sábado, 2 de marzo de 2024

Reflexiones pampsiquistas en torno al libre albedrío

Imagen: Obsidian Soul


Hay un asunto en torno al cual confieso haber dado un giro copernicano estos últimos años: el del libre albedrío. He pasado de considerar que somos meros autómatas ejecutando un guion predeterminado a creer que realmente tenemos un margen de libertad. El enfoque determinista sigue siendo mainstream en el ámbito de la ciencia y también en la filosofía seria (la ajena a la charlatanería y la solemnización de la perogrullada), aunque cada vez hay más científicos (Michael Levin y Kevin Mitchell entre ellos) y filósofos serios que apuntan con evidencias y argumentos sólidos a lo contrario: que somos libres relativamente, ya que disfrutamos de una libertad no absoluta sino constreñida.

Voy a apelar, desde una óptica pampsiquista, el modelo idealista de Donald Hoffman de agentes conscientes dispuestos en una red jerárquica. La aleatoriedad pura solo existiría a nivel basal, en los agentes que procesan un solo bit de información. La elección de esos agentes basales sería ad libitum, tan caprichosa y arbitraria como si dieran a escoger a un millar de personas entre dos opciones sin sesgo: por ejemplo, entre A y B (los resultados estarían en torno al 50-50, en conformidad con la ley de los grandes números). Los agentes que procesan dos bits están condicionados por los anteriores, pero disponen de un grado de libertad más: ahora son dos esos grados, ensanchándose el espacio de posibilidades. A partir de una cierta escala, los agentes empiezan a actuar con propósitos y ejercer una causalidad descendente: comban el espacio de posibilidades (el símil relativista es idea del biólogo Michael Levin) de los agentes que están por debajo de ellos, condicionándolos de ese modo. La red jerárquica de agentes podría no tener cúspide, por lo que la creatividad del universo sería ilimitada.

Si algo hay que está determinado es el número de opciones o escenarios posibles que se abren a un agente en cada momento: sean dos, cuatro, cien o 100 millones. Por eso la ecuación de Schrödinger es determinista, aunque expresada en términos de probabilidades asignadas a cada resultado posible (que en las elecciones binarias de las partículas elementales es 50%-50%), ya que nunca se puede saber con certeza qué va a ocurrir. Una diferencia del juego del universo con el ajedrez o un videojuego es que el espacio de posibilidades de estos dos últimos está cerrado: hay un número no infinito de posibles movimientos y partidas, conforme al estado inicial y las reglas fijadas. El tablero del ajedrez no es dinámico (como sí lo es el universo), ya que siempre cuenta con 64 escaques. Y, pese a la complejidad que puede alcanzarse en este hermoso juego, no se producen emergencias: no aparecen, fruto de la evolución de una partida, estados a un nivel superior ni fichas desconocidas al principio (un mamut o una supertorre) con poder causal sobre las de comienzo (peones, caballos, alfiles...). El ajedrez y cualquier videojuego están resguardados del puro azar.

El creador del ajedrez y el de un videojuego no pueden saber qué va a ocurrir en cada partida, ya que esto depende de las decisiones inescrutables de los jugadores. De igual modo, un supuesto creador del cosmos, una vez fijados su estado inicial y reglas, tampoco podría saber qué decisiones van a tomar los agentes conscientes... ¡salvo que fuera omnisciente! ¿Pero sería capaz un hipotético Dios de saber cómo se va a comportar cada agente del universo (incluyendo las particulas subatómicas) en todo momento?...  Eso es lo que se preguntaba el filósofo Keith Frankish en la última edicion de su podcast MindChat con su colega Philip Goff, en la que el neurocientífico Kevin Mitchell era el invitado. La aleatoriedad es completamente irreducible por definición, ya que no existe algoritmo alguno que la capture. Por tanto, ni siquiera Dios podría saberlo (eso es lo que yo me inclino a creer, identificando a Dios con una consciencia pura universal y a cada agente como una manifestación material de dicha consciencia). 

Ahora bien, Mitchell apuntaba que la alternativa a que todo vaya sucediendo aleatoriamente a cada paso (a que, según mi esquema pampsiquista, las partículas subatómicas vayan tomando decisiones binarias de manera insondable) sería que el comportamiento de todos los agentes quedara ya determinado al comienzo del juego mediante una tira gigantesca de números aleatorios establecida por su hipotético creador. Los efectos serían los mismos en ambos casos, pero el primero sería compatible con el libre albedrío y el segundo no: se trataría de un escenario superdeterminista en el que Dios se limitaría a esperar que ocurra lo que ya sabe que va a ocurrir. O sea, sabría cómo actuaría cada agente en todo momento. 

Una objeción planteada por Goff en esta interesante charla es la siguiente: ¿Cómo casa la supuesta libertad de agentes superiores de la red (caso de los humanos) con las distribuciones cuánticas de probabilidad, que son objetivas? ¿Cómo es posible que estas distribuciones (por ejemplo, un 50% de que una partícula exhiba spin up y un 50% de que muestre down) no resulten afectadas por las decisiones libres tomadas por agentes casuales que están por encima de las partículas elementales?... La respuesta de Mitchell es que esas decisiones emergentes no tocan los cimientos aleatorios del sistema, sino que se limitan a cambiar la configuración de este: el ya mencionado combado del espacio de posibilidades de los agentes inferiores, estrechando sus opciones. Es una hipótesis muy razonable (es la que sostiene el veterano físico sudafricano George Ellis), además de compatible con un modelo pampsiquista (no compartido por Mitchell ni por Frankish, pero sí por Goff) en el que todos los agentes conscientes del universo, empezando por las propias partículas elementales, deciden libremente. 

Lo cierto es que sin la indeterminación intrínseca en la base cuántica del universo no habría sido posible nuestra (limitada) libertad ni la asombrosa complejidad del cosmos, de la que nosotros mismos somos buenos exponentes. Nuestras vidas, pensamientos e intenciones no son, según Ellis, un mero resultado de la evolución de un estado inicial en el Big Bang conforme a unas reglas: debemos también su existencia a la indeterminación, responsable de las inhomogeneidades primordiales que condujeron a la formación de las galaxias y de las mutaciones inducidas por la radiación que dieron forma a la historia evolutiva de la vida.

