Según TAME (Technological Approach to Mind Everywhere), teoría desarrollada por el biólogo estadounidense Michael Levin, la inteligencia y la consciencia se extienden sobre un espectro continuo a partir de una cognición mínima o basal. Levin entiende por cognición las computaciones que median entre la percepción (inputs) y la acción (output) de un agente. Unas computaciones que permiten reconocer patrones, resolver problemas y aprender de la experiencia, todo ello al servicio de la supervivencia del agente cognitivo. Y que ponen a este más allá de su ahora, almacenando información del pasado (memoria) y prediciendo escenarios futuros.
Con esta definición queda establecida una relación de identidad entre cognición, inteligencia y consciencia: todo agente cognitivo (desde una célula hasta un humano) es inteligente y consciente de algún modo. Las mentes humanas serían sistemas cognitivos corporizados de alto nivel, pero integrados por unidades inferiores que también tienen propósitos y están regidas por un principio homeostático (el de mantener los gradientes con el exterior que aseguran su existencia). No sería procedente distinguir entre cognición verdadera (supuestamente la nuestra) y "algo que es solo física" (supuestamente la del nivel basal), así como entre la de un sistema biológico y la de una inteligencia artificial. Esto último, porque daría igual el sustrato: no importa que este sea orgánico o electrónico. La única gran diferencia es que los sistemas biológicos han sido autoconstruidos casi desde cero (en la historia de la vida no hay un momento 0 claro), así como sometidos a presiones evolutivas desde el surgimiento mismo de la vida hace 4 mil millones de años.
Todos los agentes cognitivos son inteligencias colectivas, en los que muchas células individuales se agrupan en conglomerados con propósitos distintos a los de aquellas. Las células no saben lo que es un ojo o un hígado, pero hacen posible su existencia y mantenimiento siguiendo sus propios fines (entre los que figura uno tan simple como maximizar la cantidad de un compuesto químico en su entorno). En biología cada nivel tiene una agenda y hay un estado continuo de competición y cooperación. Cada unidad es inteligente en su propio ámbito, y a ninguna le consta la existencia de una entidad superior. Y en cada nivel se condiciona la acción de los inferiores (se comba su espacio de posibilidades, símil relativista usado por Levin), ejerciendo así una especie de causalidad descendente.
El establecimiento de regiones autolimitadas perseguidoras de propósitos, diferenciadas de su entorno mediante alguna frontera permeable (ya se una membrana celular o nuestra piel), se encuentra en el origen de los yoes. Nuestro yo se halla en la cúspide de una compleja pirámide jerárquica donde hay otros agentes menores como órganos, tejidos, células y moléculas. Todos los yoes son dinámicos (cambian con el tiempo) y tienen tanto un modelo del mundo como de ellos mismos. Todos ellos se valen de la inteligencia para sus fines.
La evolución no produce soluciones particulares a problemas particulares, sino máquinas solucionadoras de problemas que navegan con cierta flexibilidad y plasticidad espacios de posibilidades de diferente orden. En el espacio de posibilidades de un escalador está la satisfacción de coronar una montaña. No así en el espacio de posibilidades de las células de su piel, muchas de las cuales morirán como consecuencia de las pequeñas rozaduras del escalador con las rocas al acercarse a la cima. Este ejemplo ilustra muy bien la disparidad de propósitos en los niveles de un mismo organismo. Cuando se rompe la comunicación que permite a las células del cuerpo colaborar entre ellas más allá de la persecución de sus objetivos particulares, esta disparidad se convierte en disfuncional: es el caso del cáncer.
En consonancia con su teoría, Levin plantea el aprendizaje de órganos (como el corazón o el páncreas) con un sistema de recompensas y castigos similar al utilizado con animales: todo ello, para curar o prevenir enfermedades. Por la misma razón por la que no es necesario intervenir en el sistema neuronal de una rata para que ejecute ciertas acciones, tampoco sería necesario hacerlo sobre el hardware molecular de un corazón. Ambas intervenciones, en cualquier caso, serían impracticables debido a la complejidad de ambos sistemas.
Que alberguen propósitos implica que los agentes tienen preferencias (y también aversiones), toman decisiones (por muy mecánicas que nos puedan parecer las correspondientes a lo más bajo de la escala) e incluso sufren estrés (cuando su estado fisico no se corresponde al deseado). A escala molecular y celular hay tareas como la morfogénesis (construcción del cuerpo conforme a su plantilla genética), la regeneración de tejidos o la regulación del organismo, para lo que se utilizan señales eléctricas. Es fascinante constatar que la electricidad ya había sido descubierta por la vida miles de millones de años antes que Galvani y Volta. A nuestra escala macroscópica humana, otros son los retos y otras las formas de comunicación e intervención.
Otras implicaciones de TAME atañen a la bioingeniería, con la eventual ampliación del espacio de posibles cuerpos y mentes merced a la edición genética de los seres vivos y la fusión de lo orgánico y lo electrónico. Levin apunta que podría alumbrarse en el futuro un mundo de seres híbridos y quimeras a semejanza de los que pueblan la célebre taberna galáctica de Star Wars, lo que suscitaría un debate ético acerca de los derechos que tendrían esas nuevas bioformas.
TAME es un enfoque monista con un fondo pampsiquista que desafía el determinismo y nos invita a reformular nuestra identidad en el universo. Levin es uno de los científicos más audaces, aunque no por ello menos rigurosos, de nuestro tiempo. Hace mucha falta esa audacia, la de gentes como él, Christoph Koch, Donald Hoffman o Giulio Tononi (y de filósofos como David Chalmers o Philip Goff), para abordar científicamente el todavía insondable misterio de la consciencia.
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