O sea, que una buena parte del electorado potencial del partido de Pablo Iglesias -una vez descontados los minoritarios simpatizantes de izquierda concienciados y no pocos socialistas desencantados- es el mismo que el de una formación populista de ultraderecha. Algo que, por supuesto, Iglesias sabe perfectamente. Pero todos los votos valen igual en democracia y sirven para aupar al poder. Y una fuerza política con vocación transformadora ha de tener la ambición de poner la pica en Moncloa, de ir más allá de la vara de mando en unos pocos municipios pequeños y los breves discursos dentro del grupo mixto del Parlamento ante un auditorio medio vacío.
Hugo Chávez no usó el término socialismo hasta que estuvo consolidado en el poder. Para llegar a la presidencia en un país como Venezuela no servían lecturas comentadas de Engels ni rancias proclamas leninistas: era mucho más eficaz apelar a Cristo, ponerse una gorra de béisbol y hacer guiños campechanos al pueblo llano en la televisión. Al igual que en Venezuela, y salvando las distancias (el perfil intelectual de Iglesias no es, desde luego, el mismo que el de Chávez), el éxito de Podemos en España debe mucho no solo a la desesperación de la gente por la crisis económica y al desencanto generalizado con la clase política sino también a la proyección mediática de su líder, convertido en un personaje popular gracias a sus brillantes intervenciones en las tertulias del TDT Party. ¡Qué ironía que la derechona mediática española, al servirse de él para dar un aire de pluralidad a sus programas, haya terminado catapultándolo a la fama!
La cuestión clave es que, aunque Podemos ganase en 2015 las elecciones, me temo que la mayoría social de este país no está verdaderamente por un cambio de modelo económico superador del capitalismo de casino, el desarrollismo ecológicamente insostenible, el grosero consumismo y el corrupto-clientelismo (este último, producto de la Marca España); muchos de sus potenciales votantes solo quieren que les den una solución a su problema: el de haberse quedado en paro y no poder seguir consumiendo a lo grande ni quemando gasofa con el coche de alta cilindrada comprado a crédito, como antes de la crisis.
Y con esos mimbres no se puede pedir mucho (ya reflexioné sobre ello tras la campanada en las elecciones europeas). Si esto fuera Islandia, yo estaría ilusionado ante una victoria de Podemos (ya solo por el necesario impulso regenerador, más allá de la inconcreción y contradicciones de su programa y de la contrastada tendencia de quienes están a la izquierda de la socialdemocracia a salvarnos sin nuestro permiso y a encontrar "enemigos del pueblo" hasta debajo de las piedras). Pero esto es España: solo hay que observar la conducción en sus carreteras, el estado de limpieza de las cunetas, la importancia dada a la educación y la cultura, la forma de hacer una cola, el interior de los contenedores destinados al reciclaje, las audiencias de la telebasura, la manera de trabajar -¡y de no hacerlo!- en las empresas (privadas y públicas) y la Administración, el trato a los animales...
Muchos de los futuros votantes de Pablo Iglesias serán pues los mismos que ya fueron víctimas del timo electoral del PP en noviembre de 2011. Los mismos que se creyeron las evidentes mentiras de Rajoy hace tres años piensan ahora que El Coletas (¡un preparao!) es quien les va a sacar de ésta, en la doble ignorancia -compartida con los genuinos votantes de izquierda del partido- de que se puede enmendar el modelo socioeconómico haciendo política solo en Moncloa y de que vicios muy arraigados en nuestro ADN cultural (incivismo, clientelismo, complacencia con la corrupción, etc.) se pueden erradicar solo a través de la acción de un Gobierno.
Los sensatos intentos de repudiar parte de la deuda y acabar con las políticas de austericidio, de lograr que los ricos paguen más impuestos y meter en cintura a los especuladores financieros, no pueden hacerse solo a nivel estatal: estas medidas, para no llevarnos al suicidio y ser eficaces, tienen que ser consensuadas y establecidas al menos en el marco más global de la Unión Europea. Por otra parte, de nada sirve que un Gobierno lo haga bien (suponiendo que así fuera en el caso de Podemos) si la base social del país no está en línea con sus esfuerzos. Por ejemplo, de qué sirve apostar decididamente desde el poder político por una economía sostenible si la gente sigue usando el coche para ir hasta la esquina, no apaga las luces del trabajo al irse a casa o sigue derrochando alegremente el agua. La culpa de estas cosas no es, desde luego, ni del capitalismo ni del neoliberalismo: es directamente nuestra, de los ciudadanos.
El siguiente paso electoral de esos votantes intercambiables sin ideología, al ver que no hay soluciones milagrosas y que incluso se hacen cosas que les disgustan (Podemos ha prometido suprimir la tauromaquia, cosa que deseo fervientemente), sería dar su apoyo a un ultraderechista dinámico y guapo que les convenza de que los extranjeros nos roban. Eso sería mucho más coherente con su condición apolítica y desinformada que el voto a Pablo Iglesias. Y también mucho más inquietante, sinceramente.
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