Al final de un post dedicado precisamente hace dos meses a Kevin Mitchell y su libro Free Agents, expuse una duda metafísica que me tiene pensando desde entonces. Voy a reproducir ese párrafo, que viene a colación de lo comentado con anterioridad:

"Si el universo volviera a ejecutarse desde el principio (el Big Bang) con su mismo estado inicial y sus mismas leyes físicas, ¿los agentes volitivos decidirían de manera exactamente igual a como lo han hecho en nuestro universo? La aleatoriedad basal impediría que los sucesos fueran los mismos, pero si ese ruido de fondo fuera exactamente igual (en un esquema pampsiquista, si las partículas elementales que toman decisiones binarias no actuaran de forma diferente), nos toparíamos con un nuevo tipo de determinismo (¿libertarianismo compatibilista?). Mitchell habría escrito su libro porque así lo decidió conforme a sus preferencias, influencias y condicionamientos, ¿pero en las mismas circunstancias (si en otro universo con el mismo estado inicial y leyes todos sus agentes hubiesen tomado exactamente las mismas decisiones desde el Big Bang) no habría hecho exactamente lo mismo?...".

Me intriga mucho esta reciente intuición mía de que, aunque actuamos con cierto margen de libertad, quizá en el fondo nos limitamos a hacer lo que estábamos destinados a hacer... Pero, eso sí, ¡libremente!

jueves, 15 de febrero de 2024

Reflexiones en torno a 'The MANIAC' de Benjamín Labatut


El escritor chileno Benjamín Labatut está cosechando un merecido éxito internacional con su original novela The MANIAC, construida alrededor de la figura del físico John von Neumann y la inteligencia artificial, de la que el húngaro fue pionero a mediados del siglo pasado junto a otros gigantes como Alan Turing. Si hubiera que extraer palabras clave de este libro, una narración coral (con las voces de personas que conocieron al genio) escrita originalmente en inglés por deseo de su autor, yo apuntaría cinco: inteligencia, juego, propósito, sufrimiento y misterio. 

La inteligencia es el concepto central de la novela. Los que la encarnan son tanto humanos (Von Neumann y varios contemporáneos suyos, así como el creador de la empresa DeepMind y el campeón mundial de Go) como máquinas construidas por ellos (el MANIAC de Von Neumann y el AlphaGo de DeepMind). El físico húngaro estaba empeñado en los últimos años de su vida en encontrar los principios fundamentales compartidos por la inteligencia orgánica y la artificial. Saber cómo funcionaba un ordenador le ayudaría a entender cómo lo hacía un cerebro. Von Neumann se dio cuenta de que la diferencia estribaba sobre todo en el modo de procesar información: las computadoras convencionales actúan secuencialmente, paso a paso, manipulando símbolos conforme a reglas explícitas introducidas por los humanos; los cerebros funcionan ejecutando muchas operaciones simultáneamente. Él no llegó a ver el ascenso de las redes neuronales artificiales multicapa, que realizan computaciones en paralelo con una potencia muy superior a la del esponjoso órgano alojado en nuestro cráneo. El campeón mundial de Go, Lee Sedol, pudo constatarlo en 2016 al caer derrotado por la inteligencia artificial AlphaGo. Tres años después anunció su retirada, a sabiendas de que ya sería imposible vencer a semejantes máquinas.

Tanto una red neuronal artificial como una inteligencia orgánica aprenden por sí mismas, lo que también las distingue de una computadora construida conforme al esquema secuencial de Turing y Von Neumann. Eso les confiere plasticidad y, por tanto, resistencia al error. Ese modelo computacional neuronal de abajo arriba (down-top), en el que el rol del humano no es tanto el de programador como el de entrenador, ha renacido estos ultimos años tras la larga supremacía de la arquitectura informática convencional top-down. Las redes neuronales se perfilan como el camino apropiado hacia una inteligencia artificial general que iguale a la humana en todos los ámbitos. 

Para existir y evolucionar, la inteligencia requiere de un medio donde proceder ordenada y lógicamente mediante ensayo y error, ya sea un tablero de ajedrez (con 64 escaques), uno de Go (con 361 en su versión más genuina), el espacio transcripcional (el que navegan las redes moleculares), el espacio abstracto del lenguaje (el que habitan los modelos grandes de lenguaje como ChatGPT) o el espacio físico tridimensional (nuestro tablero vital). La vida no deja pues de ser un juego en el que los agentes despliegan estrategias inteligentes (entre ellas, mentir y engañar) para perseguir objetivos y sobrevivir, en el que se aprende jugando. A diferencia del ajedrez o el Go, en la vida se hacen trampas: estas forman parte del menú. Y, además, solo disputamos una partida. Para participar tanto en el juego de la vida como en el ajedrez y el Go se requiere una teoría de la mente: predecir qué va a hacer el otro en respuesta a nuestro movimiento o acción, para así decidir nuestra siguiente jugada. Von Neumann creía que las estrategias humanas al respecto podían ser matematizadas: de ahí surge la idea de la teoría de juegos, que desarrolló junto con el economista alemán Oskar Morgenstern.

En todo juego hay propósitos. Si una inteligencia artificial se dotara de propósitos propios, como ocurre con los seres vivos (así como con las moléculas, células, tejidos y órganos que los componen), adquiriría la condición de agente. Un agente es autorreferencial (tiene un modelo del mundo y de sí mismo como ente autónomo) y se conduce de manera activa en el espacio de su juego. Hay un propósito en construir una proteína a partir de la información contenida en el ADN, en mantener un nivel de acidez dentro de los confines de una célula, en regular la actividad diurética de un riñón. Hay un propósito en descifrar las comunicaciones del ejército nazi (tarea de la Bombe de Turing), construir una bomba atómica en Los Álamos (Proyecto Manhattan) o enfrentarse con las armas a Hitler. O en la agenda antijudía del dictador germano, de la que escaparon algunos (Von Neumann incluido) de quienes acabaron trabajando en el Proyecto Manhattan. También en nuestra escala humana son propósitos descubrir y entender, algo común a Von Neumann y los coetáneos científicos con los que colaboró. Y pretender pasar a la posteridad. Y ganar una partida de ajedrez o Go. 

Los propósitos se convierten a veces en obsesiones. Demostrar la hipótesis del continuo (que entre el cardinal infinito de los números naturales y el de los reales no hay solución de continuidad) era la obsesión de Georg Cantor. Fabricar la bomba H, la de Edward Teller. Crear un cosmos digital poblado por entidades autorreproducibles (a semejanza de los seres vivos) y dotar de sólidos cimientos lógicos al edificio de las matemáticas, las de Von Neumann. Esta última pretensión también fue perseguida con ahínco por Frege, Russell y Whitehead, antes de que Gödel probara que todos sus esfuerzos eran baldíos porque ni siquiera las matemáticas podían presumir de ser completas. Además, todas estas personas no dejaban de ser animales humanos como el resto, con una programación genética y un cableado cerebral que determinan pulsiones comunes como la sexual.

