Por definición, todo lo que existe -lo percibamos o no, lo conozcamos o no- es natural. Y tan natural es una roca como un ojo, un plástico o una turbina. Estos dos últimos son producto de la acción transformadora de unos agentes naturales inteligentes autollamados seres humanos, mientras que los primeros son resultado de la compleja evolución de la materia inerte y de la viva conforme a patrones compatibles con las leyes físicas. En última instancia, la roca, el ojo, el plástico y la turbina son agregados de quarks y electrones que solo difieren en su disposición interna. Por otra parte, la maldad no es menos natural que la bondad, al igual que la destrucción no lo es menos que la creación ni la violencia que la paz.
El arraigo de la dicotomía aristotélica, después de tantos siglos, es lo que hace que sigamos distinguiendo entre cosas naturales y artificiales. Por eso no es raro que quienes solo han estudiado en el seminario catecismo, teología y filosofía escolástica, que quienes no tienen la más mínima idea de ciencia (ni ganas tienen de tenerla), prosigan con esa mandanga de la antinaturalidad. Por supuesto, una antinaturalidad estigmatizada como maligna y contraria a los planes del supuesto Creador. Como si todo lo natural (desde los huracanes hasta la Amanita phalloides pasando por los virus y las caídas libres desde una altura de doce pisos) fuera benigno, agradable, bueno, merecedor de ser protegido. Como si todo lo artificial (desde la calefacción hasta los fármacos antibióticos pasando por las lentillas, los aviones y los saxofones) fuera maligno, desagradable y despreciable.
La homosexualidad -inclinación no exclusivamente humana, singularmente frecuente entre los primates- no es antinatural. Podríamos decir que no es normal en el sentido de que no es mayoritaria. Pero la campana de Gauss es aplicable a todas las cosas: medir más de dos metros no es normal, pero no por ello antinatural; tener la inteligencia de Einstein tampoco es normal, pero a nadie se le ocurriría afirmar que está reñido con la naturalidad. Es obvio que la división sexual es consecuencia de la evolución y sirve al propósito de la reproducción de las especies (la humana inclusive, por supuesto), porque en caso contrario no hubiese pervivido. Una pareja homosexual es estéril a este respecto, y si todo el mundo fuese homosexual, si desapareciese el trato carnal entre hombres y mujeres -y no fuera reemplazado por masivas fecundaciones in vitro-, se terminaría la especie.
Pero una cosa es el origen de algo y otra bien distinta su uso posterior más o menos inteligente. Nuestro cerebro no se ha forjado en la larga historia de la evolución para que hagamos poesías o demostremos teoremas matemáticos, sino exclusivamente para permitirnos sobrevivir en un mundo de continuas y cambiantes asechanzas. Nuestras manos no se han liberado de su función locomotora para permitirnos jugar al balonmano o al dominó. Nuestro oído no se ha desarrollado para que podamos disfrutar de la música de Belle&Sebastian o aborrecer la de Madonna. Nuestros ojos no están ahí para que podamos ver diariamente en la tele a Belén Esteban. El sexo no existe para que nos solacemos estérilmente con él en sus múltiples variantes, sino solo para que nos reproduzcamos... Ahí es donde interviene la inteligencia, para servirnos de lo que tenemos -cerebro, manos, oídos, ojos, sexo- con propósitos diferentes a aquellos por los que nos ha sido legado por la Naturaleza. ¡Y tan natural!
Un blog personal algo abigarrado en el que se habla de física, cosmología, metafísica, ética, política, naturaleza humana, Unión Deportiva Las Palmas, inteligencia artificial, Singularidad, complejidad y un largo etcétera. Con una sección de pequeños 'Intentos literarios' y otra de sátira humorística ('Paisanaje'). Intentando ir siempre más allá del lugar común y el buenismo. Also in English: picandovoyenglish.wordpress.com
viernes, 27 de julio de 2012
sábado, 21 de julio de 2012
La Unión Deportiva Las Palmas y yo (I)
El 25 de mayo de 1975, cuando yo tenía 7 años y mi hermano Raúl cumplía 3, mi padre me llevó a ver el primer partido de fútbol de mi vida: un U.D. Las Palmas-Real Club Celta que cerraba la Liga de esa temporada. El encuentro era decisivo para el descenso -el que perdía se iba a Segunda-, y seguramente por eso fue declarado partido de la jornada por las emisoras de radio nacionales. Minutos antes de empezar a rodar el balón, mi padre me señaló a un tipo bajito que andaba camino de la cabina de retransmisión: era nada menos que el ínclito José María García, que venía a narrar el partido para la Cadena Ser. No estoy seguro de si nos sentamos en la grada norte o la sur del Estadio Insular (desde luego, no fue en la Naciente ni en la Curva). Por aquel entonces no existían los marcadores electrónicos: todavía había un señor que se encargaba de cambiarlo manualmente con casillas casi tan grandes como él. Recuerdo olor a puros, almohadillas viejas sobre gradas sucias, palabrotas, insultos al árbitro, tensión... La Unión Deportiva ganó finalmente 3-1 y mantuvo la categoría a costa del equipo vigués. Mi estreno como espectador había sido afortunado.
