domingo, 15 de noviembre de 2015

Naturaleza física del error


Los hijos del error son muchos, desde el accidente hasta la enfermedad pasando por la derrota deportiva y la ruina personal (por quedarse sin un pavo en el casino o asociarse con la persona menos indicada). ¿Y por qué existe el error? Es una pregunta nada trivial cuya respuesta no es evidente: de hecho, podría dar pie a todo un ensayo o tesis doctoral. La RAE define "error", en su primera acepción, como "concepto equivocado o juicio falso". Y su quinta acepción reza: "Diferencia entre el valor medido o calculado y el real".

El error puede obedecer a una ignorancia elemental, como cuando nos encomendamos exclusivamente a San Pancracio para combatir una grave enfermedad, saltamos desde un avión con unas aletas en vez de con un paracaídas o decidimos enfrentarnos a un terrorista armado esgrimiendo un ejemplar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La selección natural no perdona estrategias tan estúpidas. El error también puede ser fruto de un defectuoso acopio y procesamiento de la información, a su vez consecuencia de un fallo mecánico externo -en un instrumento de medida o un ordenador, por ejemplo- o de un mal funcionamiento de la percepción (los receptores sensoriales) o la cognición.

Aunque la información sea correctamente recogida y procesada, es su incompletitud lo que nos conduce en ocasiones al error. En escenarios caóticos de mucha complejidad, como el meteorológico, resulta muy difícil acertar porque no es posible abarcar toda la información en juego ni prever ese mínimo cambio en una parte del sistema que puede afectar al conjunto: el inocente aleteo de una mariposa que puede propiciar un huracán a miles de kilómetros. Pero es que además el principio de incertidumbre de Heisenberg nos impide determinar con absoluta certeza la evolución de un sistema: es como un candado puesto en el Universo para evitar que podamos conocer su futuro con todo detalle cual perfecto mecanismo de relojería (Laplace se equivocó creyéndolo posible).

Tanto los fallos por ignorancia elemental como los mecánicos externos, los perceptivos o los cognitivos son eslabones de una cadena causal que en última instancia, yendo hacia atrás, nos traslada a lo más íntimo del Universo: al "ruido" o agitación cuántica y al segundo principio de la Termodinámica (que no es una ley al uso sino una constatación estadística). Lo primero siempre está zarandeando todo sistema y transmitiéndole (supuesta) aleatoriedad. Lo segundo es lo que hace que las cosas tiendan a desordenarse y a estropearse o romperse a medida que pasa el tiempo: los coches, los despertadores, los termómetros, los ordenadores, los ojos y oídos, los cerebros...

La perfección es pues imposible en el mundo físico. Un magnífico ejemplo lo tenemos en la genética: pese a que la copia del código genético es extraordinariamente precisa, siempre hay un pequeñísimo error (de una base nitrogenada por cada cientos de millones copiadas). Algunos de esos fallos son inocuos, muchos otros son deletéreos y unos poquitos representan una nueva oportunidad para la evolución. Y es que la información genética tampoco está libre de los embates de la agitación cuántica y de la tendencia universal a un mayor desorden o entropía. Nada escapa del influjo de estos dos factores, en cuyo origen están respectivamente el tremendo maremágnum del vacío y la asimetría que impone una flecha del tiempo desde el pasado al futuro, quizá relacionada con la asimetría de partida que dio origen al universo. Sin esta última no habría errores... ¡porque existiría nada!

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