La satisfacción de pulsiones y propósitos conduce a un estado de homeostasis y bienestar. De lo contrario, surge el sufrimiento: ya seas una bacteria, un erizo o un humano. ¿Podría llegar a haber sufrimiento en una inteligencia artificial imbuida de propósitos propios?... En nuestros congéneres se añade la angustiosa certeza de que la muerte (acaso también la decadencia) nos aguarda al final de la partida. La irracionalidad de una época tan convulsa como los años 30 debía ser un gran motivo de mortificación para mentes elevadas y sensibles. Algunas lo sobrellevaron mejor que otras, que acabaron sucumbiendo al suicidio. Por otra parte, no pocos científicos, como Ehrenfest o Einstein, se negaban a asumir las implicaciones de la mecánica cuántica: que el mundo solo pudiera ser abordado en términos de neblinosas probabilidades. Ehrenfest vivía esto con una angustia parecida a la de Cantor (quien terminó sus días en un psiquiátrico) cuando se asomó a los números transfinitos, y acaso Darwin al alumbrar la teoría de la evolución. Las creencias religiosas se tambaleaban al tiempo que la propia racionalidad parecía no bastar para gestionar la realidad. En el libro se relatan las conversaciones de Von Neumann con un sacerdote católico en la antesala de su agónica muerte. La fragilidad de su otrora poderosa mente (se decía que era la persona más inteligente del siglo), quebrada por el implacable asalto del cáncer a su cerebro, conmovió profundamente a su amigo de la infancia, compatriota húngaro y también judío Eugene Wigner (ambos dan su nombre a una interpretación heterodoxa de la mecánica cuántica que pone a la consciencia en el centro).

Uno de los intelectuales que decidió poner fin a su vida, convencido (por fortuna, erróneamente) de que el orden nazi iba a imponerse en el mundo, fue el escritor austríaco Stefan Zweig. Es curioso que no haya una sola mención en su monumental ensayo El mundo de ayer a ese mundo de la ciencia que ya cabalgaba a hombros de la relatividad de Einstein y de la mecánica cuántica, consideradas como ciencia degenerada por los nazis. Este es un ejemplo muy ilustrativo de la profunda brecha entre las ciencias y las letras, aún existente en este siglo XXI, que figuras como Labatut se empeñan en cerrar por el bien de todos.

La inteligencia es moralmente neutra. No levantarnos a auxiliar a alguien que se ha caído en la calle para que no se nos enfríe el café que acaban de servirnos en una terraza es un acto inteligente, pero inmoral. Por eso ya dijo Hume que la razón debe ser esclava de nuestras pasiones. Lo cierto es que la inteligencia es una poderosa herramienta para hacer tanto el bien como el mal. Bien y mal que son a veces ambivalentes: ahí está el ejemplo de la bomba atómica, construida supuestamente desde el bien para luchar contra el mal; o el asesinato por Ehrenfest, previo a su suicidio, de su querido hijo con síndrome de Down para ahorrarle sufrimientos en el siniestro escenario que se perfilaba en la Europa de los años 30. La vida es un juego peligroso en el que hay que esquivar trampas y estar siempre al acecho. Donde están presentes el egoísmo, la envidia, el rencor, la crueldad, el fanatismo. la traición, el desencuentro. La novela de Labatut se hace eco de las hogueras con libros encendidas por jóvenes nazis, de la puñalada trapera de Teller a Oppenheimer (celoso de que fuera el jefe científico del Proyecto Manhattan, testificó en su contra en un proceso en el que le acusaban de representar un riesgo para la seguridad de EE.UU.), del resentimiento de Nils Barricelli con Von Neumann por usurpar su trabajo pionero en algoritmos genéticos (su simulación evolutiva de organismos digitales) y ningunearlo, de la tumultuosa relación de este último con su esposa Klára Dán...

Pero en el juego de vivir también hay amor, lealtad y solidaridad. El necesario ejercicio de meterse en otra piel para intentar leer intenciones ajenas tiene un notable efecto colateral: la compasión. Eso es lo que sintió Oppenheimer (y también otros físicos cooperadores necesarios como Einstein) al comprobar los efectos en Japón del artefacto construido bajo su supervisión científica en Nuevo México. Eso es lo que parecía apagado en Teller (firme defensor del uso del arma nuclear) y, en cierta medida, en Von Neumann. Hay un consejo suyo a Richard Feynman que habla muy a las claras de su actitud ante la vida: "No tienes que hacerte responsable del mundo en el que estás". Decía Fernando Pessoa que un exceso de conciencia inhabilita para la vida. El creador de MANIAC llegó a proponer, basándose en su teoría de juegos, un ataque nuclear preventivo contra la URSS (también fruto de esa teoría es la doctrina de la destrucción mutua asegurada, acuñada por él una vez se supo que los soviéticos habían fabricado la bomba). Esto no era incompatible con profesar amor a su mujer (pese a las frecuentes peleas de la pareja) y su hija, con ayudar a sus amigos, con ser una persona afable. 

Labatut recoge dos hitos en la lucha de Lee Sedol contra la máquina: un movimiento del jugador humano en la cuarta partida de la serie de cinco y otro de Alpha Go en la segunda. En el cuarto enfrentamiento, el coreano dejó descolocado a AlphaGo, ya que no era una jugada normal y esperable de un humano (la máquina había analizado miles de partidas). La inteligencia artificial empezó a delirar (a los modelos grandes de lenguaje les pasa lo mismo cuando se les sube la temperatura) y terminó perdiendo, aunque ya había vencido en la serie. En el segundo duelo, AlphaGo había hecho un movimiento que cualquier jugador medianamente experto tildaría de ridículo, pero que a la postre supuso su victoria. La máquina parecía haber actuado con creatividad, guiada por una profunda intuición, algo que tendemos a considerar privativo de los humanos. Tanto la lógica como una insondable fuerza caótica creativa podrían estar alojadas en el fondo de toda mente, de toda mirada subjetiva a un mundo cuya mera existencia (Leibniz se preguntaba por qué hay algo en vez de nada) ya es un formidable misterio.