Mi siguiente recuerdo del equipo amarillo es de solo dos semanas más tarde: el 8 de junio de 1975, mi abuelo Nicolás estaba con la radio encendida en casa, alborozado por el 4-0 que le terminamos propinando al Real Madrid en la ida de los cuartos de final de la Copa (la última del Generalísimo). Al día siguiente se murió el gran defensa central Tonono, que llegó a ser capitán de la selección española. Me aterraba que la gente pudiera morirse tan joven y de esa manera, como de un día para otro (fue un extraño virus el que mató al futbolista aruquense). Y cinco días después, tampoco se me olvida la rasquera por la remontada del Madrid, que acabó ganando 5-0 en el partido de vuelta de la eliminatoria con alguna ayudita arbitral (al menos así se me antojaba oyendo la radio). Otro revés sería la final de la Copa del Rey contra el Barça en 1978, que vimos en casa en la tele (en la Primera de TVE, la única cadena que había por entonces en Canarias): perdimos 3-1 en el estadio Santiago Bernabéu (antes del partido, el Rey entregó al mismísimo Bernabéu la Medalla de Oro al Mérito Deportivo).
Sin embargo, la frustración como seguidor de la Unión Deportiva alcanzó un máximo en 1983, también en la última jornada de la Liga, en un partido contra el Athletic de Bilbao. Esa vez asistí al estadio con unos amigos del colegio para ser testigo del descenso del club a Segunda después de 19 años (perdimos 1-5, pese a habernos adelantado en el minuto 1) y al mismo tiempo del triunfo liguero de los bilbaínos -con Javier Clemente de entrenador- tras 27 años de sequía. Desde mi nacimiento, Las Palmas siempre había estado en Primera. Incluso llegamos a ser subcampeones de Liga en 1969 y a pelear en 1968 por el título hasta la penúltima jornada (el Real Madrid ganó la Liga con un gol en fuera de juego). También habíamos brillado en competiciones europeas, eliminando a históricos como el Torino o el Slovan de Bratislava. El descenso era algo impensable, casi físicamente imposible. Era desolador el aspecto de la Grada Naciente un cuarto de hora después del pitido final. El Indio, uno de los frikis de la ciudad (ya fallecido hace mucho, al parecer atropellado mientras se afanaba en dirigir el tráfico en las calles próximas a la playa de las Alcaravaneras), vagaba medio desnudo y sin rumbo por las gradas con su pluma en la cabeza, mientras hojas de periódico volaban barridas por viento y se escuchaban los alaridos sostenidos de ¡¡Athleeeeeeeeeeeetic!!
Solo estuvimos dos temporadas en Segunda. En la primera de ellas no conseguimos subir, pero a cambio llegamos a las semifinales de la Copa -en Cuartos nos cargamos al Castilla de Butragueño y Míchel-, y nada menos que contra el Barcelona de Maradona. Perdimos 2-1 en la ida y ganamos 1-0 en el Insular en la vuelta. Ahí estaba yo otra vez, en la Grada Naciente, con una entrada infantil pese a tener 16 años (era muy habitual ver a galletones entrando como infantiles con la complicidad de los empleados del club), para ver al astro argentino jugando por primera y única vez en Las Palmas. Por aquel entonces no regía el sistema europeo que prima, en caso de empate, los goles fuera de casa. Hubo prórroga y caímos en los penaltis: el Barça se metió en la final con el Athletic (esa final en la que Maradona acabaría llorando y con la camiseta rota tras una grotesca tangana). En aquel histórico partido en el Insular, un tolete le gritó "hijoputa" a Maradona, con una especie de altavoz casero, mientras calentaba sobre el césped: el argentino volvió brevemente la mirada hacia la grada y siguió a lo suyo. Es uno de los curiosos episodios que nutren mi colección de anécdotas futbolísticas.
