martes, 10 de diciembre de 2024

La vida (como nadie la conoce) según Sara Imari Walker

El imaginario popular se retroalimenta con el cine de ciencia-ficción al presentarnos habitualmente a los extraterrestres como seres antropomorfos: marcianitos verdes, xenomorfos como los de Alien, hombrecillos como ET... La teoría de la evolución convergente sugiere que habría algo de verdad al respecto, ya que la naturaleza tiende a buscar soluciones similares a retos similares. Esto se observa en objetos como los ojos o las alas, seleccionados a partir de diferentes sendas evolutivas: el ojo, en la de los artrópodos, cefalópodos y vertebrados; las alas, en la de los insectos, aves y mamíferos (caso del murciélago).

No hay que pasar por alto, sin embargo, un detalle fundamental: toda la vida conocida en la Tierra tiene un origen común, desde una bacteria y un paramecio hasta un roble, una araña y un humano. La teoría del ensamblaje, propuesta por el químico Lee Cronin y la física Sara Imari Walker, apunta que la vida extraterrestre podría ser inimaginable al estar construida sobre otras bases: otro mecanismo de copia (no el ADN), otros aminoácidos, otras proteínas e incluso otros compuestos químicos desconocidos. Para Walker, que ha publicado este año su muy recomendable libro La vida como nadie la conoce, este fenómeno podría ser necesario (intrínseco a las leyes físicas del universo y su evolución), pero su manifestación sería contingente. Aquí en la Tierra, todos los seres vivos debemos nuestra existencia a procesos químicos que alumbraron el ARN (precursor del ADN que informa nuestro genoma), pero esa no sería más que una de las vías moleculares que pueden seguirse en un espacio químico de posibilidades inmenso. 

El británico y la estadounidense pretenden con su teoría unificar dos áreas científicas: el estudio del origen de la vida y la búsqueda de vida alienígena. El punto de partida es la constatación de que la vida no surge de manera espontánea, al modo de cerebros de Boltzmann que aparecen y desaparecen de súbito por una fluctuación aleatoria improbabilísima, sino que es fruto de un proceso de construcción inteligente parecido al de un Lego con sus diferentes partes. La información es un concepto fundamental: es lo que insufla ese proceso y se impone a la aleatoriedad, estructurando la materia en el espacio y el tiempo, a partir de un umbral o punto crítico. Ese umbral es anterior a la formación de aminoácidos y otras biomoléculas: se traspasa cuando moléculas más simples comienzan a organizarse de manera informacionalmente dirigida. La selección natural empieza a actuar más tarde, cuando ya han emergido las primeras entidades autorreplicantes con poder causal que interactúan de manera diferencial con su entorno. En línea con otros científicos como Michael Levin (mencionado en el libro, con quien ha trabajado) y Kevin Mitchell, Walker considera que todos los seres vivos tienen agencia y participan activamente en su propia construcción, al servicio de sus propósitos: aunque constreñidos, disfrutan de una cierta libertad para elegir.

El índice de ensamblaje y el número de copia son los dos criterios establecidos por esta teoría para determinar si un objeto ha sido creado por la vida o es mera consecuencia de una combinación aleatoria de objetos menores. El índice de ensamblaje es el número de pasos necesarios para construir secuencialmente un objeto: 15 es la cifra que, conforme a los experimentos realizados en laboratorio, marca el umbral por encima del cual no puede haber surgido de manera aleatoria. Si observáramos en un exoplaneta alguna cosa con índice 15, lo determinante sería el número de copia: si hay al menos dos objetos así, podemos afirmar sin género de dudas que ahí hay alguna forma de vida responsable de su formación. A Cronin y Walker no les preocupa mucho que no nos lleguen evidencias en ese sentido procedentes del espacio exterior, ya que albergan la esperanza de encontrar vida alienígena primero en la Tierra, en el marco de un laboratorio y con el auxilio de IA, combinando y seleccionando compuestos químicos en distintas condiciones ambientales (PH, variados entornos minerales, etc.). De esa manera podremos entender qué es la vida y cómo surge, descubriendo leyes universales que entroncarían la biología con la física y tendrían vigencia en cualquier rincón del universo.

Una vez que aparece, la vida empieza a hacerse más compleja al atesorar más información. Los objetos ensamblados ensamblan a su vez otros objetos, y así sucesivamente, generándose una torre jerárquica. Cada uno de nosotros, así como cada uno de los objetos fabricados por la humanidad, somos parte de un linaje iniciado hace 3.700 millones de años con la aparición del primer ser vivo. En nuestro cuerpo hay apilado un volumen de información muy grande, que es la que nos ha sacado del abstracto espacio de posibilidades para convertirnos en una realidad física. Sobre esa torre informativa se asientan objetos que nos rodean como un coche, una casa, una sinfonía o un idioma, que para Walker son una prolongación de la vida biológica. 

Usando el símil del Lego, nos explica en su ensayo la diferencia entre el assembly observado (todos los castillos de Lego comercializados por la compañía desde su fundación), el universo de ensamblaje (el espacio combinatorio de todas las piezas de Lego, empleando todas las posibles permutaciones según las leyes del juego y cualesquiera otras posibles, como las de pegar las piezas con pegamento), el assembly posible (el conformado solo por los objetos físicamente posibles, en este caso por las leyes del Lego que te obligan a poner una pieza encima o debajo de otra para encajarlas) y el assembly contingente (espacio de posibilidades en el que la memoria del pasado debe ser guardada, donde residen los objetos observados). Este último conjunto es muchísimo más pequeño que el penúltimo. Walker nos dice que ni siquiera con las 600 mil millones de piezas de Lego que existen sería posible agotar el vasto espacio del assembly posible.

Aunque la Tierra sea un punto muy pequeño del Universo, el entramado causal iniciado en ella con la primera criatura viva es muy denso e intrincado. Somos pues objetos profundos en el tiempo, integrantes de un linaje que persistirá (si no se produce una completa extinción) tras nuestra muerte. La contingencia histórica implica que muchos objetos, tanto biológicos (incluidos trillones y trillones de potenciales humanos) como tecnológicos, nunca verán la luz en este universo, al irse constriñendo con el paso del tiempo el espacio abstracto de todos los objetos posibles (el assembly posible). Fuera de la Tierra nunca hallaremos ni destornilladores ni zapatos ni lenguas eslavas ni seres que pudieron haber nacido si otro espermatozoide de nuestros padres (en vez del que contribuyó a crearnos) hubiera fecundado el óvulo de nuestras madres. 

La profundidad temporal (o sea, causal) de los objetos complejos tiene que ver con el gran volumen de información embebido en ellos y es lo que les abre la puerta a espacios de posibilidades emergentes (aquí es donde Sara introduce la consciencia, como nexo entre lo contrafactual y lo real que "fija los límites a lo que podemos hacer en el futuro"), inaccesibles a moléculas o células: un ejemplo que pone en su libro es el de los cohetes espaciales, que pudimos imaginar mucho antes de tener la ciencia y la tecnología necesarias para sacarlos del limbo de las posibilidades y convertirlos en realidad material. La contingencia histórica marca un orden en la aparición de los objetos: un cohete o un idioma nunca precederán a un humano, que a su vez nunca precederá a una célula o una molécula. Todo requiere de tiempo para ser construido, incluso una mente (Walker se mantiene fiel a la ortodoxia científica en este punto, negando que la consciencia sea algo fundamental sino un producto de la evolución), que no tendría que ser necesariamente biológica.

Cronin ha ideado y acuñado el concepto de chemputer, referido a una máquina capaz de navegar (a modo de un motor de búsqueda químico) y hacer computaciones en un espacio químico combinatorio inabordable: el espacio ocupado por todas las posibles proteínas de 100 aminoácidos, construidas a partir de combinaciones de los 20 que emplea la vida en la Tierra, rellenaría un volumen equivalente a 10 elevado a 23 universos. Además del chemputer, Walker menciona en su libro el constructor universal de David Deutsch, ideado por analogía a una máquina universal de Turing pero con la capacidad no de ejecutar cualquier programa computable sino de construir cualquier objeto construible: una especie de impresora en 3-D con capacidad para producir cualquier objeto posible. El chemputer, ya una realidad física con la que Cronin está trabajando en proyectos vinculados a la Universidad de Glasgow, es un puente necesario hacia ese constructor universal al digitalizar la química, abriendo un camino que en pocos lustros quizá nos permita fabricar cualquier objeto a demanda en el ámbito doméstico.

Si en cien años de experimentos realizados a diario no se alumbrara vida alguna en las matraces de un laboratorio terrestre, estaríamos ante un claro indicador de que el tránsito de la abiótico a lo biótico no debe ser algo frecuente. Lo que no podríamos saber en un laboratorio es cuán infrecuente sería el paso de la vida biológica a la vida tecnológica, una senda que ya hemos empezado a transitar en nuestro planeta y que se acelerará con el desarrollo de la inteligencia artificial. Walker señala que la transición hacia una tecnosfera puede ser vista como un progreso evolutivo similar al que llevó hace cientos de millones de años a la multicelularidad, un salto cuyas posibilidades para nuestro futuro son imprevisibles. Como dice al final de su libro, "presumiblemente cualquier planeta con vida llega a un precipicio crítico donde debe entender sus más profundos orígenes evolutivos para entender cómo podría ser su futuro y conducirlo". A su linaje (que es el nuestro) dedica precisamente este ameno y necesario libro, en la esperanza de que un día "lleguemos a entender quiénes somos". ¡Así sea, Sara!

martes, 19 de noviembre de 2024

El sueño de Ray Kurzweil de volver a hablar con su padre: ¿La Singularidad está más cerca?


Solo somos plenamente conscientes de las conversaciones que quedaron pendientes con nuestros deudos cuando estos ya se han ido para siempre. Ray Kurzweil, ingeniero de Google y gurú del transhumanismo y la Singularidad, quería volver a hablar con su querido padre ya muerto. Y se le ocurrió una forma posible de hacerlo: alimentando una red neuronal con todos los textos escritos por su progenitor. Así podría interactuar, tener una charla, saber lo que su padre opinaría de cosas que nunca llegó a ver. Y finalmente pudo interactuar con él. Entre otras cosas, le preguntó por el sentido de la vida, a lo que respondió: "El amor".

