martes, 10 de enero de 2023

Kamran Matin: descifrando la revolución iraní (y, de paso, cualquier otra)

(Mira su charla en La Haya en agosto de 2022)

El sociólogo y analista político kurdo-iraní Kamran Matin, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Sussex, publicó en 2013 Recasting the Iranian Modernity. Ese libro es fruto de su empeño por entender la revolución iraní de 1979, un proceso que no encaja en las teorías sociológicas al uso y sigue siendo un misterio irresuelto para la academia. Inspirado por la teoría del desarrollo desigual y combinado de León Trotsky, Kamran hace una crítica al binomio internalismo-eurocentrismo para encontrar una respuesta al caso de Irán que es extrapolable a cualquier proceso revolucionario o de cambio social. 

La visión internalista considera que la dinámica de una sociedad viene determinada solo por factores internos (por sus aspectos infraestructurales internos, en terminología marxista). Por su parte, la visión eurocéntrica entiende el desarrollo social como un proceso lineal que sigue el mismo patrón que en Occidente, a semejanza de las pioneras Francia e Inglaterra. El propio Karl Marx, que adolecía tanto de eurocéntrico como de lineal-determinista (para él no era posible transitar directamente del feudalismo al socialismo), creía inconcebible que en un país tan atrasado y mayoritariamente campesino como Rusia triunfara una revolución socialista. ¡Ya por no hablar de China! Esto es así porque construyó su teoría atendiendo a la particular experiencia histórica de Gran Bretaña, cuna de la revolución industrial. El eurocentrismo tiene incluso un correlato lingüístico: modernización y atraso son términos cargados de una connotación ideológica, asociados a la creencia en la universalidad de la experiencia occidental (que sería supuestamente extrapolable a cualquier país) y la superioridad de su cultura.

Lo cierto es que todo intento de explicar procesos sociales de cambio en países no occidentales conforme a esquemas internalistas y encima eurocéntricos parece condenado al fracaso: solo quedaría apelar a la excepcionalidad (como desviación de -o reacción a- la modernidad), algo científicamente muy poco satisfactorio. Por eso, en la estela de Trotsky, Kamran propone un modelo teórico dinámico de componentes socioeconómicos y culturales interactuantes, tanto internos como externos: un esquema marxista corregido al introducir en la ecuación las relaciones internacionales (entendidas, en un sentido amplio, como interacciones internacionales). Es un modelo bidireccional en el que los factores internos y los externos ejercen una influencia mutua, conduciendo a una amalgama de formas sociales, culturales e ideológicas. Y un modelo válido también para sociedades precapitalistas, algo que Trotsky nunca contempló. 

Así logra explicar cómo unos clérigos ultraconservadores pudieron tomar el poder en un país en el que, pese a padecer un régimen despótico (el prooccidental del sha), había una clase media urbana formada y unas instituciones relativamente modernas. Los ayatolás tomaron elementos externos como las ideas de república y revolución (quizá inspirados por la Francia que dio asilo a Jomeini), mezcladas con un islam chiíta político de factura propia. Ya dijo Trotsky que la convivencia dentro de una misma sociedad de distintas tradiciones y prácticas culturales impide que su evolución esté escrita y sea de carácter lineal, no pudiendo descartarse las involuciones o el revival de tradiciones bárbaras. 

El célebre revolucionario ruso asesinado en México por orden de Stalin nos habló hace más de un siglo del privilegio del atraso, al considerar que las sociedades atrasadas tenían la posibilidad de saltarse etapas en su proceso modernizador gracias al acceso a elementos materiales y culturales ya disponibles por el desarrollo experimentado en los países pioneros: un ejemplo al respecto es la adopción por parte de los indios nativos norteamericanos del rifle (también aprendieron a montar a caballo, un animal traído de fuera por los europeos). Esa posibilidad se convierte para Trotsky en necesidad (su famoso látigo), ya que la supervivencia de una comunidad pasa por equipararse cultural y tecnológicamente a las entidades políticas que la amenazan. Bien entendieron esto los japoneses tras la capitulación ante los occidentales que condujo en 1868 a la llamada revolución Meiji. 