Retornamos a Primera en 1985, y al año siguiente logramos ganar en casa tanto al Barcelona (con un soberbio 3-0 del que fui testigo en la Grada Curva, ¡qué golazo de Narciso de cabeza!) como al Madrid (un inolvidable 4-3 logrado en los últimos diez minutos, tras ir perdiendo 1-3, que viví en la Naciente mientras mi amigo Javier estaba en la Curva). De todos los partidos a los que he asistido, este último ha sido sin duda el más emocionante. La euforia desatada al final era indescriptible: un desconocido que estaba a mi lado me abrazó en medio de la clamorosa alegría que embargaba al estadio, a la ciudad y a toda la isla (y me atrevería a decir que al resto del archipiélago, ya que la Unión Deportiva todavía conservaba por entonces la aureola de selección de Canarias forjada en los gloriosos años 60 y 70, cuando los mejores futbolistas tinerfeños vestían de amarillo en un equipo integrado solo por canarios).
En 1988 se dieron las mismas circunstancias que en 1975: Las Palmas y el Betis se jugaban el pellejo en el Insular en la última jornada. Yo también me encontraba allí, esta vez para contemplar un nuevo descenso a Segunda (perdimos 1-2). De este duelo conservo en la memoria la imagen de los jugadores del Betis abrazados al final: parece que luego se pusieron a rezar en agradecimiento por la salvación. Lo más triste fue la despedida de la afición amarilla al equipo. Unos energúmenos empezaron a golpear las puertas metálicas de acceso a la Grada Norte y a insultar a los jugadores que salían del estadio. Qué injustos fueron estos mentecatos con algunos jugadores que habían dado tanto al club como el defensa Félix, que fue internacional con la Roja. Aún escucho dentro de mi cabeza las voces de hinchas furiosos e impotentes gritando ese impresentable clásico xenófobo de "Canarios somos, canarios seremos, y a los godos por culo les daremos". Ese descenso de 1988 marcó al club mucho más que el anterior, porque fue la antesala de la caída al pozo de la Segunda B -por primera vez en la historia amarilla- en 1992: una lección, más allá de los confines del fútbol, de que la vida da muchas vueltas y nunca puedes dar nada por ganado para siempre. Absolutamente nada.
(Foto de J. Pérez Curbelo del viejo Estadio Insular en 2008, tras cinco años de abandono)
Mi siguiente recuerdo del equipo amarillo es de solo dos semanas más tarde: el 8 de junio de 1975, mi abuelo Nicolás estaba con la radio encendida en casa, alborozado por el 4-0 que le terminamos propinando al Real Madrid en la ida de los cuartos de final de la Copa (la última del Generalísimo). Al día siguiente se murió el gran defensa central Tonono, que llegó a ser capitán de la selección española. Me aterraba que la gente pudiera morirse tan joven y de esa manera, como de un día para otro (fue un extraño virus el que mató al futbolista aruquense). Y cinco días después, tampoco se me olvida la rasquera por la remontada del Madrid, que acabó ganando 5-0 en el partido de vuelta de la eliminatoria con alguna ayudita arbitral (al menos así se me antojaba oyendo la radio). Otro revés sería la final de la Copa del Rey contra el Barça en 1978, que vimos en casa en la tele (en la Primera de TVE, la única cadena que había por entonces en Canarias): perdimos 3-1 en el estadio Santiago Bernabéu (antes del partido, el Rey entregó al mismísimo Bernabéu la Medalla de Oro al Mérito Deportivo).
Sin embargo, la frustración como seguidor de la Unión Deportiva alcanzó un máximo en 1983, también en la última jornada de la Liga, en un partido contra el Athletic de Bilbao. Esa vez asistí al estadio con unos amigos del colegio para ser testigo del descenso del club a Segunda después de 19 años (perdimos 1-5, pese a habernos adelantado en el minuto 1) y al mismo tiempo del triunfo liguero de los bilbaínos -con Javier Clemente de entrenador- tras 27 años de sequía. Desde mi nacimiento, Las Palmas siempre había estado en Primera. Incluso llegamos a ser subcampeones de Liga en 1969 y a pelear en 1968 por el título hasta la penúltima jornada (el Real Madrid ganó la Liga con un gol en fuera de juego). También habíamos brillado en competiciones europeas, eliminando a históricos como el Torino o el Slovan de Bratislava. El descenso era algo impensable, casi físicamente imposible. Era desolador el aspecto de la Grada Naciente un cuarto de hora después del pitido final. El Indio, uno de los frikis de la ciudad (ya fallecido hace mucho, al parecer atropellado mientras se afanaba en dirigir el tráfico en las calles próximas a la playa de las Alcaravaneras), vagaba medio desnudo y sin rumbo por las gradas con su pluma en la cabeza, mientras hojas de periódico volaban barridas por viento y se escuchaban los alaridos sostenidos de ¡¡Athleeeeeeeeeeeetic!!