Las palabras finales del libro de Labatut ("Su nombre es AlphaZero") nos sugieren que estamos ya a las puertas de una inquietante transición en la historia de la humanidad. AlphaZero es una versión mejorada del AlphaGo que se ha hecho imbatible en el Go, el ajedrez y el shogi (una especie de ajedrez chino) sin necesidad de nutrirse de partidas humanas: a la red neuronal le ha bastado con aprender las reglas para, a partir de ahí, practicar consigo misma y hacerse con una absoluta maestría en esos juegos. AlphaStar, aplicada al videojuego de guerra StarCraft II, es otro producto de DeepMind. Por su complejidad y sus escenarios de incertidumbre (hay jugadas del adversario que tienes que adivinar por no ser visibles), este videojuego se asemeja mucho más a la vida real que a un juego de mesa.

Lo cierto es que la inteligencia artificial está ya aprendiendo cosas que ignora su creador, navegando por espacios vedados a los humanos que nos resultan inconcebibles: cosas que nos parecen aleatorias y sin sentido, pero en las que una superinteligencia sí encuentra un significado. Una inteligencia artificial muy avanzada podrá así asomarse a una vastedad sobrehumana infinita, que va mucho más allá del espacio físico con el que estamos familiarizados por ser nuestro tablero de juego. Cuando nos haga partícipes de sí misma, conectándonos a ella en una singularidad como la que viene profetizando Kurzweil para el año 2045, habrá empezado la historia de la poshumanidad. Pero el misterio seguirá ahí presente, quizá ad infinitum.

P.D.: Ananyo Bhattacharya, autor de otro libro dedicado a Von Neumann (The Man From The Future), ha denunciado públicamente que la imagen del genio húngaro trazada por Labatut no se corresponde con la realidad. Y que incluso hay algún hecho falso, como la supuesta usurpación por Von Neumann del trabajo de Nils Barricelli y el resentimiento de este último contra él. Labatut ya ha dicho que hay pinceladas de ficción en su novela, pero hay un límite a esas licencias cuando se hace el peligroso ejecicio de mezclar verdad y fabulación. No es tanto una cuestión de rigor histórico como de justicia con un personaje cuya posteridad podría estar muy marcada por un libro tan exitoso como The MANIAC.

jueves, 18 de enero de 2024

Los agentes cognitivos de Kevin Mitchell: condicionados y, por tanto, libres

El neurogenetista irlandés Kevin J. Mitchell propugna, en una línea muy parecida a la de su colega biólogo estadounidense Michael Levin, la necesidad de incluir en el estudio científico de la vida conceptos aún confinados al ámbito de la psicología o la filosofía como propósito o significado (la relación entre un signo y la cosa que representa). Postula poner la volición en el centro de la biología: los seres vivos, por muy primitivos y simples que sean, no son objetos pasivos (Levin va todavía más lejos, descendiendo hasta moléculas y células) sino entes volitivos con cierta libertad para decidir y, por tanto, dotados de poder causal para mantener su autonomía en el mundo frente al constante empuje hacia el desorden desde el exterior (la implacable segunda ley de la termodinámica). En suma, son agentes cognitivos activos y relativamente libres que tienen objetivos y propósitos. Un empeño de este profesor del Trinity College de Dublín es naturalizar esa agencia, quitarle su pátina mística: no hay fantasma en la máquina, la propia máquina es el fantasma.

En su libro Free Agents: How Evolution Gave Us Free Will, Mitchell apunta a la indeterminación cuántica, presente en la escala más pequeña de la realidad, como el factor que hace posible que los agentes cognitivos del universo dispongan de márgenes de libertad y no se limiten a ejecutar un guion ya predeterminado. Como dijo Alfred North Whitehead (ingeniosamente etiquetado por Matt Segall como un matemático británico y un filósofo americano), en esa indeterminación fundamental radican tanto nuestra condicionada libertad como nuestra creatividad. La existencia de esos grados de libertad, que se ensanchan al alumbrarse nuevas emergencias (química, biológica, psicológica...) y agentes superiores, es un anatema para la ortodoxia científica, que sigue anclada a una visión reduccionista del universo conforme a la cual la cascada de causas y efectos iniciada en el Big Bang no deja resquicio alguno para que un agente pueda elegir libremente. Esta visión niega que los agentes cognitivos puedan ejercer un poder causal hacia abajo (causalidad descendente), ya que el reduccionismo solo concibe la causalidad desde abajo hacia arriba y exclusivamente determinada por las leyes físicas. Pero la indeterminación cuántica crea, en palabras de Mitchell, una causal slack (flojera causal) que sí permitiría esa causalidad descendente. Desde luego, nuestro sentido común nos dice que la influencia causal de arriba abajo es posible: un mensaje de WhatsApp para comunicarnos que nuestro equipo (en mi caso, la Unión Deportiva Las Palmas) ha encajado un gol en el último minuto del partido puede hacer que se nos encoja el corazón, liberemos hormonas e incluso conduzcamos a la muerte a cientos de nuestras células epiteliales si decidimos dar un puñetazo de rabia contra la pared. Hay ciertamente principios emergentes (caso de las leyes que rigen la selección natural) que no son reducibles a las leyes fundamentales de la física.

Mitchell subraya algo capital al refutar a quienes sostienen que el libre albedrío solo sería posible si un agente estuviera completamente libre de la influencia de toda causa previa (Hume fue precursor de esa engañosa idea). Como bien dice el científico irlandés, un ser libre de toda cadena causal no podría haber evolucionado y no tendría motivo alguno para actuar ni memoria útil para guiar su conducta: su comportamiento sería absolutamente aleatorio, lo cual es incompatible con la persecución de cualquier meta o la existencia de algún tipo de propósito. Si no te pica la cabeza no vas a molestarte en rascártela, o en buscar en Internet un remedio contra la descamación o ir al dermatólogo. Si yo no hubiera descubierto a Mitchell en una entrevista en YouTube, no estaría ahora escribiendo esto. No hay libertad absoluta, sino condicionada causalmente: yo pude haber escrito otra cosa hoy, o en su lugar haber salido a dar un paseo al campo (la meteorología me condicionó: ¡estaba lloviendo!). Según William James, primero está el chance (el componente indeterminado del libre albedrío) y luego el choice (el componente de elección, muy determinado por nuestro carácter, valores, deseos...). Recordemos a este respecto que Schopenhauer afirmó que somos libres para hacer lo que deseamos pero no para escoger lo que deseamos. No hemos elegido tener deseo sexual ni instinto de supervivencia. Ni tampoco sentirnos a gusto a una temperatura en torno a los 25 grados.