Kamran aplica el modelo trotskista del látigo a la Persia safávida (1501-1722), una entidad política que también se construyó y consolidó frente a la amenaza externa de pueblos nómadas como los mongoles. Y que ya recurrió al islam chiíta para reafirmar su identidad frente al sunnismo rival otomano. El susodicho látigo (no un despotismo asiático intrínseco, propio del más burdo manual orientalista) explicaría el carácter centralista y absolutista del Irán premoderno. Según Kamran, ya en el siglo XX la monarquía del sha Reza Pahlavi forjó lo que él llama el "ciudadano-súbdito", una mentalidad contradictoria (híbrida de modernidad y premodernidad) que sería instrumentalizada por los islamistas para sus fines. Es innegable que los clérigos iraníes aprovecharon, de igual modo que los nazis en Alemania, una ventana de oportunidad histórica (en buena medida gracias a la coyuntura internacional) para hacerse con el poder.

En el fondo de todo esto late la cuestión de si los cambios sociales (en particular, las revoluciones) se hacen o simplemente vienen. O sea, cuál es el papel de la agencia humana al respecto. El enfoque marxista tradicional se inclina por lo segundo. Célebre es la frase de Marx que abre El 18 de brumario de Luis Bonaparte (1852): "Los hombres hacen su historia, pero no bajo condiciones elegidas por ellos mismos". Es una frase muy parecida a esta de Schopenhauer: "Somos libres de hacer lo que queramos, pero no de elegir lo que queremos". Kamran define atinadamente las estructuras sociales como sedimentaciones históricas de casos anteriores de ejercicios de agencia por parte de los humanos. Reconociendo el peso y el muy fuerte condicionamiento de esos factores subyacentes (de esa infraestructura), en lo que discrepo de él es en el efecto global que pequeños actos individuales pueden tener. Al fin y al cabo, los sistemas sociales no dejan de ser sistemas naturales. El propio concepto de desarrollo desigual de Trotsky podríamos interpretarlo como la aplicación a la sociedad de un principio natural mucho más amplio, constatable al observar objetos tan diversos como estrellas, nubes o montañas*. 

Si la naturaleza es intrínsecamente caótica, no veo por qué el mundo social habría de ser distinto. En ese punto suscribo la teoría de los cisnes negros de Nassim Taleb, que sostiene la imprevisibilidad de la historia (el trabajo de historiadores y economistas consiste no tanto en predecir como en explicar a posteriori las causas de lo que ya ha sucedido, aplicando de manera algo impostora un modelo determinista a sucesos por naturaleza impredecibles). Con ello no digo que haya que rechazar toda teoría explicativa general, como defendería un pensador posmoderno. Como bien dice Kamran, la historia nunca se repite pero aún así es teorizable. Solo abogo por no desdeñar el componente caótico en los sistemas sociales. 

Que el suicidio de un vendedor de fruta en Túnez pueda crear una onda sísmica social que acabe con el derrocamiento de Mubarak en Egipto, el linchamiento de Gaddafi en Libia o brutales guerras civiles en Siria y Yemen parece algo ridículo. Pero eso es exactamente lo que ocurre en los sistemas caóticos, en los que pequeños cambios en una parte (como el aleteo de una mariposa en Nueva Zelanda) pueden tener efectos de alcance en un lugar muy alejado (como un huracán en el Atlántico). Muchas personas han sacrificado su vida en protesta por situaciones injustas sin que ello haya tenido mayores repercusiones, pero a veces se dan las circunstancias exactas para un efecto mariposa. Algo parecido parece haberse desatado en Irán por la muerte de la joven kurda Mahsa Amini a manos de la brutal policía de la moral. Puedes estar durante años dando golpecitos en una pared sin que pase nada... hasta que el día menos pensado esa acción es causa de su derrumbe (incluso de todo el edificio), al superarse un umbral crítico. Por supuesto, las dinámicas sociales son mucho más complejas -y, por ende, más imprevisibles- que la de la estructura de un edificio.

No quiero terminar esta entrada sin subrayar el ejemplo inspirador de Kamran, al que conocí en septiembre de 1998 en Inglaterra cuando llevaba apenas un año en el país, tras haber huido de la persecución política del régimen de los ayatolás. En Gran Bretaña se reconvirtió profesionalmente (era químico en su país), estudiando Relaciones Internacionales. Es una amistad de la que me precio, tanto por la valía intelectual como por la calidad humana de la persona. Ojalá pueda felicitarle pronto por la caída del siniestro régimen teocrático que asfixia a persas, kurdos, azeríes, beluches y otros pueblos de la antigua Persia desde hace más de 40 años. Jin, Jiyan, Azadi, Kamran gian! 

* Esto me recuerda la idea del jurista español Javier Pérez Royo de que hay un principio económico de naturaleza oligárquica (la riqueza tiende a repartirse muy desigualmente) y un principio político de naturaleza democrática (mi voto vale lo mismo que el de un homeless o un multimillonario), este segundo necesario para moderar al primero.

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