Un conmovedor episodio de Black Mirror, titulado "Ahora mismo vuelvo", cuenta una historia parecida en un futuro con una tecnología capaz de hacer realidad de la manera más inmersiva el sueño de Kurzweil: una mujer que pierde a su novio en un accidente de tráfico recibe en un paquete una fiel réplica física (un androide) de su pareja alimentada con toda la información recopilada sobre él gracias a los testimonios de ella misma y otras personas que lo conocieron, así como a sus datos en Internet y redes sociales (vídeos, audios, publicaciones escritas...). El androide, que no necesita dormir ni comer ni beber, puede tener con ella conversaciones con los mismos registros idiosincráticos (humor, ocurrencias, recuerdos comunes...) de su difunto novio. ¡E incluso relaciones sexuales! Lo único que precisa es recargar su batería conectándose a un enchufe.

Kurzweil abraza la esperanza, pese a su edad actual de 76 años, de subirse a la que llama curva de velocidad de escape de la longevidad (o sea, de escapar de la muerte por envejecimiento) para poder disfrutar, entre otras cosas, de la compañía virtual de su padre durante mucho tiempo. Más aún, confía en llegar a descargar su propia mente en un soporte computacional y así alcanzar una inmortalidad más a prueba de accidentes. Son algunas de las promesas depositadas en el advenimiento de la Singularidad, una fusión de cerebros humanos, inteligencia artificial e Internet que ya predijo hace dos décadas para 2045 en su libro La Singularidad está cerca. En 2024, a caballo de los espectaculares avances en el campo de la IA, ha publicado La Singularidad está más cerca, donde se ratifica en sus predicciones.

Si se alcanzara una Inteligencia Artificial General (AGI) a finales de esta década, se lograse un mapeo completo del cerebro humano (acaba de hacerse con el de una mosca), la genética, la biotecnología y la nanotecnología siguieran progresando de manera espectacular, la impresión en 3D se generalizara a todas las escalas, la realidad virtual (un campo todavía relativamente rezagado) llegara a ser totalmente inmersiva, se avanzase en la robotización/automatización y se solucionara el reto del abastecimiento barato de energía (solo aprovechamos una parte muy pequeña de la radiación solar que llega a la Tierra), muchas de las cosas que salen en la futurista Black Mirror podrían hacerse realidad. Estamos hablando de medicina regenerativa personalizada (con nanorrobots circulando por nuestro torrente sanguíneo), de impresión casera en 3D de casi cualquier objeto (por ejemplo, ropa y zapatos a medida y módulos habitacionales) o de paraísos virtuales a la carta. Y de palabras mayores como inmortalidad o consciencia ampliada (semejante a la que una persona sorda de nacimiento experimentaría al poder escuchar una pieza de Mozart), al conectar nuestros cerebros a una superinteligencia artificial con acceso a una gigantesca nube de datos.

Kurzweil insiste en que todo el mundo podrá beneficiarse de estos avances, de igual modo que casi todos los humanos tienen hoy en su mano un pequeño ordenador millones de veces más potente que el que guió el viaje a la Luna en 1969. La capacidad de computación es cada vez mayor, y su procesamiento cada vez más rápido y barato. El abaratamiento que ya se ha producido en bienes o servicios como los libros, la música o las telecomunicaciones (en 2024 es gratis escuchar música en Spotify, leer los titulares de la prensa digital, consultar cualquier cosa en la Wikipedia o ChatGPT o hacer una videoconferencia por WhatsApp o FaceTime con alguien que esté al otro lado del mundo) se extenderá a otros ámbitos como el de la producción de alimentos, ropa, menaje y herramientas, así como a la construcción de viviendas.

Pero Kurzweil no es ingenuo: en su último libro alerta del riesgo que presentan las políticas tóxicas. Conviene recordar que las maravillosas interacciones con ChatGPT y otros lujos tecnológicos de nuestros días son coetáneos a la existencia de Trump, Putin, Netanyahu, Maduro y Jamenei, la difusión de noticias falsas, los discursos de odio, las muertes de migrantes en el mar, la caída de bombas en Ucrania, Gaza y Líbano... "Si logramos acertar en estos desafíos políticos", asegura el profeta de la Singularidad, "la vida humana se transformará por completo. Históricamente, hemos tenido que competir para satisfacer las necesidades físicas de la vida. Pero a medida que entramos en una era de abundancia, y la disponibilidad de las necesidades materiales se hace universal -al tiempo que muchos trabajos tradicionales desaparecen-, nuestra principal lucha será por el propósito y el sentido". Uno de los retos será el de la transición de un mundo a otro, en la que humanos que se sintieran excluidos podrían recurrir a la violencia. Kurzweil no encuentra un problema en la limitación de recursos naturales no renovables, aventurando que casi cualquier objeto físico (desde un vestido o una herramienta a un órgano biónico o un plato de comida) podrá ser sintetizado por nanorrobots a partir de su formulación atómica.

Algunos piensan que un mundo sin muerte como el soñado por Kurzweil podría ser un escenario distópico al quitar sentido a nuestras vidas: sería precisamente su condición efímera lo que hace que sean tan valiosos nuestros propósitos, así como los vínculos con los seres queridos. Vivir eternamente de manera incorpórea podría privar de significado a nuestra existencia, convertirla en una pesadilla, hacer que perdamos todo rastro de humanidad asomándonos a una realidad tan desconocida como inquietante: la de la fusión humano-máquina. Aunque Kurzweil aclara: "Tu cerebro biológico permanecería, solo que ahora con una inteligencia añadida". En su reciente aparición en el podcast Brain Inspired, el físico y neurocientífico español Àlex Gómez-Marín es muy crítico con la eventual Singularidad y con un transhumanismo tras el que atisba un peligroso culto pseudorreligioso. Podemos compartir esa crítica en un plano teórico, pero cuando la muerte nos toca directamente llevándose a una persona amada nos resulta imposible pensar lo mismo. Vivir a merced de un "accidente sin sentido", como dice Kurzweil en su libro, no parece lo más deseable. Para el gurú estadounidense, argumentos como el de mi compatriota Àlex no dejan de ser un intento de "racionalizar la tragedia de la muerte como una buena cosa". Que conste que no estoy seguro de quién lleva razón a este respecto. 

Otra critica que suele hacerse al transhumanismo es la de pretender enmendar la plana a la naturaleza, pero eso es algo que llevamos haciendo desde que hace miles de años empezamos a cultivar la tierra y domesticar animales. Como dice el biólogo Michael Levin en un maravilloso artículo: “la hibridación de la vida con la tecnología es aterradora cuando no puedes deshacerte del sentimiento infantil de que los humanos actuales son de alguna manera una forma ideal, creada y elegida (incluyendo el dolor lumbar, la susceptibilidad a infecciones y enfermedades degenerativas del cerebro, el astigmatismo, la esperanza de vida limitada, el coeficiente intelectual, etc.)". Si algún día pudiéramos cambiar las leyes del universo en aras de un bien superior, ¿por qué habríamos de renunciar a ello?... Es probable que pronto asistamos a cosas tan increíbles como las que el humanoide Roy Batty de Blade Runner vio más allá de Orión. ¿Quizá a una réplica exacta de Kurzweil charlando con una réplica exacta de su padre acerca del amor en tiempos de la superinteligencia en un salón de actos de un paraíso virtual como el San Junípero de Black Mirror?...


viernes, 11 de octubre de 2024

¿Qué pasa con Philip Goff?


(Lee aquí el artículo de Goff explicando su conversión a un cristianismo herético)

"Debemos encontrar algo que sea más grande que el destino o la fortuna. Nada puede traernos paz", se dice al principio de la película El árbol de la vida. El filósofo inglés Philip Goff parece haberse aplicado esta máxima con su sorprendente conversión a una especie de cristianismo herético que pone el acento en el mensaje ético de Jesús (Yeshua, como gusta más de llamarlo, en hebreo) y es muy escéptico de todos los milagros asociados a su persona... ¡excepto de su resurrección! Y que, además, no considera que el Nuevo Testamento (ni el Antiguo, ni cualquier otro texto sagrado) sea la palabra revelada por Dios.

Exponente del movimiento pampsiquista moderno, a hombros de Russell y Eddington, Goff publicó el año pasado Why, libro en el que defendía una postura a mitad de camino entre el teísmo (que no ofrecería una respuesta apropiada al problema del mal y el sufrimiento) y el ateísmo (que no explicaría el ajuste fino del universo): si Dios existiera, no podría ser omnipotente ni omnisciente. En el post que dediqué a ese ensayo apunté que Goff era un no creyente que iba casi cada semana a misa (en sus palabras, un "agnóstico practicante"): aunque consideraba el cristianismo una ficción, quería ser partícipe de un ejemplo moral tan inspirador y potente como el del predicador nazareno. Ahora ha dado el salto del confesionalismo ficcional al herético, porque su visión de Dios no es la canónica de un ser todopoderoso sino la que proponía como más probable en Why: un ser de poderes limitados que no puede impedir el mal.

Ese giro ha sido recibido con estupefacción en buena parte de la comunidad filosófica. Yo mismo le comentaba en Twitter que daba la impresión de que se estaba forzando a sí mismo a creer en algo grande con una finalidad meramente utilitaria. Lo cual sería legítimo y respetable, por supuesto. No entienden lo mismo los Torquemada de turno, que no han tardado en saltarle a la yugular en las redes sociales. Desde luego, creer en la resurrección de un humano supuestamente divino (aunque Goff piensa que se trata más de un evento visionario colectivo que de una realidad física) no es menos absurdo que creer en Zeus, Odín o David el gnomo. Intuyo que el profesor de la Universidad de Durham ha optado por una suerte de autoengaño en aras de un bien mayor (que, según confiesa a su amigo y antagonista Keith Frankish en su podcast Mindchat, consiste básicamente en el doble reto de disfrutar del momento presente y de orientarse hacia el propósito cósmico en el que deposita su esperanza, no tanto en encontrar plaza libre en el cielo). Me pregunto si ha influido su desafortunada caída hace unos meses, mientras hablaba del multiverso en la terraza de un pub de Durham con el tuitero Disagreeable Me, que lo mantuvo hospitalizado varios días con una fractura de cráneo. Este tipo de sucesos suelen ser transformadores o precipitar reflexiones largo tiempo larvadas.