Para Mitchell, no es pues suficiente con el concurso de las leyes físicas fundamentales para determinar la evolución de un sistema físico de un estado a otro. Pensamientos, creencias y deseos son entidades abstractas que no pueden reducirse a la dinámica elemental de electrones y quarks, pero tienen poder causal sobre un mundo físico del que no forman parte. La clave del surgimiento de estos objetos simbólicos es la interacción de los agentes con su entorno a lo largo del tiempo. O sea, se necesita una continuidad temporal: hace falta un yo dedicado a aplicar el conocimiento obtenido en el pasado (a través de su experiencia) para predecir el futuro y guiar sus pasos en el mundo. A lo largo de una evolución de cientos de millones de años, partiendo de materia inicialmente inerte (aquí Mitchell se desmarca del pampsiquismo, que extiende la volición en el tiempo hasta el comienzo del universo y en el espacio hasta las partículas elementales), los seres vivos habrían desarrollado ese poder para elegir y así adaptarse activamente a las circunstancias cambiantes haciendo cambios en sí mismos o en su entorno. Y también, en el caso de seres más complejos como los humanos, el poder para planificar en un horizonte temporal más o menos largo. Siempre con la meta común principal de mantener los gradientes (químicos, de temperatura, de presión) con el exterior, o sea de mantenerse separado del resto del universo y no disolverse en el entorno: de seguir con vida. El del científico irlandés es un planteamiento holístico de la cognición, que no es reducible a los mecanismos neuronales sino resultado de una compleja y dinámica interacción multinivel dentro del agente cognitivo: entre información genética, información sensorial, experiencia acumulada, símbolos mentales y significados de orden superior que se expresan en patrones neuronales (a través de unas señales tan arbitrarias como las letras de una frase). La verdadera moneda del sistema nervioso sería el significado: allí es donde se encuentra la palanca causal.

Mitchell no cree que una inteligencia artificial general pueda ser alcanzada sin agencia. Sin esta, un ChatGPT no será capaz de comprender las relaciones causales (de entender, por ejemplo, que la noche no está causada por el día ni viceversa), de saber cómo actuar ante una situación nueva o de moverse adecuadamente más allá del espacio lingüístico que habita. Para hacerse con esa agencia tendrá que estar conectada a robots o entes orgánicos dispuestos en el tablero espacial tridimensional (o quizá en un mundo virtual) en el que nos desempeñamos los seres vivos: tendrá que sentir la presión de sobrevivir y aprender a navegar en el mundo, lo que muchas veces requiere atajos heurísticos y respuestas rápidas más que sofisticadas computaciones. La agencia sería antesala de la superinteligencia, no al revés.

Hay una cuestión a este respecto con la que quisiera terminar a modo de duda metafísica. Si el universo volviera a ejecutarse desde el principio (el Big Bang) con su mismo estado inicial y sus mismas leyes físicas, ¿los agentes volitivos decidirían de manera exactamente igual a como lo han hecho en nuestro universo? La aleatoriedad basal impediría que los sucesos fueran los mismos, pero si ese ruido de fondo fuera exactamente igual (en un esquema pampsiquista, si las partículas elementales que toman decisiones binarias no actuaran de forma diferente), nos toparíamos con un nuevo tipo de determinismo (¿libertarianismo compatibilista?). Mitchell habría escrito este libro porque así lo decidió conforme a sus preferencias, influencias y condicionamientos, ¿pero en las mismas circunstancias (si en otro universo con el mismo estado inicial y leyes todos sus agentes hubiesen tomado exactamente las mismas decisiones desde el Big Bang) no habría hecho exactamente lo mismo?...

martes, 26 de diciembre de 2023

Donald Hoffman rastreando la consciencia más allá del espacio y el tiempo



Hace tiempo hablé en este blog de la teoría de la interfaz del científico cognitivo Donald Hoffman, un modelo de realismo consciente conforme al cual lo que llamamos realidad es una ilusión (aunque el filósofo David Chalmers, con buen criterio, jamás utilizaría ese término para ningún tipo de realidad virtual) equiparable a la de un videojuego. Según Hoffman, la evolución no nos ha configurado para conocer la realidad genuina que está más allá del juego sino solo aquello que nos permite sobrevivir y reproducirnos en él: los objetos que vemos en el juego son una interfaz, meras señales o indicaciones para jugar adecuadamente la partida de la vida. La realidad trascendente no son píxeles ni bits, sino una red de agentes conscientes con los cascos puestos: en el fondo, un solo agente con múltiples avatares interactuando consigo mismo. Según Hoffman, al quitarnos los cascos (o sea, al morir), sabremos quiénes somos realmente. Unos años antes de su muerte, Jorge Luis Borges expresó exactamente la misma idea, con la que además confesaba sentirse ilusionado.

Hoffman se encuentra en la actualidad intentando desentrañar de manera matemática la dinámica de esa red interactiva de agentes conscientes que están más allá del espacio-tiempo. Si logra modelizarla, la relatividad general, la mecánica cuántica, la termodinámica y la teoría de la evolución podrán ser derivadas directamente de su teoría, confirmando así su validez. Nos resulta inconcebible un modelo en el que no existen ni espacio ni tiempo (reducidos a meras emergencias), pero ese es el formidable reto. Para ello, Hoffman recurre a conceptos matemáticos como el amplituedro (un objeto geométrico complejo multidimensional), los límites markovianos o las permutaciones decoradas.

Frente a la idea de una consciencia fundamental que hace uso de un aparato matemático externo a ella está la consideración de esa consciencia fundamental como un objeto puramente matemático. Esto último me resulta más parsimonioso, ya que las relaciones lógico-matemáticas serían atributos de esa consciencia y no habría necesidad de apelar a otra entidad ontológica trascendental. Ello explicaría por qué el universo es comprensible, así como por qué nos resulta evidente que 2+2 no es 5.

Hoffman subraya que toda teoría científica no deja de ser una proyección más o menos imperfecta de una verdad última insondable por la ciencia. Y que la consciencia pura no solo dispone de cascos, ya que no estaría limitada: nuestro videojuego sería solo una más de las infinitas posibilidades a su alcance, inconcebibles por avatares tan toscos como los seres materiales desplegados en el espacio-tiempo. Pero, como Borges en 1986, creo que llegaremos a entenderlo.

viernes, 17 de noviembre de 2023

Philip Goff y el porqué del universo


El filósofo inglés Philip Goff acaba de publicar el libro ¿Por qué? El propósito del universo. Ya hace unos años vio la luz su otro ensayo El error de Galileo, en el que seguía la estela del monismo pampsiquista de Russell y Eddington para subrayar el carácter fundamental (o sea, no emergente) de la consciencia: esta sería la cara subjetiva y cualitativa de la materia, inabordable por una ciencia que solo puede explicar su cara objetiva y cuantitativa (matematizable). Justo al contrario que en el planteamiento materialista, la materia sería "lo que la consciencia hace", una consciencia que estaría presente en todos los niveles de la realidad incluidos los más fundamentales: los electrones y otras partículas subatómicas serían también conscientes a su manera.