Solo estuvimos dos temporadas en Segunda. En la primera de ellas no conseguimos subir, pero a cambio llegamos a las semifinales de la Copa -en Cuartos nos cargamos al Castilla de Butragueño y Míchel-, y nada menos que contra el Barcelona de Maradona. Perdimos 2-1 en la ida y ganamos 1-0 en el Insular en la vuelta. Ahí estaba yo otra vez, en la Grada Naciente, con una entrada infantil pese a tener 16 años (era muy habitual ver a galletones entrando como infantiles con la complicidad de los empleados del club), para ver al astro argentino jugando por primera y única vez en Las Palmas. Por aquel entonces no regía el sistema europeo que prima, en caso de empate, los goles fuera de casa. Hubo prórroga y caímos en los penaltis: el Barça se metió en la final con el Athletic (esa final en la que Maradona acabaría llorando y con la camiseta rota tras una grotesca tangana). En aquel histórico partido en el Insular, un tolete le gritó "hijoputa" a Maradona, con una especie de altavoz casero, mientras calentaba sobre el césped: el argentino volvió brevemente la mirada hacia la grada y siguió a lo suyo. Es uno de los curiosos episodios que nutren mi colección de anécdotas futbolísticas.
Retornamos a Primera en 1985, y al año siguiente logramos ganar en casa tanto al Barcelona (con un soberbio 3-0 del que fui testigo en la Grada Curva, ¡qué golazo de Narciso de cabeza!) como al Madrid (un inolvidable 4-3 logrado en los últimos diez minutos, tras ir perdiendo 1-3, que viví en la Naciente mientras mi amigo Javier estaba en la Curva). De todos los partidos a los que he asistido, este último ha sido sin duda el más emocionante. La euforia desatada al final era indescriptible: un desconocido que estaba a mi lado me abrazó en medio de la clamorosa alegría que embargaba al estadio, a la ciudad y a toda la isla (y me atrevería a decir que al resto del archipiélago, ya que la Unión Deportiva todavía conservaba por entonces la aureola de selección de Canarias forjada en los gloriosos años 60 y 70, cuando los mejores futbolistas tinerfeños vestían de amarillo en un equipo integrado solo por canarios).
En 1988 se dieron las mismas circunstancias que en 1975: Las Palmas y el Betis se jugaban el pellejo en el Insular en la última jornada. Yo también me encontraba allí, esta vez para contemplar un nuevo descenso a Segunda (perdimos 1-2). De este duelo conservo en la memoria la imagen de los jugadores del Betis abrazados al final: parece que luego se pusieron a rezar en agradecimiento por la salvación. Lo más triste fue la despedida de la afición amarilla al equipo. Unos energúmenos empezaron a golpear las puertas metálicas de acceso a la Grada Norte y a insultar a los jugadores que salían del estadio. Qué injustos fueron estos mentecatos con algunos jugadores que habían dado tanto al club como el defensa Félix, que fue internacional con la Roja. Aún escucho dentro de mi cabeza las voces de hinchas furiosos e impotentes gritando ese impresentable clásico xenófobo de "Canarios somos, canarios seremos, y a los godos por culo les daremos". Ese descenso de 1988 marcó al club mucho más que el anterior, porque fue la antesala de la caída al pozo de la Segunda B -por primera vez en la historia amarilla- en 1992: una lección, más allá de los confines del fútbol, de que la vida da muchas vueltas y nunca puedes dar nada por ganado para siempre. Absolutamente nada.
(Foto de J. Pérez Curbelo del viejo Estadio Insular en 2008, tras cinco años de abandono)
- Leer la segunda parte
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viernes, 13 de julio de 2012
Unión Europea, ¡sí, por favor!