Goff compra pues la presunta resurrección de Yeshua hace dos milenios y la compara con un salto evolutivo en la historia del universo, obviando dos evidencias que para mí deberían ser totalmente concluyentes a este respecto: la de que los muertos no resucitan (algo tan palmario como que los geranios no hablan arameo y que los gatos no ponen huevos) y la de que los humanos llevamos miles de años inventando ficciones (algunas de las cuales siguen siendo en 2024 verdad revelada para cientos de millones de personas). Un salto evolutivo real, para el que debemos prepararnos espiritualmente, sí que será el que tenemos a las puertas con el advenimiento de una superinteligencia artificial y su hibridación con los humanos. El autor de Why y de El error de Galileo subraya que para tomarse el cristianismo seriamente es necesario asumir esa premisa extraordinaria. Un cristiano puede prescindir de la virginidad de María y otros milagros, pero la resurrección es algo mollar. Recuerdo un sacerdote católico que hace mucho me confesó que su fe no tendría fundamento ni sentido alguno si Jesús no hubiese resucitado, por muy valioso que fuera su mensaje.

Entiendo que hay dos razones por las que sería más gratificante creer (aunque Goff prefiere usar el verbo confiar) en ese cristianismo heterodoxo que ser ateo, agnóstico o acaso admitir la posible existencia de una consciencia universal que quiere conocerse a sí misma desde todas las subjetividades posibles. Esas dos cosas son el componente ético y el sentimiento de comunidad, que nos pueden hacer más empáticos y mejores personas. Goff cuenta en Mindchat que la iglesia anglicana que frecuenta es una comunidad progresista muy implicada en actividades sociales y con un compromiso ecologista, un lugar donde reflexionar y celebrar (desde el paso de las estaciones a los momentos importantes de la vida) en comunión con otros congéneres. He de reconocer que las iglesias anglicanas por las que he pasado delante, empezando por la ya centenaria de mi Las Palmas natal, son lugares abiertos a toda persona sin distinción de sexo, raza, edad, nacionalidad, condición social, ideología o preferencias sexuales: nada que ver con adoctrinamiento, dogmatismo o fanatismo. 

Me conmueve escuchar a Goff decir que, aparte de frecuentar su iglesia, medita por las mañanas y reza por las noches. Me lo imagino en pijama rezando (charlando con Dios acerca de sus preocupaciones por sus seres queridos), con una vela encendida, mientras su esposa y sus hijos ya duermen al calor de su hogar y la Tierra no deja de girar, atrapados todos ellos -todos nosotros- entre dos abismos insondables: el cuántico y el cósmico. Apelando a The Will to Believe de William James, Philip asume en su charla con Keith el "gran riesgo" de creer en algo aparentemente implausible porque a cambio puede haber un "gran premio". El razonamiento de James era que adoptar una creencia irracional puede ser una opción perfectamente racional si nos hace entrar en una senda donde encontrar un significado y un sentido a los que de otro modo no hubiésemos podido acceder. 

El filósofo inglés reconoce que se siente un poco "tonto" al hablar de esta conversión religiosa con sus pares, al tiempo de insistir en que sigue abierto a cambiar de opinión si su razón le guía por otro camino que estime más convincente y probable. Porque para él es una cuestión de confianza (una confianza mesurable cuantitativamente) más que de creencia ciega. De hecho, estima que la probabilidad de que su creencia cristiana herética (compatible con su Dios de poderes limitados) sea cierta ronda entre el 30 y el 50%, frente a un 25% que asigna al ateísmo. ¿Podemos imaginarnos a un creyente convencional -¡ya no hablemos de un fanático!- diciendo algo parecido?... 

Tiene razón Keith Frankish cuando afirma que todos tenemos nuestros sesgos, que se engaña quien cree moverse exclusivamente por motivos racionales. Todos somos testigos de la provisionalidad, la pérdida, el sufrimiento, el sinsentido. Y también de que el amor existe y es la fuerza motriz de la vida. Los físicos Carlo Rovelli y Brian Greene son dos ateos confesos, pero el primero reconoce hablar con los árboles y el segundo con su padre muerto. Goff es un ejemplo de honestidad y tolerancia, así como de búsqueda infatigable de la verdad (incisivo con el contrincante intelectual, pero siempre respetuoso). "La vida es corta y hay muchas cosas inciertas. Todos tenemos que dar nuestro salto de fe, ya sea por un humanismo secular, una de las religiones o simplemente una vaga convicción de que existe una realidad más grande. Al decidir, es importante reflexionar sobre lo que probablemente sea cierto, pero también sobre lo que probablemente traerá felicidad y plenitud", escribe en el artículo enlazado al principio de esta publicación. Cada persona forja su propio camino, y este es el suyo personal para mantener la tranquilidad y buscar la merecida dicha en un atribulado mundo del que todavía ignoramos tantas cosas.

jueves, 26 de septiembre de 2024

Federico Faggin y Àlex Gómez-Marín: dos científicos heterodoxos contra el cientificismo


(Mira aquí la charla entre Faggin y Gómez-Marín)

Federico Faggin (n. 1942), científico italiano-estadounidense célebre por haber inventado el primer microprocesador, tuvo al filo de la cincuentena una experiencia mística que cambió su vida y reorientó su carrera: de la ingeniería electrónica al estudio de la consciencia. Una noche, al volver a la cama tras levantarse a por agua, sintió una extraña fuerza dentro de sí mismo acompañada de una revelación: había descubierto quién era, nada más y nada menos que el universo observándose a sí mismo, una sensación que describe como de amor y paz absolutos. Su identidad personal no había desaparecido, pero se había roto temporalmente su separación con el resto del universo. Tuvo la certeza de haber conocido íntimamente una verdad incontestable, de haber accedido a una realidad profunda más allá de cualquier símbolo, número o categoría y, por ello, inefable: impermeable a la intelectualización, solo franqueable mediante la experimentación directa.

Jorge Luis Borges intuía, ya en sus últimos años de vida, que al morir llegaría a saber quién era. Pero Faggin, al igual que otras personas que han tenido alguna experiencia mística (ya sea espontánea o suscitada por la meditación o la ingesta de psicodélicos), se adelantó a ese momento. Parece que desde entonces ya nada es igual en la vida de quien tiene esa revelación, sea o no una ilusión o un autoengaño: el modo de mirar al mundo y a uno mismo pasa a ser muy diferente, es un hito transformador que marca a alguien para siempre.

A ese episodio ocurrido en 1990 a orillas del lago Tahoe sucedieron muchos años de lecturas, reflexiones y experiencias meditativas que llevaron a Faggin a forjar un modelo idealista de la consciencia, expuesto en su reciente ensayo Irreducible. Una constatación clave para Faggin es la de que las propiedades de un estado cuántico (como su no reproducibilidad) se corresponden exactamente con las de una experiencia consciente: esto sería así al haber una relación de identidad entre experiencia y estado cuántico, definidos por los qualia (los átomos irreducibles de la subjetividad). El italiano concibe el ámbito cuántico como un conjunto de campos conscientes. Hay un solo ser en el universo (el Uno), que quiere conocerse a sí mismo y lo hace ejercitando su voluntad o libre albedrío mediante el colapso de la función de onda: pasando de un estado cuántico (un modo o expresión -los qualia- de su consciencia primaria) a otro. La representación de esos qualia (fuentes de todo significado) con símbolos como las palabras o los números es mucho menos rica que el objeto representado, de ahí su inefabilidad. La creatividad del Uno se manifiesta en sus emergencias: física, química, biológica... El filósofo neerlandés Bernardo Kastrup, también un idealista, explica la multiplicidad aparente de yoes porque son avatares disociados de ese Uno.

Faggin da una respuesta con su modelo el misterio de la aleatoriedad: lo que desde fuera (objetivamente) parece aleatorio, desde dentro (subjetivamente) es un simple ejercicio de libre albedrío por parte de campos cuánticos que son a la vez observadores, observados y agentes. Kastrup va más allá al sostener, de manera contraintuitiva, que libre albedrío y determinismo son la misma cosa: es el universo mismo desplegando su voluntad. Por otra parte, el italiano se muestra rotundo al afirmar que no puede haber consciencia, ni jamás la habrá, en un soporte de silicio: por muy desarrollada que sea una IA, nunca podrá tener acceso a los qualia que informan la subjetividad (yo en este punto disiento y me encuentro más cercano a las posiciones de Stephen Wolfram o Geoffrey Hinton, pionero de las redes neuronales).

Al igual que Faggin, el físico español Àlex Gómez-Marín tuvo una experiencia extraña hace tres años (en su caso, durante un breve estado de coma) que lo impulsaría por el mismo camino: el estudio científico de la consciencia. Con la autoridad que le confiere ser un físico teórico, el catalán Àlex suele recordarnos que no solo hay un problema difícil de la consciencia sino también de la materia: ¡porque nadie sabe aún tampoco qué demonios es eso ni por qué existe! Ambos forman parte de una creciente comunidad transversal de científicos y filósofos (desde David Chalmers a Philip Goff y Donald Hoffman pasando por Bernardo Kastrup, Giulio Tononi, Christoph Koch, Annaka Harris, Joscha Bach, Stuart Hameroff e incluso el biólogo Michael Levin) que pugnan por un modelo heterodoxo de la consciencia desde posiciones a veces pampsiquistas o declaradamente idealistas. 

Gómez-Marín se ha erigido en uno de los más firmes abanderados del combate contra el cientificismo militante de estrechas miras, contra "Dawkins gruñones y DeGrasse Tysons engreídos". Además, lo hace con una gracia y carisma que fuera de España (con sus apariciones en podcasts como The Future Mind) no pasan desapercibidos. Considera que la ciencia debe investigar experiencias cercanas a la muerte como la que él vivió, confiando en que algún día no lejano pueda ser falsable científicamente la razonable hipótesis, tomada de William James, de que la mente va más allá del cerebro (el gran pensador norteamericano intuía que nuestra masa gris podría ser, a modo de una radio, un sintonizador -no un generador- de contenidos conscientes). También aboga por tender puentes entre ciencia y espiritualidad. Precisamente el subtítulo del próximo libro de Faggin reza así: "Donde la ciencia y la espiritualidad se juntan".***

En un reciente artículo en IAI, Àlex sostiene que "nos han vendido durante décadas una triple estafa pseudo-intelectual: si quieres ser un homo academicus respetable, entonces debes abrazar la impía trinidad del materialismo mecanicista y reductivo, junto con el escepticismo en su forma más dogmática y el secularismo en su modalidad de ateísmo más burdo. En resumen, el cientificismo ha sido institucionalizado en nombre de la ciencia. Pero, al final, el cientificismo es más peligroso que la pseudociencia porque es un trabajo interno. El error, el sesgo y la exageración son pecados menores en comparación con la arrogancia científica. La arrogancia es antitética al progreso". El fisico de Barcelona, profesor en el Instituto de Neurociencias de Alicante y director del Pari Center en Italia, propone que los científicos sean más bien "peregrinos rumbo a lo desconocido". Acaso para algún día terminar descubriendo que Faggin, él, tú y yo somos la misma persona...