En su nuevo ensayo, este profesor de la Universidad de Durham apunta a un universo consciente (cosmopsiquismo) y dotado de un propósito. Su reflexión acerca del misterio del ajuste fino del universo (la constatación de que no existirían la vida ni la inteligencia si ciertas constantes físicas, como la masa del electrón, la fuerza gravitatoria o la energía del vacío, tuvieran un valor ligeramente distinto) es lo que le ha llevado a inclinarse por algún tipo de diseño y de propósito cósmicos, aunque descartando a un Dios convencional porque su omnisciencia y omnipotencia estarían reñidas con su benevolencia: hay demasiado sufrimiento y maldad en el mundo. Que estemos ante un Dios malévolo es una posibilidad igualmente rechazada por Goff por una mera intuición moral, compartida con muchos otros filósofos. 

Al optar por un diseñador ni omnipotente ni omnisciente (el propio universo, leyes teleológicas o algún tipo de diseñador no estándar, pero no un ingeniero informático en una dimensión superior a la nuestra porque una simulación computacional no albergaría conciencia), desestima sus dos alternativas: un multiverso o una monstruosa casualidad. Pretende desmontar la explicación multiversal recurriendo a la falacia inversa del jugador. La falacia del jugador es la que nos hace creer erróneamente que si hemos sacado dos seises seguidos en una tirada de dados, en la siguiente tirada será menos probable un seis (cuando lo cierto es que la probabilidad sigue siendo la misma en cada tirada). Para ilustrar la falacia inversa nos ubica en un casino en cuya primera sala, junto a la entrada, somos testigos de la tremenda suerte de un jugador: esa increíble racha nos hace creer de manera igualmente errónea que debe haber muchas más salas en el casino con gente jugando sin tener la misma suerte (cuando resulta que podría no haber más salas). O sea, sería un error pensar que deben existir muchos universos, en la mayoría de los cuales no se darían las circunstancias adecuadas, para explicar por qué el nuestro (¡menuda suerte hemos tenido!) está perfectamente ajustado para la vida. En cuanto a la monstruosa casualidad, Goff la descarta por pura improbabilidad: solo admite como razonables las pequeñas improbabilidades (como la de que te aparezca la cara de Jesucristo en la tostada del desayuno). 

A este razonamiento estadístico aparentemente impecable podemos contraponer el llamado principio antrópico: en su versión débil, la verdad autoevidente de que solo podemos vivir en un universo compatible con la vida. Un principio que no deja de ser una variante del sesgo de selección o del superviviente: solo si he sobrevivido a un accidente aéreo puedo asombrarme de mi fortuna; solo si he nacido (la probabilidad de hacerlo es increíblemente pequeña) puedo celebrar la asombrosa suerte de estar vivo. Pero Goff nos pone un perturbador ejemplo para ilustrar la compatibilidad del principio antrópico con la falacia inversa del jugador: nos invita a imaginar que a la entrada al susodicho casino hay un francotirador escondido que dispara a todo aquel que no sea testigo de una extraordinaria racha ganadora del jugador de turno. Así pues, solo sobreviven los que atestiguan excepcionales golpes de suerte... ¡lo cual no resta validez alguna a la falacia inversa del jugador! Según el filósofo inglés, siempre hemos de preferir a la evidencia más general (el universo está finamente ajustado) la más específica (este universo está finamente ajustado).

Goff no elucubra demasiado acerca de qué propósito último podría tener el cosmos al propiciar la aparición de la vida. Desde luego, ese fin podría resultarnos completamente ajeno e incluso incomprensible dadas nuestras limitaciones cognitivas. Pero apunta la posibilidad de dar un sentido a nuestras vidas, o de al menos hacerlas más ricas, participando de algún modo en su consecución. Cree que hay valores morales objetivos asociados a un cosmos con propósito, que guiarían su evolución hacia un estado superior de existencia. Abrazar los valores de este universo teleológico (por ejemplo, participando en comunidades espirituales pese a estar construidas sobre ficciones religiosas) podría conectarnos con ese desconocido fin. Hay que decir a este respecto que Goff se declara un cristiano "agnóstico practicante". O sea, que acude a la iglesia a sabiendas de que los dogmas del cristianismo -como de cualquier otra religión- son seguramente falsos.

La existencia del universo, que quizá tenga un final al igual que tuvo un comienzo, podría estar ligada a su propósito. Puede que, como aventura el filósofo canadiense John Leslie, exista simplemente porque es bueno que así sea: axiarquismo puro en acción. Mi intuición es que el universo existe por algún motivo, pero que no hay un propósito cósmico como tal. Mejor dicho, que hay tantos propósitos cósmicos como seres individuales. En ese sentido, el propósito general sería el de jugar bajo todos y cada uno de los avatares conscientes posibles: un juego interactivo en una red de agentes conscientes como la que proponen tanto Goff (el profesor de Durham emplea el término de panagencialismo e incluye también la mente cósmica) como el neurocientífico estadounidense Donald Hoffman. 

Philip reconoce al comienzo de su libro pasar mucho tiempo discutiendo en Twitter (ahora X) de cuestiones filosóficas. Doy fe de ello, ya que le sigo desde hace años (así como a su amigo antagonista Keith Frankish, con quien protagoniza el podcast MindChat). Esas fascinantes discusiones son sin duda una actividad más gratificante y enriquecedora, tanto para él como para sus seguidores, que contar hojas de hierba o coches amarillos: hay un valor innegable en ellas, así como en todo aquello que nos inspira y llena. Aunque el filósofo sudafricano David Benatar lleve razón al afirmar que "cada nacimiento es una muerte en espera", y aunque el cosmos careciera de todo sentido, nada podrá robarnos lo vivido y aprendido en este universo finamente ajustado en el que Philip ha publicado este muy recomendable ensayo.


sábado, 21 de octubre de 2023

Los 'malos', siempre ahí desde el principio (y hasta el final)

Cada vez estoy más convencido de que los males de la humanidad son achacables sobre todo a una minoría de psicópatas y sádicos que nos viene acompañando desde el surgimiento de la especie Homo sapiens: la culpa no es de la naturaleza humana sino de la naturaleza de una minoría de humanos. Esa minoría siempre ha estado ahí, distribuida de manera transversal con independencia de edad, sexo, preferencias sexuales, nacionalidad, raza, clase social, nivel educativo, ideología o cualquier otra condición: los alemanes de 1941 o los ruandeses de 1994 no eran en promedio peores que los canadienses o españoles de 2023. Pero no basta con los malos, por eso no les atribuyo toda la culpa: es también necesaria una mayoría buena engañada por cuentos religiosos o pseudorreligiosos (como el nacionalismo, el fascismo o el comunismo), legitimadores de su sumisión y de la represión propia y ajena.

