El filósofo inglés Philip Goff acaba de publicar el libro ¿Por qué? El propósito del universo. Ya hace unos años vio la luz su otro ensayo El error de Galileo, en el que seguía la estela del monismo pampsiquista de Russell y Eddington para subrayar el carácter fundamental (o sea, no emergente) de la consciencia: esta sería la cara subjetiva y cualitativa de la materia, inabordable por una ciencia que solo puede explicar su cara objetiva y cuantitativa (matematizable). Justo al contrario que en el planteamiento materialista, la materia sería "lo que la consciencia hace", una consciencia que estaría presente en todos los niveles de la realidad incluidos los más fundamentales: los electrones y otras partículas subatómicas serían también conscientes a su manera.
En su nuevo ensayo, este profesor de la Universidad de Durham apunta a un universo consciente (cosmopsiquismo) y dotado de un propósito. Su reflexión acerca del misterio del ajuste fino del universo (la constatación de que no existirían la vida ni la inteligencia si ciertas constantes físicas, como la masa del electrón, la fuerza gravitatoria o la energía del vacío, tuvieran un valor ligeramente distinto) es lo que le ha llevado a inclinarse por algún tipo de diseño y de propósito cósmicos, aunque descartando a un Dios convencional porque su omnisciencia y omnipotencia estarían reñidas con su benevolencia: hay demasiado sufrimiento y maldad en el mundo. Que estemos ante un Dios malévolo es una posibilidad igualmente rechazada por Goff por una mera intuición moral, compartida con muchos otros filósofos.
Al optar por un diseñador ni omnipotente ni omnisciente (el propio universo, leyes teleológicas o algún tipo de diseñador no estándar, pero no un ingeniero informático en una dimensión superior a la nuestra porque una simulación computacional no albergaría conciencia), desestima sus dos alternativas: un multiverso o una monstruosa casualidad. Pretende desmontar la explicación multiversal recurriendo a la falacia inversa del jugador. La falacia del jugador es la que nos hace creer erróneamente que si hemos sacado dos seises seguidos en una tirada de dados, en la siguiente tirada será menos probable un seis (cuando lo cierto es que la probabilidad sigue siendo la misma en cada tirada). Para ilustrar la falacia inversa nos ubica en un casino en cuya primera sala, junto a la entrada, somos testigos de la tremenda suerte de un jugador: esa increíble racha nos hace creer de manera igualmente errónea que debe haber muchas más salas en el casino con gente jugando sin tener la misma suerte (cuando resulta que podría no haber más salas). O sea, sería un error pensar que deben existir muchos universos, en la mayoría de los cuales no se darían las circunstancias adecuadas, para explicar por qué el nuestro (¡menuda suerte hemos tenido!) está perfectamente ajustado para la vida. En cuanto a la monstruosa casualidad, Goff la descarta por pura improbabilidad: solo admite como razonables las pequeñas improbabilidades (como la de que te aparezca la cara de Jesucristo en la tostada del desayuno).
A este razonamiento estadístico aparentemente impecable podemos contraponer el llamado principio antrópico: en su versión débil, la verdad autoevidente de que solo podemos vivir en un universo compatible con la vida. Un principio que no deja de ser una variante del sesgo de selección o del superviviente: solo si he sobrevivido a un accidente aéreo puedo asombrarme de mi fortuna; solo si he nacido (la probabilidad de hacerlo es increíblemente pequeña) puedo celebrar la asombrosa suerte de estar vivo. Pero Goff nos pone un perturbador ejemplo para ilustrar la compatibilidad del principio antrópico con la falacia inversa del jugador: nos invita a imaginar que a la entrada al susodicho casino hay un francotirador escondido que dispara a todo aquel que no sea testigo de una extraordinaria racha ganadora del jugador de turno. Así pues, solo sobreviven los que atestiguan excepcionales golpes de suerte... ¡lo cual no resta validez alguna a la falacia inversa del jugador! Según el filósofo inglés, siempre hemos de preferir a la evidencia más general (el universo está finamente ajustado) la más específica (este universo está finamente ajustado).
Goff no elucubra demasiado acerca de qué propósito último podría tener el cosmos al propiciar la aparición de la vida. Desde luego, ese fin podría resultarnos completamente ajeno e incluso incomprensible dadas nuestras limitaciones cognitivas. Pero apunta la posibilidad de dar un sentido a nuestras vidas, o de al menos hacerlas más ricas, participando de algún modo en su consecución. Cree que hay valores morales objetivos asociados a un cosmos con propósito, que guiarían su evolución hacia un estado superior de existencia. Abrazar los valores de este universo teleológico (por ejemplo, participando en comunidades espirituales pese a estar construidas sobre ficciones religiosas) podría conectarnos con ese desconocido fin. Hay que decir a este respecto que Goff se declara un cristiano "agnóstico practicante". O sea, que acude a la iglesia a sabiendas de que los dogmas del cristianismo -como de cualquier otra religión- son seguramente falsos.
La existencia del universo, que quizá tenga un final al igual que tuvo un comienzo, podría estar ligada a su propósito. Puede que, como aventura el filósofo canadiense John Leslie, exista simplemente porque es bueno que así sea: axiarquismo puro en acción. Mi intuición es que el universo existe por algún motivo, pero que no hay un propósito cósmico como tal. Mejor dicho, que hay tantos propósitos cósmicos como seres individuales. En ese sentido, el propósito general sería el de jugar bajo todos y cada uno de los avatares conscientes posibles: un juego interactivo en una red de agentes conscientes como la que proponen tanto Goff (el profesor de Durham emplea el término de panagencialismo e incluye también la mente cósmica) como el neurocientífico estadounidense Donald Hoffman.
Philip reconoce al comienzo de su libro pasar mucho tiempo discutiendo en Twitter (ahora X) de cuestiones filosóficas. Doy fe de ello, ya que le sigo desde hace años (así como a su amigo antagonista Keith Frankish, con quien protagoniza el podcast MindChat). Esas fascinantes discusiones son sin duda una actividad más gratificante y enriquecedora, tanto para él como para sus seguidores, que contar hojas de hierba o coches amarillos: hay un valor innegable en ellas, así como en todo aquello que nos inspira y llena. Aunque el filósofo sudafricano David Benatar lleve razón al afirmar que "cada nacimiento es una muerte en espera", y aunque el cosmos careciera de todo sentido, nada podrá robarnos lo vivido y aprendido en este universo finamente ajustado en el que Philip ha publicado este muy recomendable ensayo.
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