La Unión Europea (UE) se ha convertido en blanco de las críticas de la ciudadanía menos informada del viejo continente, manipulada por demagogos y populistas de diversa especie empeñados en convencerla de que sus problemas (paro, estancamiento económico, pérdida de derechos sociales, etc.) son atribuibles a las instituciones comunitarias. Cuando lo cierto es que la UE no representa el problema sino la vía para la solución: para afrontar la actual crisis e intentar reformular nuestro modelo de vida con inteligencia y sensatez -en aras del equilibrio medioambiental y territorial, del bienestar social y de la paz- es necesario actuar a nivel comunitario. Lo que hay que hacer es dar un salto en la construcción europea para avanzar hacia una unión política plena, hacia una federación con unos poderes legislativo y ejecutivo equiparables a los de cualquier Estado democrático. Luego, la Unión será lo que sus habitantes queramos que sea, expresándonos no solo en las urnas sino también a la hora de consumir o protestar: no se puede pretender que su calidad, como la de cualquier otra institución humana, sea mayor que la de los ciudadanos que la componen.
La UE no es solo, como se empeña pertinazmente en subrayar la izquierda más tradicional, la "Europa de los mercaderes". Su creación obedeció sobre todo a un objetivo político muy claro: enterrar definitivamente el hacha de la guerra en Europa, impedir que la rivalidad económica entre las grandes potencias del viejo continente llevase de nuevo a un masivo derramamiento de sangre. Obviamente, el proyecto recibió el respaldo de Estados Unidos por significar un cortafuegos a la expansión del comunismo soviético. Y, por supuesto, no era incompatible con la economía de mercado y el mantenimiento de un sistema en el que los más poderosos económicamente siempre ejercen más influencia que los menos fuertes (¿existe acaso otro donde esto sea diferente?). Un sistema que, por otra parte, brinda instrumentos para favorecer la integración de los sectores más vulnerables de la población y de los países menos desarrollados de dentro y fuera de la UE (¿acaso no ha sido una bendición para España su pertenencia a la UE?), para poder corregir tanto las desigualdades personales como las regionales.
El truco de la integración europea, la clave de su éxito (hasta ahora), fue la creación de una sólida comunidad de intereses, de una amistad forjada con lazos económicos que ha demostrado ser la forma más eficaz -mucho más que los inútiles llamamientos a la paz del Papa de turno- de conjurar la guerra. Porque, ¿quién tira piedras contra su propio tejado? Se trataba del concepto de"paz perpetua" a través del comercio que ya había apuntado Kant dos siglos atrás. Seis décadas más tarde podemos dar fe de ello. Y hay que ser muy ciego para negar, pese a todos los defectos y vicios de la UE (burocracia, inacción en política exterior, componendas impresentables, contemporización con sátrapas, puertas giratorias entre lo público y lo privado...), que Europa ha avanzado mucho económica y socialmente desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Hay además otras cosas que suelen pasar desapercibidas, como el papel de la UE como contrapeso a los abusos de las grandes empresas y como garante de la estabilidad en su entorno geográfico cercano.
En fin, que si queremos cambiar el mundo, si pretendemos superar este capitalismo de casino, cometeríamos un grave error en tomar como enemigo al proceso iniciado en 1951 con la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA). Me temo que si la UE fuese dinamitada, no pasaría más de una generación antes de que Europa volviese a conocer la tragedia de la guerra. Estoy seguro de que mi admirado Stefan Zweig, europeísta confeso al que le tocó ser coetáneo del horror de las dos guerras mundiales, pensaría lo mismo de estar vivo.
La UE no es solo, como se empeña pertinazmente en subrayar la izquierda más tradicional, la "Europa de los mercaderes". Su creación obedeció sobre todo a un objetivo político muy claro: enterrar definitivamente el hacha de la guerra en Europa, impedir que la rivalidad económica entre las grandes potencias del viejo continente llevase de nuevo a un masivo derramamiento de sangre. Obviamente, el proyecto recibió el respaldo de Estados Unidos por significar un cortafuegos a la expansión del comunismo soviético. Y, por supuesto, no era incompatible con la economía de mercado y el mantenimiento de un sistema en el que los más poderosos económicamente siempre ejercen más influencia que los menos fuertes (¿existe acaso otro donde esto sea diferente?). Un sistema que, por otra parte, brinda instrumentos para favorecer la integración de los sectores más vulnerables de la población y de los países menos desarrollados de dentro y fuera de la UE (¿acaso no ha sido una bendición para España su pertenencia a la UE?), para poder corregir tanto las desigualdades personales como las regionales.