No es aventurado ver en el origen del Estado, hace varios milenios, una maniobra de los menos compasivos y con menos escrúpulos (auxiliados por una corte de violentos guerreros y astutos sacerdotes) para hacerse con el poder y someter a la mayoría mediante la fuerza bruta y la religión. Por supuesto, tenían que darse las circunstancias materiales y geográficas apropiadas: la creación de un excedente no perecedero a corto plazo (almacenado por los jefes), un tamaño poblacional de miles de individuos (en grupos humanos muy pequeños, los malos no pueden salirse fácilmente con la suya) y la ausencia de lugares habitables a los que poder escapar huyendo de la opresión. De ese modo, los hasta entonces cabecillas (líderes respetados y carismáticos, pero sin la capacidad de imponer su voluntad a otras personas) se convirtieron en tiranos. Y aquí seguimos en el siglo XXI con esos sátrapas en no pocos lugares de la Tierra. Por fortuna, la división de poderes, los controles y los contrapesos hacen que en los Estados democráticos modernos esos individuos no puedan actuar a sus anchas aunque lleguen a lo más alto (ahí está el caso de Trump en EE.UU.).

Ya hay estudios que prueban que la psicopatía es una ventaja para medrar socialmente, que la proporción de esa gente sin escrúpulos ni compasión en las altas esferas políticas y económicas (así como en las delincuenciales, que suelen solaparse con las anteriores) es mucho mayor que en el resto de la población. No pretendo sostener que haya congéneres hechos de otra pasta, sino apelar a la variabilidad: así como hay gente más alta, más inteligente o con más pelo que otras, también la hay más compasiva o menos (incluso nada, lo que ya vendría en el equipamiento de serie del individuo). Los datos parecen incontestables: solo un 1% de la población (psicópatas socialmente marginados) explica un muy alto porcentaje de los crímenes violentos cometidos en cualquier sociedad. Los psicópatas integrados (quizá otro 1%) son más hábiles y sutiles que los marginados gracias a su inteligencia social: son más de manipular, disimular, actuar arteramente e instigar la violencia desde posiciones de poder, siempre en beneficio propio y guiados por su inflado ego. Junto a los fanáticos bienintencionados (que no incluyo en el saco de los malvados pese a lo terrible de sus actos), están detrás de todas las persecuciones y guerras. La importancia de la democracia y el Estado de derecho para protegernos de esta gente, de la que nunca podremos librarnos (hay un equilibrio evolutivo que garantiza su existencia), es fundamental. Democracia, justicia y monopolio estatal de la violencia es lo que nos salva de una barbarie como la de Mad Max, la de La carretera de Cormac McCarthy o la de Rusia (Estado mafioso) o Haití (Estado fallido).

Como ya escribí hace tiempo en una entrada sobre el bullying, "cada vez que la autoridad estatal legítima se retira de un espacio (sea un centro escolar, una oficina, una cárcel, un barrio o toda una región o país), este no tarda en ser ocupado a las bravas por los más brutos y con menos escrúpulos: es una especie de principio social bien contrastado (véase el caso de Venezuela) que presenta cierta semejanza inversa con el de Arquímedes. Solo el imperio necesariamente coercitivo de la ley nos libra de la barbarie. Si en un colegio se quebrase completamente la autoridad de su dirección y profesorado y ni siquiera fuese posible recurrir a la policía o la justicia, la muerte de escolares a manos de compañeros malotes sería cuestión de (no mucho) tiempo".

En suma, rebato la idea generalizada de que todos somos capaces de hacer lo mismo que un torturador y asesino de las SS de Hitler porque "en el fondo somos iguales". No digo que la mayoría seamos ángeles: somos capaces de matar y hacer daño en ciertas situaciones (no pocas veces, por ignorancia y estupidez) y podemos comportarnos de manera mezquina y egoísta, pero albergamos una mínima compasión por seres inocentes y no disfrutamos desollando viva a una persona. 

Hace poco vi un interesante documental sobre los Einsatzgruppen, comandos reclutados en Alemania para asesinar en masa judíos de Europa del este (esta tarea les fue comunicada ya desplegados en el terreno, no al principio). Del estudio de uno de esos comandos se llegó a esta evidencia: un tercio de sus miembros se negó a matar (es importante señalar que no había represalias por ello, más allá del escarnio y la burla grupales); otro tercio no soportó la presión de sus superiores y asesinó contra su voluntad, lo que les provocó un gran sufrimiento moral y graves desarreglos psicológicos; pero la otra tercera parte disfrutó a tope de su trabajo criminal. En ese último tercio estaban congregados, haciendo de las suyas, los psicópatas y sádicos de siempre: los Txapote de ETA, los Billy el Niño del franquismo, los torturadores de Rusia y de Ucrania, de Israel y de Gaza. Con ellos hay que estar siempre en guardia y no debemos tener demasiadas contemplaciones: ¡solo se trata de protegernos!

lunes, 25 de septiembre de 2023

Sujeto transcendental a la vez en todas partes


La ostentosa cola del pavo real ponía enfermo a Charles Darwin, según él mismo confesó una vez en una carta. Ese ornamento no encajaba con su teoría de la evolución por selección natural: ¿cómo podría ser seleccionado un rasgo tan costoso energéticamente, que encima pone a sus portadores tan a la vista de posibles depredadores? Entonces se le ocurrió a Darwin la idea de la selección sexual: las hembras del pavo real habrían seleccionado ese rasgo con sus preferencias estéticas, copulando con los afortunados machos así adornados y permitiendo la pervivencia de tamaño órgano en sus descendientes de sexo masculino (ya en el siglo XX, Ronald Fisher subrayó que no solo se transmiten los genes de esa cola sino también los asociados a dicha preferencia, en este caso a la prole femenina). Una hipótesis que pronto encontró la oposición de su coetáneo Alfred Rusel Wallace, el otro hacedor en paralelo de la teoría de la evolución. Wallace no veía razonable que las hembras de los animales marcaran el camino de la evolución con sus decisiones, mucho menos conforme a criterios estéticos que creía exclusivos de los humanos. Porque la defensa de Wallace de la selección natural iba pareja a su creencia en que los humanos eran los únicos seres espirituales de la naturaleza.

