas, las células... hasta llegar a la consciencia individual emergente que conocemos con la denominación de Yo. Un bit, dos, cuatro, ocho, 16, 32, 64... Los agentes conscientes por encima de electrones y quarks están fuertemente determinados por las decisiones aleatorias (mejor dicho, ad libitum) de estos, pero a su vez influyen sobre ellos: Hoffman desafía así un principio básico de la física, al admitir la causalidad descendente.
Tengamos en cuenta que en cada peldaño emergente se alumbra terra incognita del espacio de posibilidades, o sea este se ensancha (¿podría esto explicar la causalidad hacia abajo?). Cuando alguien te llama para darte una grave noticia, tu subsiguiente malestar físico es consecuencia de un impacto emocional: tu mente emergente, tras procesar dicha información (en el espacio de posibilidades de electrones y quarks no se incluye recibir una llamada telefónica), está influyendo en tu cuerpo. Y cuando alguien se suicida está afectando radicalmente a los órganos, tejidos, células y moléculas de su cuerpo... Aunque la ortodoxia científica (reduccionista, ya que solo admite causalidad hacia arriba) sostiene que dicho suicidio es producto en última instancia de una complejísima dinámica de electrones y quarks del suicida. Y que si tus átomos se hallan en la isla de Bali el día de tu boda es también fruto necesario de tu dinámica atómica, por mucho que te parezca una decisión tuya (o de tu novia) autónoma.
Lo cierto es que tan pronto como en la evolución se alumbra (por muy improbable que sea) una molécula con un código autorreplicante, la aleatoriedad cede definitivamente el protagonismo al orden: la dinámica vital refuerza sobremanera la acción ordenadora de las leyes físicas, responsables de la formación tanto de esa molécula como de un átomo, una estrella o un planeta. El código perpetúa su información merced al mecanismo dinámico de ese cristal aperiódico, limitado por esas mismas leyes de la física de las que se vale. Aunque la copia del ADN es muy precisa, siempre hay unos pocos errores debidos a una aleatoriedad subyacente que no se puede erradicar en ningún mecanismo de relojería por mucho que nos acerquemos al cero absoluto de temperatura. Tales errores son de hecho necesarios para que entre en juego la selección natural, segando las copias menos aptas para la supervivencia y esculpiendo la complejidad de manera acumulativa.
Un cristal periódico o regular (como un diamante) es una manifestación de orden, pero no puede replicarse ni, por tanto, evolucionar por selección natural: un diamante es exactamente igual ahora que hace 300 millones de años, y no dejará de ser lo mismo (igualmente podría decirse de un huracán o un trozo de hielo, que portan escasa información). Solo un cristal aperiódico, tal como apuntó el gran físico austríaco que escribió Qué es la vida (redactado cuando aún se desconocía la existencia de los nucleótidos y del ADN con su doble hélice), puede contener información autorreproducible compleja y potencialmente inmortal. Pero para que la información genética se replique, así como para que sus portadores (los seres vivos) se mantengan luego con vida, es necesario robar orden del entorno en forma de energía libre (útil para hacer un trabajo): el orden o entropía negativa (neguentropía) de la vida se logra a costa de aumentar el desorden o entropía de su entorno, y su fuente principal de energía libre es el Sol.
Nuestras decisiones como humanos, pero también como ballenas, pangolines, abejas o bacterias, no se toman aleatoriamente: nadie se comporta (desde buscar pareja, hacer un flan o conducir un coche) en función de la cara o cruz de una moneda. Una vez que el orden vital toma las riendas, nada es ya arbitrario: hay ahora un propósito. Ahora bien, en los cimientos sigue habiendo ruido (agitación térmica y fluctuaciones cuánticas) y entes cuya conducta es imprevisible: la incertidumbre está asegurada en todos los niveles. Por eso, además de errores en la copia del código genético (causantes de mutaciones insospechadas), siempre hay algo que se rompe o estropea (¡todos acabamos muriendo!) o no sale conforme a lo planeado. Es lo que tiene vivir en un universo que tiende naturalmente al desorden (pese a permitir islotes de orden, gracias a las leyes físicas), y en el que además todos sus agentes conscientes no dejan de ejercer su reducido, amén de insondable, margen de libertad. Porque en una red interactiva de agentes conscientes tu libertad está constreñida tanto por las leyes fisicas como por la relativa libertad de aquellos.
1 comentario:
Gran información.Gracias.
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