miércoles, 8 de febrero de 2012

Desamparados

Mi amigo Adolfo publicó hace días en su blog una entrada que llega hondo, ilustrada con una hermosa foto muy a propósito (la reproduzco aquí abajo). Hablaba del amparo, lo contrario de esa sensación que debe embargar a quien intenta buscarse la vida en solitario, con los bolsillos vacíos, en un país lejano donde nadie le espera para cenar o dormir. Donde es un completo desconocido que nadie echará de menos al caer la noche. Ese desamparo que nuestros hijos pequeños -todavía bajo el reconfortante manto de nuestra protección- no han tenido oportunidad de experimentar, por fortuna para ellos. La angustia de saber que no hay una puerta donde tocar, un teléfono al que llamar, alguien en quien confiar si se pone la cosa fea. Peor aún, la dolorosa certeza de que ya nunca habrá unos padres que te cubran con una manta al acostarte, que te traigan un vasito de agua por la noche si tienes sed o que ahuyenten con su sola presencia a los fantasmas nocturnos.

Esos pequeños pies desnudos de la derecha pertenecen a seres que dependen sobre todo de sus progenitores para cobijarse, alimentarse, abrigarse, asearse y protegerse de la enfermedad o cualquier otra contingencia. Que sin sus cuidadores se verían abocados al frío, el hambre, la suciedad, la soledad y la desesperación. Ese edredón que cubre sus cuerpos es el último eslabón de una cadena de cuidados que se remonta a cientos de millones de años. Una cadena intergeneracional que ha hecho posible que estemos ahora aquí. Y que si no se trunca podría hacer posible cualquier cosa en el futuro.

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