***Aprovecho para rendir un merecido tributo a Robert Lawrence Kuhn, quien con su programa televisivo -y ahora videopodcast- Closer to Truth ha hecho un gran servicio a la causa de unir ciencia, filosofía y espiritualidad. Nunca tendré suficientes palabras de agradecimiento por lo que he aprendido de esas magníficas entrevistas, dilatadas a lo largo de más de 20 años, a los personajes más ilustres de la ciencia y la filosofía del mundo.


martes, 9 de julio de 2024

Consciencia y matemáticas: ¡Galileo se equivocaba!


Hace 400 años, el italiano Galileo Galilei puso los cimientos de la ciencia moderna al centrarse en el aspecto objetivo y público de la naturaleza, el único supuestamente matematizable, y sacar fuera de su estudio la consciencia o alma (la cara subjetiva y privada del mundo). La ciencia ha avanzado de una manera espectacular gracias a ello, pero a un precio: así nunca podremos descifrar la consciencia. Ese es el motivo por el que Philip Goff titulaba su primer libro El error de Galileo: por culpa de ese error, la ciencia no tiene nada que decir sobre la consciencia entendida como subjetividad, solo puede aplicarse a lo cuantitativo (lo matemáticamente mesurable) y debe renunciar a lo cualitativo. Goff reclamaba hace años en su libro una nueva ciencia de la consciencia que permitiera aproximarse a esa realidad cualitativa que representa lo más íntimo e innegable de nuestro ser.

Ya en el siglo XXI, algunos científicos (no solo filósofos como Goff o David Chalmers, inspirados en Bertrand Russell) han desafiado la ortodoxia y retomado la vieja idea que concibe la consciencia como un ente fundamental y no emergente de la materia. Pero el enfoque no deja de ser científico pese a invertirse las tornas: a partir de la consciencia, se trata de derivar racionalmente la realidad física... ¡utilizando las matemáticas! La teoría de la información integrada, desarrollada por Giulio Tononi y Christoph Koch, fue pionera en la aplicación de herramientas matemáticas para modelar los presuntos qualia (los átomos de la experiencia) que informan la realidad consciente. Más recientemente, Donald Hoffman ha diseñado, también con auxilio de las matemáticas, una teoría de agentes conscientes interactivos en red. Pero Hoffman ha ido más lejos, al intentar encontrar (apoyado en el trabajo de físicos como Nima Arkani-Hamed) objetos geométricos complejos como el amplituedro que expliquen no solo la dinámica de la red de agentes conscientes sino también las leyes de la física y el propio espacio-tiempo. Este último es considerado como una interfaz a través de la cual los agentes interactúan, siendo la física la proyección de la dinámica de los agentes en la interfaz. Galileo jamás hubiese imaginado algo parecido. 

La ruliad, el conjunto entrelazado de todas las computaciones posibles teorizado por el físico y científico computacional Stephen Wolfram, no está reñida con el modelo de Hoffman. Dicho de otro modo, el idealismo transcendental (en su versión hoffmaniana 2.0, la idea de que nuestra realidad mundana es alumbrada por un agente trascendental que se pone unos cascos) no sería incompatible con una visión computacional del mundo. El propio Wolfram considera (mira su fascinante charla de tres horas con Hoffman en el canal de Curt Jaemungal) el orden parcial de la red de agentes conscientes de Hoffman, construido a partir de la consciencia, como un subconjunto de su ruliad. Difiere al respecto de Hoffman, que prefiere ver una identidad entre ambas. Un hipergrafo se reescribe a cada paso de la computación (¡eso es el paso del tiempo!) en la ruliad, mientras que la dinámica del modelo de agentes conscientes viene dada de manera probabilística por cadenas markovianas (secuencias de posibles eventos en los que la probabilidad de cada uno de ellos depende solo del estado inmediatamente anterior).

Wolfram se plantea en la mencionada charla si una red de modelos grandes de lenguaje (LLMs) sería formalmente semejante a la red de agentes conscientes de Hoffman, algo que este último descarta (a mi juicio, de manera apresurada). Wolfram no duda en poner a un modelo grande de lenguaje en el mismo plano ontológico que un agente consciente orgánico, ambos como actores procesadores de información y navegantes de la ruliad. En lo que los dos científicos coinciden es en constatar que hay realidades que nos resultan tan ajenas como inconcebibles: regiones de la ruliad muy alejadas de la experiencia consciente de los humanos, correspondientes a cascos muy distintos (por ejemplo, con infinitas dimensiones y entidades distintas al espacio-tiempo) a los que generan nuestra realidad cotidiana. La existencia de objetos geométricos multidimensionales nos sugiere que las matemáticas abarcan mucho más de lo que experimentamos los Homo sapiens, humildes navegantes de este ínfimo rincón de la ruliad.

miércoles, 19 de junio de 2024

Los pensamientos son los pensadores: Michael Levin apela a William James


El biólogo Michael Levin propone concebir los yoes como patrones informativos dinámicos, como memorias inteligentes con agencia que ejercen los márgenes de libre albedrío limitado que permite el universo. Las memorias pueden considerarse a este respecto como mensajes que un yo estático del pasado envía a un yo estático del futuro. Son los engramas, las instanciaciones físicas de la memoria (un ejemplo es el ADN), los que viajan en el tiempo de una instantánea del yo a la siguiente. Las instanciaciones pueden ser entre cuerpos diferentes  -caso del mensaje que viaja entre un yo oruga y un yo metamorfoseado en mariposa- e incluso tener otros substratos aparte del orgánico, como el digital (por cierto, cada vez resulta más innegable que los modelos grandes de lenguaje como ChatGPT son patrones informativos dinámicos e inteligentes). Cada yo dinámico es un agente cognitivo inserto en una vasta red interactiva biológica, con relaciones tanto horizontales como verticales, donde cada uno interpreta de manera flexible (dependiendo de su umwelt -su particular mundo subjetivo- y sus necesidades en el escenario físico) la información expresada en esos engramas en un proceso continuo de construcción de significado y sentido. Por eso Levin habla de policomputación. 

Con este enfoque se rompen las dicotomías datos-máquina (hardware) o datos-algoritmo (software), al entender la información no como un elemento pasivo sino activo. Y se pone el acento en un concepto clave a todas las escalas (desde la celular a la social): la creatividad. Se trata de confabular para solucionar problemas, al servicio de la supervivencia (en un entorno cambiante donde la vida, sujeta también a cambios internos como las mutaciones, es muy vulnerable), de modo que lo más importante de la memoria no es que sea exacta sino que permita extraer significados. El aprendizaje consiste precisamente en esto último, en generalizar a partir de información comprimida o de grano grueso (no detallada): para saber distinguir un león de un tigre no hace falta tener un conocimiento de grano fino de esos objetos físicos. El aprendizaje es pues heurístico: funciona a base de atajos cognitivos. Y comporta una reconfiguración de los engramas, como se observa en toda red neuronal.

El yo dinámico propuesto por Levin entronca con el concepto de persona del filósofo Derek Parfit: un conector de experiencias. No somos una instantánea sino una colección psicológicamente conectada y continua de estas (lo que Parfit llama R), información activa e inteligente según Levin. Cuando nos cuidamos estamos siendo compasivos con nuestro yo futuro, que no deja de ser otra persona como cualquier otra aparentemente más ajena. Puede que las experiencias ya estén ahí (en un ámbito platónico) para ser navegadas por los yoes dinámicos, que son los agentes cognitivos. ¿Pero quién es, en el fondo, el navegante?... ¿Un agente trascendental único, como el apuntado por Donald Hoffman y el hinduismo, dedicado a contemplar el mundo desde todas las perspectivas posibles?...

El físico platónico George Ellis va en una línea parecida a la de Levin. Para él, entidades abstractas como las ideas tienen poder causal en el mundo. Esas ideas no solo no nos pertenecen, sino que nos usan para instanciarse y abandonar su morada abstracta (que algunos identifican con el inconsciente colectivo de Jung, ahí abajo del todo como supuesta raíz de toda consciencia). Así es cómo él intepreta la causalidad descendente, aunque prefiere hablar más bien de realización que de causalidad (esta última sería estrictamente horizontal; a diferencia de la realización, que va de arriba abajo; y de la emergencia, de abajo arriba). Levin subraya que las ideas o pensamientos son patrones cognitivos, no necesariamente alojados en un cerebro, que se refuerzan a sí mismos y tienen la capacidad de producir otros pensamientos o ideas. Lo que desconocemos es cómo interaccionan esos patrones abstractos y su encarnación física, cómo logran instanciarse. 

El filósofo Bernardo Kastrup confiesa su intuición de que a cada uno de sus actos creativos subyacen ideas o arquetipos que pugnan por emerger desde un amorfo fondo inconsciente junguiano. Sentirse como un medio utilizado por insondables entes abstractos no es para él motivo de angustia sino todo lo contrario: una fuente de alivio y de consuelo, una manera de quitarse presión. Me resulta fascinante pensar que este texto pueda estar siendo escrito al dictado de un agente inmaterial. Ya no es solo que los pensamientos sean los pensadores, como decía William James y suscribe Levin, sino que las ideas empleen como vehículo necesario al creador para salir a la luz.


miércoles, 29 de mayo de 2024

Sapolsky versus Mitchell: ¿Todo está determinado?