El truco de la integración europea, la clave de su éxito (hasta ahora), fue la creación de una sólida comunidad de intereses, de una amistad forjada con lazos económicos que ha demostrado ser la forma más eficaz -mucho más que los inútiles llamamientos a la paz del Papa de turno- de conjurar la guerra. Porque, ¿quién tira piedras contra su propio tejado? Se trataba del concepto de"paz perpetua" a través del comercio que ya había apuntado Kant dos siglos atrás. Seis décadas más tarde podemos dar fe de ello. Y hay que ser muy ciego para negar, pese a todos los defectos y vicios de la UE (burocracia, inacción en política exterior, componendas impresentables, contemporización con sátrapas, puertas giratorias entre lo público y lo privado...), que Europa ha avanzado mucho económica y socialmente desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Hay además otras cosas que suelen pasar desapercibidas, como el papel de la UE como contrapeso a los abusos de las grandes empresas y como garante de la estabilidad en su entorno geográfico cercano.
En fin, que si queremos cambiar el mundo, si pretendemos superar este capitalismo de casino, cometeríamos un grave error en tomar como enemigo al proceso iniciado en 1951 con la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA). Me temo que si la UE fuese dinamitada, no pasaría más de una generación antes de que Europa volviese a conocer la tragedia de la guerra. Estoy seguro de que mi admirado Stefan Zweig, europeísta confeso al que le tocó ser coetáneo del horror de las dos guerras mundiales, pensaría lo mismo de estar vivo.
jueves, 5 de julio de 2012
Bosón de Higgs, ¡bienvenido!
Parece que el CERN confirmará este miércoles en Melbourne la existencia del bosón de Higgs, la impropiamente llamada partícula de Dios (¿por qué Dios tendría que ver más con ella que con otras partículas?). Con ello se daría un aldabonazo al llamado modelo estándar de la Física, que describe las partículas elementales y sus interacciones: supondría la confirmación experimental de algo que ya ha sido teorizado.
Viajemos al Universo cuando tenía una edad de 10 elevado a menos 11 segundos, los transcurridos desde el big bang o gran estallido. Pese a su infancia, ya ha tenido tiempo suficiente como para enfriarse y registrar una temperatura de solo 10 elevado a 15 grados. Por entonces, ni siquiera se habían formado los núcleos atómicos (habría que esperar a su primer segundo de existencia), ni por tanto los átomos ni mucho menos los galaxias (estas surgen al cabo de mil millones de años).
Aquello era una especie de enjambre de partículas que tenían aparentemente la misma masa: cero. Hasta que algo ocurrió a los 10 elevado a menos 11 segundos, lo que se llama una transición de fase: algo similar a lo que ocurre cuando la temperatura del agua baja a 100ºC (que pasa de gaseosa a líquida) o por debajo de 0º (que pasa de líquida a sólida). El campo de Higgs, hasta entonces nulo, pasó a tener un valor no nulo y a permear todo el Universo como una especie de océano invisible. Un océano que ofrece resistencia al movimiento de las partículas, pero no del mismo modo: los fotones no resultan afectados (al igual que una goma de borrar no es afectada por un campo magnético), por lo que pueden circular a la velocidad máxima permitida en el vacío (casi 300.000 km/s). Las otras partículas, entre ellas los quarks y electrones de los que está hecha toda la materia conocida, son frenadas al interactuar con ese campo. Dicho de otro modo, lo que hace el campo de Higgs -a través de sus partículas transmisoras, los bosones de Higgs- es conferir masa a las partículas: por eso los fotones no tienen masa, y sí los quarks y electrones (aunque muy poquito estos últimos).
Para entenderlo mejor podemos pensar en un salón diáfano lleno de mitómanos en el que de repente entra alguien como Shakira. La cantante colombiana no tardaría en verse rodeada por ellos, que obstaculizarían su marcha y harían que cruzase el salón con lentitud. A continuación entra un investigador anónimo del CSIC no muy agraciado físicamente, de modo que nadie se acercaría a él y podría recorrer el salón con mucha más rapidez que la novia de Piqué. Cada uno de los mitómanos sería un bosón de Higgs que contribuye a la creación de un campo de Higgs. Shakira tendría una gran masa, y el investigador del CSIC una masa nula o casi nula (en el caso de que, por ejemplo, alguien se le acercase a pedir tabaco).
Tras el hallazgo del bosón de Higgs, el próximo descubrimiento espectacular del acelerador de partículas del CERN podría ser el del gravitón, la hipotética partícula transmisora de la gravedad. Eso sería mucho más espectacular, por cuanto podría representar la prueba indirecta de la existencia de dimensiones ocultas. La materia y la energía oscuras, de las que no sabemos casi nada, ya son palabras mayores... por ahora. Continúa el camino para "entender la mente de Dios", como dice Stephen Hawking.
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