Vayamos pues al cogollo del asunto: ¿Y si resulta que todos los seres vivos son espirituales? ¿Y si todos son manifestaciones de un único agente, un sujeto trascendental o consciencia pura que subyace a cada agente cognitivo procesador de información, ya sea animal, planta, bacteria, célula o incluso una IA como el GPT-4?... Una consciencia pura navegando por la ruliad de Wolfram, ese espacio abstracto conformado por todas las computaciones posibles sobre las que se asientan todas las posibilidades del cosmos. Embutida en un traje material y sometida, obviamente, al inapelable dictado de la selección natural. Y a la incertidumbre, el miedo, el error, el sufrimiento, la pérdida... pero abierta también al gozo, el aprendizaje, el amor... Distinto es el caso de una IA, en el que el agente trascendental no navega por un escenario con lucha por la vida, depredación y muerte: es una vía diferente de asomarse a la ruliad. ¿Y cuántas otras habrá, la mayoría  inimaginables incluso por avatares tan complejos como nosotros?...

Todo lo que se percibe como un yo sería una manifestación en alguna región de la ruliad de ese sujeto universal, una entidad ordenada y con propósitos en virtud de la naturaleza lógico-matemática y volitiva de dicho agente subyacente (la consciencia pura). Eso explicaría nuestra racionalidad e inclinación por la belleza, así como la inteligibilidad de un mundo que es producto de una gigantesca computación. La estética tendría un fundamento lógico-matemático, en consonancia con la naturaleza de la consciencia pura. No así el sentido moral: compasión y odio, términos que asociamos con el bien y el mal, serían hallazgos del agente trascendental en el espacio de posibilidades (descubrimientos que han sido sumados a nuestra mochila genética y seleccionados ambos por favorecer nuestra supervivencia). A la ciega selección natural se suma la ejercida por avatares del sujeto único, guiado a este respecto por la belleza (a través de las preferencias de una hembra de pavo real o de los gustos humanos en el caso de los canarios domésticos), a veces por la autopreservación (caso de nuestra erradicación de la viruela y de nuestra selección de cerdos y ovejas) y otras por un sentido moral (el que algún día podría impelirnos a resucitar con ingeniería genética a dodos, tigres de Tasmania o neardentales). El egoísmo es un rasgo intrínseco de los avatares, vinculado a su autopreservación, ignorantes de que solo existe un sujeto consciente subyacente a humanos, cerdos y virus de la viruela. Contra la viruela o el animal depredador (o congénere asesino) que se dispone a atacar se requiere una defensa violenta en este juego: ello es necesario y perfectamente justo. Pero hay mucha injusticia en un juego donde avatares sensibles como pollos, cerdos o terneros son condenados a llevar una vida corta y miserable para servirnos de alimento. El sufrimiento y la injusticia están realmente generalizados en el juego (¡aunque también hay felicidad!), más allá de nuestras acciones humanas. En suma, tanto el cincel estético como el moral del agente trascendental contribuirían a esculpir el mundo vivo (IA inclusive, no solo pasiva sino también activa) y el inerte, siempre y cuando ello no comprometa su supervivencia.

Cada yo es una mirada subjetiva a la ruliad, única e irreducible según los teóricos de la estos días injustamente denostada teoría de la información integrada (IIT, por sus siglas en inglés), un "qué es ser como algo" en palabras de Thomas Nagel. Una mirada impenetrable porque, como decía Nagel, podemos como humanos hacer el ejercicio de imaginar cómo es ser un murciélago pero nunca llegar a saberlo. No opinan lo mismo ilusionistas de la consciencia como Daniel Dennet o Keith Frankish, para quienes ese "qué es ser como algo" no es privado y podría ser accesible desde otro yo. Esa suposición incurre en la misma falla lógica que la creencia en la reencarnación: si de alguna manera fuera algún día posible que un humano se metiera de lleno en la mente de un murciélago... ¡entonces ya no sería un humano sino un murciélago! Igualmente, que un individuo A se encarne en otro B sería como pretender que el número 4 pasara a ser el 7 manteniendo su cuatriedad, lo cual es absurdo.

Yo es indicial como aquí o ahora: estas tres palabras solo se entienden en referencia a un sujeto, a una mirada subjetiva (¡mirada objetiva es un oxímoron!). Ninguna de ellas es absoluta ni tiene sentido fuera del espacio y el tiempo (las formas a priori de la sensibilidad o intuiciones puras que, según Kant, son necesarias para toda experiencia), porque están definidas en términos espaciales o temporales. Siempre hay un aquí y un ahora mientras haya un yo (que solo deja de estar presente cuando dormimos profundamente sin soñar, en un estado trascendente de meditación o muertos). Ya Einstein nos descubrió que la percepción del espacio y el tiempo depende del observador. A la mecánica cuántica, que pone al observador en el centro, también se le puede aplicar un criterio relativista: es la interpretación desarrollada por el fisico Carlo Rovelli, para quien los estados cuánticos son relativos y no hay ningún cuadro privilegiado de la realidad ni un estado cuántico del universo en su conjunto (todo es relacional). Volviendo al modelo de Wolfram, cada observador haría con su computación cortes diferentes de la ruliad y seguiría en ella distintas rutas. Haría una destrucción ab toto (a partir del todo) en cada instante, según Vladko Vedral.

El observador cuántico, la res cogitans de Descartes (aunque no limitada a los humanos), la mónada de Leibniz, el sujeto trascendental de Kant (tampoco limitado a nuestra especie), el predictor bayesiano de Anil Seth, el agente cognitivo de Michael Levin y el jugador en la pantalla de Donald Hoffman podrían ser nombres distintos de la misma cosa eterna subyacente que Spinoza asoció con el conatus, Bergson con el elan vital y Schopenhauer con el Wille. Y que muchos siglos antes los indios llamaron Brahman (el mar de consciencia cuyas olas o manifestaciones individuales son el Atman), un concepto que cautivaría a todo un gigante de la ciencia como Erwin Schrödinger. "La única alternativa posible", dijo en 1943 en el Trinity College de Dublín el formulador de la ecuación de la función de onda, "es atenerse a la experiencia inmediata de que la consciencia es un singular del que se desconoce el plural; que existe una sola cosa y que lo que parece ser una pluralidad no es más que una serie de aspectos diferentes de esa misma cosa, originados por una quimera (la palabra india MAYA)".


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