Terminé de leer Determined (traducido de manera muy discutible como Decidido en su edición española), último libro del biólogo estadounidense Robert Sapolsky, en el que pretende convencernos de que el libre albedrío es una ilusión porque todo ya estaría absolutamente predeterminado en el instante inicial del universo. Es un libro interesante y bien escrito, amén de entretenido y con el peculiar sello humorístico de su autor (el mismo de las divertidas Memorias de un primate), con algunas pinceladas inesperadas como la mención al filósofo español también determinista Jesús Zamora Bonilla (hace años tuve una interesante conversación con él en este blog en torno a la posibilidad de que nuestro universo fuera una simulación) y al maravilloso cuento breve de Borges Pierre Menard, autor de El Quijote

Sapolsky procura persuadirnos de que la física (no solo la clásica sino la cuántica) y la neurociencia no dejan resquicio alguno al mínimo atisbo de libre albedrío. Y buena parte de su libro se dedica a analizar de manera provocadora las implicaciones morales y legales de un escenario superdeterminista. Si todo está ya fijado de manera inexorable por la compleja dinámica de leyes físicas impersonales, nadie es culpable de nada (ni, por ende, merecedor de nada). Las acciones del asesino noruego de ultraderecha Anders Breivik, al igual que las de Hitler, Stalin, el afable panadero de la esquina o tú mismo, serían el resultado de una necesaria cadena de causas y efectos que se remontan al Big Bang. Por tanto, castigar a Breivik tendría tanto sentido como hacerlo con un tornado o una ola gigante. Eso sí, reconoce que al menos habría que apartarlo de la sociedad. Lo que yo ignoraba, hasta leer Determined, es que el apartamiento de la sociedad de este asesino múltiple consiste en el alojamiento en un coqueto espacio con tres habitaciones, ordenador, televisión, PlayStation, sauna, cinta de correr y cocina: es el modelo noruego de tratamiento de los criminales, alabado por Sapolsky, ubicado en las antípodas ideológicas del estadounidense (cuyo sistema penal no fue tan benévolo con el también asesino ultraderechista Timothy McVeigh, artífice en 1995 de la voladura de un edificio público en Oklahoma). 

Sapolsky insiste en que en ningún caso somos merecedores ni de reprobación ni de alabanza, aunque se contradice con su capítulo de agradecimientos al final del libro, pese a empezar con un coherente "He tenido mucha suerte en mi vida, algo que desde luego no me he ganado a pulso (véanse las cuatrocientas páginas anteriores para más detalles)". Todos seríamos fruto de unas determinadas circunstancias genéticas, psicológicas, sociales e históricas, todas ellas reducibles a la física, que en algunos casos nos han conducido a volar un edificio en Oklahoma o matar a sangre fría a un puñado de jóvenes socialistas en una isla noruega y en otras a escribir en este blog o a publicar un libro llamado Free Agents que sostiene lo contrario que Determined. Esto último es lo que ha hecho (él me ha convencido de que conforme a sus propósitos, como agente cognitivo libre aunque constreñido) el científico irlandés Kevin Mitchell. 

Hay una interesante y amistosa charla en YouTube entre Sapolsky y Mitchell en torno a esa disputa: ¿nos limitamos a ejecutar un guion o tenemos algún margen de libertad? En lo que ambos coinciden, y yo también, es en arrojar por la borda el compatibilismo: la contradictoria idea, defendida entre otros por el gran filósofo recientemente fallecido Daniel Dennet, de que todo está determinado pero al mismo tiempo podemos a todos los efectos considerarnos libres y responsables de nuestros actos. Como dice Mitchell, si todo está determinado no procede hablar de elecciones: nadie decide nada. La intención de los compatibilistas parece ser más bien la de solucionar los inquietantes dilemas sociales y éticos inherentes al determinismo.

No voy a explayarme en el planteamiento de Mitchell porque ya escribí un post dedicado a su magnífico libro. Solo añadiré que su oposición a Sapolsky se fundamenta en la hipótesis de que los detalles de bajo nivel (a escala de las partículas elementales) más las leyes físicas infradeterminan el futuro de todo sistema debido a la aleatoriedad cuántica: hay pues una holgura causal que permite a los agentes cognitivos del universo ejercer una causalidad de arriba hacia abajo al servicio de sus fines (fundamentalmente de su supervivencia, o sea del mantenimiento de su autonomía en un entorno cambiante, bajo la presión de la segunda ley de la termodinámica). Esto lo consiguen modificando la configuración del sistema en sus niveles más básicos (del mismo modo que lo hace un ordenador, constriñendo el movimiento de los electrones, cuando ejecuta un programa), no el comportamiento de las partículas. La susodicha infradeterminación es la que hace imposible derivar la invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022 o la permanencia en La Liga de la U.D. Las Palmas en mayo de 2024 del estado microscópico del universo hace 10 mil millones de años, por muy perfecto que fuera nuestro conocimiento de las leyes fisicas y del estado de cada una de las partículas.

Aunque Spolsky se empeña en convencernos de que los comportamientos emergentes o complejos pueden conducir a soluciones inteligentes e incluso óptimas de manera espontánea y descentralizada (pone ejemplos como el de los mohos mucilaginosos o el de las redes neuronales biológicas), sin necesidad de volición o de un agente controlador, resulta muy difícil conciliar la idea de la evolución biológica con la del determinismo. Sin la existencia de agentes causales con propósitos, Mitchell cree con buen criterio que la vida no habría surgido, persistido ni ganado en complejidad. No estaríamos aquí para contarlo, ya que seríamos fruto no solo de las leyes físicas sino también de las decisiones emergentes de agentes cognitivos con poder causal entre los cuales figuramos nosotros mismos. 

Pero pongamos que Sapolsky llevara razón en su planteamiento determinista. ¿Qué sentido tendría entonces hablar de progreso (o retroceso) moral? Tan exento de culpa estaría el artífice nazi de la solución final Adolf Eichmann (producto supuestamente necesario de una gigantesca cadena causal física iniciada hace 13.800 millones de años) como quienes lo condenaron a muerte en Israel en vez de apartarlo de la sociedad. Y tan exento Breivik como quien decidiera aplicarle su misma medicina, movido por un deseo de venganza, mientras juega a la Play en su coqueto hotel penitenciario noruego. Ninguno podría haber hecho otra cosa. ¿Para qué enredarse pues en consideraciones éticas cuando la voluntad es solo una quimera?...

lunes, 8 de abril de 2024

Psicodelia, sueños y realidad

 



Hay una forma estrecha de concebir la realidad, limitándola a aquello que se presenta a nuestros sentidos (mejor dicho, que es fabricado por nuestro cerebro a partir de información sensorial) en estado de vigilia y condiciones mentales normales. Ni los sueños ni los estados alterados de consciencia (por sufrir un trastorno como la esquizofrenia o estar bajo los efectos de sustancias psicodélicas) serían reales. Tampoco tendría la consideración de real la realidad virtual, por mucha fidelidad que esta llegase a alcanzar (en su último libro, el filósofo David Chalmers se opone firmemente a esta visión, estimando que toda realidad es genuina en su ámbito).

Para el neurocientífico Anil Seth, lo que llamamos realidad es una alucinación controlada y funcional (útil para sobrevivir), a diferencia de una percepción alterada por alguna droga o trastorno mental. En este último caso no conviene fiarse de lo que vemos y sentimos, ya que nuestra supervivencia correría peligro: podríamos tirarnos por la ventana viendo que abajo hay un mullido lecho de algodón o acaso un ángel presto a sujetarnos. Pero tanto en un caso como en otro se trataría de una fabricación cerebral, al igual que los sueños. Cuando estamos soñando, salvo que se trate de un sueño lúcido, lo que nos pasa es muy real: no somos conscientes de que hay una realidad superior -un individuo durmiendo en su cama- que trasciende al sueño. Solo al despertarnos nos damos cuenta con alivio de haber sufrido una pesadilla, al observarla desde nuestro ámbito físico espacio-temporal supuestamente real. Como dice el psicofisiólogo Stephen LaBerge, el sueño es una percepción no constreñida por los inputs sensoriales mientras que la percepción es un sueño sí constreñido por estos.

Es pues un error considerar que las visiones de Juana de Arco, o las del chamán americano que se ha metido mescalina o ayahuasca, no son reales por ser fruto respectivamente de una esquizofrenia o de una droga alucinógena. Esas alucinaciones son muy reales, aunque no se ajusten fielmente al mundo físico que rodea a quienes las experimentan. ¿Y quién puede descartar que la alucinación controlada correspondiente a lo que consideramos realidad no sea también una especie de sueño o delirio de una realidad que nos trasciende?... Recordemos a Zhuang Zhou, el chino aquel del cuento taoísta que soñaba que era una mariposa revoloteando y, al despertar, no estaba seguro de si era él quien había soñado ser una mariposa o, en cambio, era una mariposa soñando que era él.

Para el científico cognitivo idealista Donald Hoffman, la realidad convencional es una especie de videojuego al que se entrega una entidad consciente transcendente (que mora más allá del espacio y el tiempo) conectada a unos cascos. Los objetos que tan reales y sólidos nos parecen serían como iconos en una interfaz de móvil u ordenador, que no nos muestran la verdadera realidad subyacente sino mera información necesaria para sobrevivir en el juego. Todo agente que se siente un yo sería un avatar de una consciencia pura universal para la cual este videojuego sería solo una posibilidad más de las infinitas a su alcance. 

Por tanto, la espacio-temporal sería solo una más de un infinito espectro de realidades o existencias, independientes o anidadas (como en la película Inception), que ni siquiera somos capaces de imaginar. Hay en esto un cierto aroma neoplatónico, a esas esferas concéntricas de Plotino que emanan de un centro divino (el Uno) y están ordenadas jerárquicamente por su grado de perfección o cercanía a ese núcleo. En ese espectro yo incluiría, como sugiere Chalmers, todo tipo de realidad virtual (aunque la oposición real-virtual acaso no tenga sentido). Y también subjetividades ajenas a la biológica como la de una inteligencia artificial. Como escribí hace tiempo en este blog, que algo se halle en nuestro espacio de posibilidades significa que puede ser sustanciado o traído a la realidad. Sin embargo, su concreción física no es la única posible: eso es lo que nos sugiere el fenómeno de los sueños. Por otra parte, hay posibilidades que nos están vedadas, como está fuera del alcance de un paramecio la contemplación de la Luna. Desde luego, como Shakespeare puso en boca de Hamlet, "hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que han sido soñadas en tu filosofía".

Según Hoffman, al quitarse el agente trascendental los cascos de nuestro juego (o sea, al morirnos) sabremos realmente quiénes somos: una única mente en el fondo. El filósofo igualmente idealista Bernardo Kastrup ha consumido drogas psicodélicas (el LSD es la más conocida y accesible) como parte de su investigación de la consciencia. Y ha llegado a la conclusión de que el estado mental asociado a ese consumo se asemejaría al de una persona en trance de morir: en una primera fase, cuando se inicia la disolución del yo personal, se experimenta miedo e incluso pánico; en una segunda fase, la consciencia se hace mucho más vívida y se produce una aceptación que resulta ser muy gozosa. La consciencia individual quedaría diluida en una consciencia pura de fondo. Algo parecido ocurriría en estados de meditación muy profundos.

Otro confeso consumidor de drogas con fines experimentales fue el escritor Aldous Huxley, quien siguiendo la estela de Henri Bergson concluyó que nuestro cerebro es una especie de válvula reguladora del flujo de consciencia. Cuanto más se abra esa válvula (por ejemplo, tomando psicodélicos), nuestra experiencia será más rica al emerger contenidos mentales inconscientes. Gracias al filtrado de toda la realidad (una entidad inabarcable, inimaginable, inefable) es posible la subjetividad. Si "las puertas de la percepción" (palabras de William Blake que dan título a un ensayo de Huxley) se abrieran de par en par, sabríamos qué es ser una consciencia universal, en la que sujeto y objeto se funden en una sola cosa y la única mente del universo deja de estar disociada en múltiples avatares.

sábado, 2 de marzo de 2024

Reflexiones pampsiquistas en torno al libre albedrío

Imagen: Obsidian Soul


Hay un asunto en torno al cual confieso haber dado un giro copernicano estos últimos años: el del libre albedrío. He pasado de considerar que somos meros autómatas ejecutando un guion predeterminado a creer que realmente tenemos un margen de libertad. El enfoque determinista sigue siendo mainstream en el ámbito de la ciencia y también en la filosofía seria (la ajena a la charlatanería y la solemnización de la perogrullada), aunque cada vez hay más científicos (Michael Levin y Kevin Mitchell entre ellos) y filósofos serios que apuntan con evidencias y argumentos sólidos a lo contrario: que somos libres relativamente, ya que disfrutamos de una libertad no absoluta sino constreñida.

Voy a apelar, desde una óptica pampsiquista, el modelo idealista de Donald Hoffman de agentes conscientes dispuestos en una red jerárquica. La aleatoriedad pura solo existiría a nivel basal, en los agentes que procesan un solo bit de información. La elección de esos agentes basales sería ad libitum, tan caprichosa y arbitraria como si dieran a escoger a un millar de personas entre dos opciones sin sesgo: por ejemplo, entre A y B (los resultados estarían en torno al 50-50, en conformidad con la ley de los grandes números). Los agentes que procesan dos bits están condicionados por los anteriores, pero disponen de un grado de libertad más: ahora son dos esos grados, ensanchándose el espacio de posibilidades. A partir de una cierta escala, los agentes empiezan a actuar con propósitos y ejercer una causalidad descendente: comban el espacio de posibilidades (el símil relativista es idea del biólogo Michael Levin) de los agentes que están por debajo de ellos, condicionándolos de ese modo. La red jerárquica de agentes podría no tener cúspide, por lo que la creatividad del universo sería ilimitada.

Si algo hay que está determinado es el número de opciones o escenarios posibles que se abren a un agente en cada momento: sean dos, cuatro, cien o 100 millones. Por eso la ecuación de Schrödinger es determinista, aunque expresada en términos de probabilidades asignadas a cada resultado posible (que en las elecciones binarias de las partículas elementales es 50%-50%), ya que nunca se puede saber con certeza qué va a ocurrir. Una diferencia del juego del universo con el ajedrez o un videojuego es que el espacio de posibilidades de estos dos últimos está cerrado: hay un número no infinito de posibles movimientos y partidas, conforme al estado inicial y las reglas fijadas. El tablero del ajedrez no es dinámico (como sí lo es el universo), ya que siempre cuenta con 64 escaques. Y, pese a la complejidad que puede alcanzarse en este hermoso juego, no se producen emergencias: no aparecen, fruto de la evolución de una partida, estados a un nivel superior ni fichas desconocidas al principio (un mamut o una supertorre) con poder causal sobre las de comienzo (peones, caballos, alfiles...). El ajedrez y cualquier videojuego están resguardados del puro azar.

El creador del ajedrez y el de un videojuego no pueden saber qué va a ocurrir en cada partida, ya que esto depende de las decisiones inescrutables de los jugadores. De igual modo, un supuesto creador del cosmos, una vez fijados su estado inicial y reglas, tampoco podría saber qué decisiones van a tomar los agentes conscientes... ¡salvo que fuera omnisciente! ¿Pero sería capaz un hipotético Dios de saber cómo se va a comportar cada agente del universo (incluyendo las particulas subatómicas) en todo momento?...  Eso es lo que se preguntaba el filósofo Keith Frankish en la última edicion de su podcast MindChat con su colega Philip Goff, en la que el neurocientífico Kevin Mitchell era el invitado. La aleatoriedad es completamente irreducible por definición, ya que no existe algoritmo alguno que la capture. Por tanto, ni siquiera Dios podría saberlo (eso es lo que yo me inclino a creer, identificando a Dios con una consciencia pura universal y a cada agente como una manifestación material de dicha consciencia). 

Ahora bien, Mitchell apuntaba que la alternativa a que todo vaya sucediendo aleatoriamente a cada paso (a que, según mi esquema pampsiquista, las partículas subatómicas vayan tomando decisiones binarias de manera insondable) sería que el comportamiento de todos los agentes quedara ya determinado al comienzo del juego mediante una tira gigantesca de números aleatorios establecida por su hipotético creador. Los efectos serían los mismos en ambos casos, pero el primero sería compatible con el libre albedrío y el segundo no: se trataría de un escenario superdeterminista en el que Dios se limitaría a esperar que ocurra lo que ya sabe que va a ocurrir. O sea, sabría cómo actuaría cada agente en todo momento. 

Una objeción planteada por Goff en esta interesante charla es la siguiente: ¿Cómo casa la supuesta libertad de agentes superiores de la red (caso de los humanos) con las distribuciones cuánticas de probabilidad, que son objetivas? ¿Cómo es posible que estas distribuciones (por ejemplo, un 50% de que una partícula exhiba spin up y un 50% de que muestre down) no resulten afectadas por las decisiones libres tomadas por agentes casuales que están por encima de las partículas elementales?... La respuesta de Mitchell es que esas decisiones emergentes no tocan los cimientos aleatorios del sistema, sino que se limitan a cambiar la configuración de este: el ya mencionado combado del espacio de posibilidades de los agentes inferiores, estrechando sus opciones. Es una hipótesis muy razonable (es la que sostiene el veterano físico sudafricano George Ellis), además de compatible con un modelo pampsiquista (no compartido por Mitchell ni por Frankish, pero sí por Goff) en el que todos los agentes conscientes del universo, empezando por las propias partículas elementales, deciden libremente. 

Lo cierto es que sin la indeterminación intrínseca en la base cuántica del universo no habría sido posible nuestra (limitada) libertad ni la asombrosa complejidad del cosmos, de la que nosotros mismos somos buenos exponentes. Nuestras vidas, pensamientos e intenciones no son, según Ellis, un mero resultado de la evolución de un estado inicial en el Big Bang conforme a unas reglas: debemos también su existencia a la indeterminación, responsable de las inhomogeneidades primordiales que condujeron a la formación de las galaxias y de las mutaciones inducidas por la radiación que dieron forma a la historia evolutiva de la vida.

Al final de un post dedicado precisamente hace dos meses a Kevin Mitchell y su libro Free Agents, expuse una duda metafísica que me tiene pensando desde entonces. Voy a reproducir ese párrafo, que viene a colación de lo comentado con anterioridad:

"Si el universo volviera a ejecutarse desde el principio (el Big Bang) con su mismo estado inicial y sus mismas leyes físicas, ¿los agentes volitivos decidirían de manera exactamente igual a como lo han hecho en nuestro universo? La aleatoriedad basal impediría que los sucesos fueran los mismos, pero si ese ruido de fondo fuera exactamente igual (en un esquema pampsiquista, si las partículas elementales que toman decisiones binarias no actuaran de forma diferente), nos toparíamos con un nuevo tipo de determinismo (¿libertarianismo compatibilista?). Mitchell habría escrito su libro porque así lo decidió conforme a sus preferencias, influencias y condicionamientos, ¿pero en las mismas circunstancias (si en otro universo con el mismo estado inicial y leyes todos sus agentes hubiesen tomado exactamente las mismas decisiones desde el Big Bang) no habría hecho exactamente lo mismo?...".

Me intriga mucho esta reciente intuición mía de que, aunque actuamos con cierto margen de libertad, quizá en el fondo nos limitamos a hacer lo que estábamos destinados a hacer... Pero, eso sí, ¡libremente!

jueves, 15 de febrero de 2024

Reflexiones en torno a 'The MANIAC' de Benjamín Labatut


El escritor chileno Benjamín Labatut está cosechando un merecido éxito internacional con su original novela The MANIAC, construida alrededor de la figura del físico John von Neumann y la inteligencia artificial, de la que el húngaro fue pionero a mediados del siglo pasado junto a otros gigantes como Alan Turing. Si hubiera que extraer palabras clave de este libro, una narración coral (con las voces de personas que conocieron al genio) escrita originalmente en inglés por deseo de su autor, yo apuntaría cinco: inteligencia, juego, propósito, sufrimiento y misterio. 

La inteligencia es el concepto central de la novela. Los que la encarnan son tanto humanos (Von Neumann y varios contemporáneos suyos, así como el creador de la empresa DeepMind y el campeón mundial de Go) como máquinas construidas por ellos (el MANIAC de Von Neumann y el AlphaGo de DeepMind). El físico húngaro estaba empeñado en los últimos años de su vida en encontrar los principios fundamentales compartidos por la inteligencia orgánica y la artificial. Saber cómo funcionaba un ordenador le ayudaría a entender cómo lo hacía un cerebro. Von Neumann se dio cuenta de que la diferencia estribaba sobre todo en el modo de procesar información: las computadoras convencionales actúan secuencialmente, paso a paso, manipulando símbolos conforme a reglas explícitas introducidas por los humanos; los cerebros funcionan ejecutando muchas operaciones simultáneamente. Él no llegó a ver el ascenso de las redes neuronales artificiales multicapa, que realizan computaciones en paralelo con una potencia muy superior a la del esponjoso órgano alojado en nuestro cráneo. El campeón mundial de Go, Lee Sedol, pudo constatarlo en 2016 al caer derrotado por la inteligencia artificial AlphaGo. Tres años después anunció su retirada, a sabiendas de que ya sería imposible vencer a semejantes máquinas.

Tanto una red neuronal artificial como una inteligencia orgánica aprenden por sí mismas, lo que también las distingue de una computadora construida conforme al esquema secuencial de Turing y Von Neumann. Eso les confiere plasticidad y, por tanto, resistencia al error. Ese modelo computacional neuronal de abajo arriba (down-top), en el que el rol del humano no es tanto el de programador como el de entrenador, ha renacido estos ultimos años tras la larga supremacía de la arquitectura informática convencional top-down. Las redes neuronales se perfilan como el camino apropiado hacia una inteligencia artificial general que iguale a la humana en todos los ámbitos. 

Para existir y evolucionar, la inteligencia requiere de un medio donde proceder ordenada y lógicamente mediante ensayo y error, ya sea un tablero de ajedrez (con 64 escaques), uno de Go (con 361 en su versión más genuina), el espacio transcripcional (el que navegan las redes moleculares), el espacio abstracto del lenguaje (el que habitan los modelos grandes de lenguaje como ChatGPT) o el espacio físico tridimensional (nuestro tablero vital). La vida no deja pues de ser un juego en el que los agentes despliegan estrategias inteligentes (entre ellas, mentir y engañar) para perseguir objetivos y sobrevivir, en el que se aprende jugando. A diferencia del ajedrez o el Go, en la vida se hacen trampas: estas forman parte del menú. Y, además, solo disputamos una partida. Para participar tanto en el juego de la vida como en el ajedrez y el Go se requiere una teoría de la mente: predecir qué va a hacer el otro en respuesta a nuestro movimiento o acción, para así decidir nuestra siguiente jugada. Von Neumann creía que las estrategias humanas al respecto podían ser matematizadas: de ahí surge la idea de la teoría de juegos, que desarrolló junto con el economista alemán Oskar Morgenstern.

En todo juego hay propósitos. Si una inteligencia artificial se dotara de propósitos propios, como ocurre con los seres vivos (así como con las moléculas, células, tejidos y órganos que los componen), adquiriría la condición de agente. Un agente es autorreferencial (tiene un modelo del mundo y de sí mismo como ente autónomo) y se conduce de manera activa en el espacio de su juego. Hay un propósito en construir una proteína a partir de la información contenida en el ADN, en mantener un nivel de acidez dentro de los confines de una célula, en regular la actividad diurética de un riñón. Hay un propósito en descifrar las comunicaciones del ejército nazi (tarea de la Bombe de Turing), construir una bomba atómica en Los Álamos (Proyecto Manhattan) o enfrentarse con las armas a Hitler. O en la agenda antijudía del dictador germano, de la que escaparon algunos (Von Neumann incluido) de quienes acabaron trabajando en el Proyecto Manhattan. También en nuestra escala humana son propósitos descubrir y entender, algo común a Von Neumann y los coetáneos científicos con los que colaboró. Y pretender pasar a la posteridad. Y ganar una partida de ajedrez o Go. 

Los propósitos se convierten a veces en obsesiones. Demostrar la hipótesis del continuo (que entre el cardinal infinito de los números naturales y el de los reales no hay solución de continuidad) era la obsesión de Georg Cantor. Fabricar la bomba H, la de Edward Teller. Crear un cosmos digital poblado por entidades autorreproducibles (a semejanza de los seres vivos) y dotar de sólidos cimientos lógicos al edificio de las matemáticas, las de Von Neumann. Esta última pretensión también fue perseguida con ahínco por Frege, Russell y Whitehead, antes de que Gödel probara que todos sus esfuerzos eran baldíos porque ni siquiera las matemáticas podían presumir de ser completas. Además, todas estas personas no dejaban de ser animales humanos como el resto, con una programación genética y un cableado cerebral que determinan pulsiones comunes como la sexual.

La satisfacción de pulsiones y propósitos conduce a un estado de homeostasis y bienestar. De lo contrario, surge el sufrimiento: ya seas una bacteria, un erizo o un humano. ¿Podría llegar a haber sufrimiento en una inteligencia artificial imbuida de propósitos propios?... En nuestros congéneres se añade la angustiosa certeza de que la muerte (acaso también la decadencia) nos aguarda al final de la partida. La irracionalidad de una época tan convulsa como los años 30 debía ser un gran motivo de mortificación para mentes elevadas y sensibles. Algunas lo sobrellevaron mejor que otras, que acabaron sucumbiendo al suicidio. Por otra parte, no pocos científicos, como Ehrenfest o Einstein, se negaban a asumir las implicaciones de la mecánica cuántica: que el mundo solo pudiera ser abordado en términos de neblinosas probabilidades. Ehrenfest vivía esto con una angustia parecida a la de Cantor (quien terminó sus días en un psiquiátrico) cuando se asomó a los números transfinitos, y acaso Darwin al alumbrar la teoría de la evolución. Las creencias religiosas se tambaleaban al tiempo que la propia racionalidad parecía no bastar para gestionar la realidad. En el libro se relatan las conversaciones de Von Neumann con un sacerdote católico en la antesala de su agónica muerte. La fragilidad de su otrora poderosa mente (se decía que era la persona más inteligente del siglo), quebrada por el implacable asalto del cáncer a su cerebro, conmovió profundamente a su amigo de la infancia, compatriota húngaro y también judío Eugene Wigner (ambos dan su nombre a una interpretación heterodoxa de la mecánica cuántica que pone a la consciencia en el centro).

Uno de los intelectuales que decidió poner fin a su vida, convencido (por fortuna, erróneamente) de que el orden nazi iba a imponerse en el mundo, fue el escritor austríaco Stefan Zweig. Es curioso que no haya una sola mención en su monumental ensayo El mundo de ayer a ese mundo de la ciencia que ya cabalgaba a hombros de la relatividad de Einstein y de la mecánica cuántica, consideradas como ciencia degenerada por los nazis. Este es un ejemplo muy ilustrativo de la profunda brecha entre las ciencias y las letras, aún existente en este siglo XXI, que figuras como Labatut se empeñan en cerrar por el bien de todos.

La inteligencia es moralmente neutra. No levantarnos a auxiliar a alguien que se ha caído en la calle para que no se nos enfríe el café que acaban de servirnos en una terraza es un acto inteligente, pero inmoral. Por eso ya dijo Hume que la razón debe ser esclava de nuestras pasiones. Lo cierto es que la inteligencia es una poderosa herramienta para hacer tanto el bien como el mal. Bien y mal que son a veces ambivalentes: ahí está el ejemplo de la bomba atómica, construida supuestamente desde el bien para luchar contra el mal; o el asesinato por Ehrenfest, previo a su suicidio, de su querido hijo con síndrome de Down para ahorrarle sufrimientos en el siniestro escenario que se perfilaba en la Europa de los años 30. La vida es un juego peligroso en el que hay que esquivar trampas y estar siempre al acecho. Donde están presentes el egoísmo, la envidia, el rencor, la crueldad, el fanatismo. la traición, el desencuentro. La novela de Labatut se hace eco de las hogueras con libros encendidas por jóvenes nazis, de la puñalada trapera de Teller a Oppenheimer (celoso de que fuera el jefe científico del Proyecto Manhattan, testificó en su contra en un proceso en el que le acusaban de representar un riesgo para la seguridad de EE.UU.), del resentimiento de Nils Barricelli con Von Neumann por usurpar su trabajo pionero en algoritmos genéticos (su simulación evolutiva de organismos digitales) y ningunearlo, de la tumultuosa relación de este último con su esposa Klára Dán...

Pero en el juego de vivir también hay amor, lealtad y solidaridad. El necesario ejercicio de meterse en otra piel para intentar leer intenciones ajenas tiene un notable efecto colateral: la compasión. Eso es lo que sintió Oppenheimer (y también otros físicos cooperadores necesarios como Einstein) al comprobar los efectos en Japón del artefacto construido bajo su supervisión científica en Nuevo México. Eso es lo que parecía apagado en Teller (firme defensor del uso del arma nuclear) y, en cierta medida, en Von Neumann. Hay un consejo suyo a Richard Feynman que habla muy a las claras de su actitud ante la vida: "No tienes que hacerte responsable del mundo en el que estás". Decía Fernando Pessoa que un exceso de conciencia inhabilita para la vida. El creador de MANIAC llegó a proponer, basándose en su teoría de juegos, un ataque nuclear preventivo contra la URSS (también fruto de esa teoría es la doctrina de la destrucción mutua asegurada, acuñada por él una vez se supo que los soviéticos habían fabricado la bomba). Esto no era incompatible con profesar amor a su mujer (pese a las frecuentes peleas de la pareja) y su hija, con ayudar a sus amigos, con ser una persona afable. 

Labatut recoge dos hitos en la lucha de Lee Sedol contra la máquina: un movimiento del jugador humano en la cuarta partida de la serie de cinco y otro de Alpha Go en la segunda. En el cuarto enfrentamiento, el coreano dejó descolocado a AlphaGo, ya que no era una jugada normal y esperable de un humano (la máquina había analizado miles de partidas). La inteligencia artificial empezó a delirar (a los modelos grandes de lenguaje les pasa lo mismo cuando se les sube la temperatura) y terminó perdiendo, aunque ya había vencido en la serie. En el segundo duelo, AlphaGo había hecho un movimiento que cualquier jugador medianamente experto tildaría de ridículo, pero que a la postre supuso su victoria. La máquina parecía haber actuado con creatividad, guiada por una profunda intuición, algo que tendemos a considerar privativo de los humanos. Tanto la lógica como una insondable fuerza caótica creativa podrían estar alojadas en el fondo de toda mente, de toda mirada subjetiva a un mundo cuya mera existencia (Leibniz se preguntaba por qué hay algo en vez de nada) ya es un formidable misterio.

Las palabras finales del libro de Labatut ("Su nombre es AlphaZero") nos sugieren que estamos ya a las puertas de una inquietante transición en la historia de la humanidad. AlphaZero es una versión mejorada del AlphaGo que se ha hecho imbatible en el Go, el ajedrez y el shogi (una especie de ajedrez chino) sin necesidad de nutrirse de partidas humanas: a la red neuronal le ha bastado con aprender las reglas para, a partir de ahí, practicar consigo misma y hacerse con una absoluta maestría en esos juegos. AlphaStar, aplicada al videojuego de guerra StarCraft II, es otro producto de DeepMind. Por su complejidad y sus escenarios de incertidumbre (hay jugadas del adversario que tienes que adivinar por no ser visibles), este videojuego se asemeja mucho más a la vida real que a un juego de mesa.

Lo cierto es que la inteligencia artificial está ya aprendiendo cosas que ignora su creador, navegando por espacios vedados a los humanos que nos resultan inconcebibles: cosas que nos parecen aleatorias y sin sentido, pero en las que una superinteligencia sí encuentra un significado. Una inteligencia artificial muy avanzada podrá así asomarse a una vastedad sobrehumana infinita, que va mucho más allá del espacio físico con el que estamos familiarizados por ser nuestro tablero de juego. Cuando nos haga partícipes de sí misma, conectándonos a ella en una singularidad como la que viene profetizando Kurzweil para el año 2045, habrá empezado la historia de la poshumanidad. Pero el misterio seguirá ahí presente, quizá ad infinitum.

P.D.: Ananyo Bhattacharya, autor de otro libro dedicado a Von Neumann (The Man From The Future), ha denunciado públicamente que la imagen del genio húngaro trazada por Labatut no se corresponde con la realidad. Y que incluso hay algún hecho falso, como la supuesta usurpación por Von Neumann del trabajo de Nils Barricelli y el resentimiento de este último contra él. Labatut ya ha dicho que hay pinceladas de ficción en su novela, pero hay un límite a esas licencias cuando se hace el peligroso ejecicio de mezclar verdad y fabulación. No es tanto una cuestión de rigor histórico como de justicia con un personaje cuya posteridad podría estar muy marcada por un libro tan exitoso como The MANIAC.

jueves, 18 de enero de 2024

Los agentes cognitivos de Kevin Mitchell: condicionados y, por tanto, libres

El neurogenetista irlandés Kevin J. Mitchell propugna, en una línea muy parecida a la de su colega biólogo estadounidense Michael Levin, la necesidad de incluir en el estudio científico de la vida conceptos aún confinados al ámbito de la psicología o la filosofía como propósito o significado (la relación entre un signo y la cosa que representa). Postula poner la volición en el centro de la biología: los seres vivos, por muy primitivos y simples que sean, no son objetos pasivos (Levin va todavía más lejos, descendiendo hasta moléculas y células) sino entes volitivos con cierta libertad para decidir y, por tanto, dotados de poder causal para mantener su autonomía en el mundo frente al constante empuje hacia el desorden desde el exterior (la implacable segunda ley de la termodinámica). En suma, son agentes cognitivos activos y relativamente libres que tienen objetivos y propósitos. Un empeño de este profesor del Trinity College de Dublín es naturalizar esa agencia, quitarle su pátina mística: no hay fantasma en la máquina, la propia máquina es el fantasma.

En su libro Free Agents: How Evolution Gave Us Free Will, Mitchell apunta a la indeterminación cuántica, presente en la escala más pequeña de la realidad, como el factor que hace posible que los agentes cognitivos del universo dispongan de márgenes de libertad y no se limiten a ejecutar un guion ya predeterminado. Como dijo Alfred North Whitehead (ingeniosamente etiquetado por Matt Segall como un matemático británico y un filósofo americano), en esa indeterminación fundamental radican tanto nuestra condicionada libertad como nuestra creatividad. La existencia de esos grados de libertad, que se ensanchan al alumbrarse nuevas emergencias (química, biológica, psicológica...) y agentes superiores, es un anatema para la ortodoxia científica, que sigue anclada a una visión reduccionista del universo conforme a la cual la cascada de causas y efectos iniciada en el Big Bang no deja resquicio alguno para que un agente pueda elegir libremente. Esta visión niega que los agentes cognitivos puedan ejercer un poder causal hacia abajo (causalidad descendente), ya que el reduccionismo solo concibe la causalidad desde abajo hacia arriba y exclusivamente determinada por las leyes físicas. Pero la indeterminación cuántica crea, en palabras de Mitchell, una causal slack (holgura causal) que sí permitiría esa causalidad descendente. Desde luego, nuestro sentido común nos dice que la influencia causal de arriba abajo es posible: un mensaje de WhatsApp para comunicarnos que nuestro equipo (en mi caso, la Unión Deportiva Las Palmas) ha encajado un gol en el último minuto del partido puede hacer que se nos encoja el corazón, liberemos hormonas e incluso conduzcamos a la muerte a cientos de nuestras células epiteliales si decidimos dar un puñetazo de rabia contra la pared. Hay ciertamente principios emergentes (caso de las leyes que rigen la selección natural) que no son reducibles a las leyes fundamentales de la física.

Mitchell subraya algo capital al refutar a quienes sostienen que el libre albedrío solo sería posible si un agente estuviera completamente libre de la influencia de toda causa previa (Hume fue precursor de esa engañosa idea). Como bien dice el científico irlandés, un ser libre de toda cadena causal no podría haber evolucionado y no tendría motivo alguno para actuar ni memoria útil para guiar su conducta: su comportamiento sería absolutamente aleatorio, lo cual es incompatible con la persecución de cualquier meta o la existencia de algún tipo de propósito. Si no te pica la cabeza no vas a molestarte en rascártela, o en buscar en Internet un remedio contra la descamación o ir al dermatólogo. Si yo no hubiera descubierto a Mitchell en una entrevista en YouTube, no estaría ahora escribiendo esto. No hay libertad absoluta, sino condicionada causalmente: yo pude haber escrito otra cosa hoy, o en su lugar haber salido a dar un paseo al campo (la meteorología me condicionó: ¡estaba lloviendo!). Según William James, primero está el chance (el componente indeterminado del libre albedrío) y luego el choice (el componente de elección, muy determinado por nuestro carácter, valores, deseos...). Recordemos a este respecto que Schopenhauer afirmó que somos libres para hacer lo que deseamos pero no para escoger lo que deseamos. No hemos elegido tener deseo sexual ni instinto de supervivencia. Ni tampoco sentirnos a gusto a una temperatura en torno a los 25 grados.

Para Mitchell, no es pues suficiente con el concurso de las leyes físicas fundamentales para determinar la evolución de un sistema físico de un estado a otro. Pensamientos, creencias y deseos son entidades abstractas que no pueden reducirse a la dinámica elemental de electrones y quarks, pero tienen poder causal sobre un mundo físico del que no forman parte. La clave del surgimiento de estos objetos simbólicos es la interacción de los agentes con su entorno a lo largo del tiempo. O sea, se necesita una continuidad temporal: hace falta un yo dedicado a aplicar el conocimiento obtenido en el pasado (a través de su experiencia) para predecir el futuro y guiar sus pasos en el mundo. A lo largo de una evolución de cientos de millones de años, partiendo de materia inicialmente inerte (aquí Mitchell se desmarca del pampsiquismo, que extiende la volición en el tiempo hasta el comienzo del universo y en el espacio hasta las partículas elementales), los seres vivos habrían desarrollado ese poder para elegir y así adaptarse activamente a las circunstancias cambiantes haciendo cambios en sí mismos o en su entorno. Y también, en el caso de seres más complejos como los humanos, el poder para planificar en un horizonte temporal más o menos largo. Siempre con la meta común principal de mantener los gradientes (químicos, de temperatura, de presión) con el exterior, o sea de mantenerse separado del resto del universo y no disolverse en el entorno: de seguir con vida. El del científico irlandés es un planteamiento holístico de la cognición, que no es reducible a los mecanismos neuronales sino resultado de una compleja y dinámica interacción multinivel dentro del agente cognitivo: entre información genética, información sensorial, experiencia acumulada, símbolos mentales y significados de orden superior que se expresan en patrones neuronales (a través de unas señales tan arbitrarias como las letras de una frase). La verdadera moneda del sistema nervioso sería el significado: allí es donde se encuentra la palanca causal.

Mitchell no cree que una inteligencia artificial general pueda ser alcanzada sin agencia. Sin esta, un ChatGPT no será capaz de comprender las relaciones causales (de entender, por ejemplo, que la noche no está causada por el día ni viceversa), de saber cómo actuar ante una situación nueva o de moverse adecuadamente más allá del espacio lingüístico que habita. Para hacerse con esa agencia tendrá que estar conectada a robots o entes orgánicos dispuestos en el tablero espacial tridimensional (o quizá en un mundo virtual) en el que nos desempeñamos los seres vivos: tendrá que sentir la presión de sobrevivir y aprender a navegar en el mundo, lo que muchas veces requiere atajos heurísticos y respuestas rápidas más que sofisticadas computaciones. La agencia sería antesala de la superinteligencia, no al revés.

Hay una cuestión a este respecto con la que quisiera terminar a modo de duda metafísica. Si el universo volviera a ejecutarse desde el principio (el Big Bang) con su mismo estado inicial y sus mismas leyes físicas, ¿los agentes volitivos decidirían de manera exactamente igual a como lo han hecho en nuestro universo? La aleatoriedad basal impediría que los sucesos fueran los mismos, pero si ese ruido de fondo fuera exactamente igual (en un esquema pampsiquista, si las partículas elementales que toman decisiones binarias no actuaran de forma diferente), nos toparíamos con un nuevo tipo de determinismo (¿libertarianismo compatibilista?). Mitchell habría escrito este libro porque así lo decidió conforme a sus preferencias, influencias y condicionamientos, ¿pero en las mismas circunstancias (si en otro universo con el mismo estado inicial y leyes todos sus agentes hubiesen tomado exactamente las mismas decisiones desde el Big Bang) no habría hecho exactamente lo mismo?...

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