(Dedicado a Samuel P., Brian Greene y Mario Salieri)
La monja más atractiva que he conocido tiende sobre la camilla su antebrazo desnudo al masajista que tiene sentado enfrente. El delicado masaje de su mano dibuja de vez en cuando en su rostro bondadoso un rictus de dolor, mientras suena en la habitación el Ave María de Schubert. La máquina productora de onda corta no oye la música, ni ve los ojos grandes de la novicia, su negra cabellera recogida en una coleta y su hábito de color crema. El aparato de ultrasonido, el láser y los equipos de magnetoterapia tampoco escuchan, ni ven ni sienten. Ni las camillas, ni las puertas, ni el techo, ni el suelo, ni las paredes, ni los rollos de papel y la ropa que nos cubre a los que allí estamos. Yo sí escucho la música y veo a la joven armoniosamente fundida al masajista por las manos. Están fuera de mí, más allá de mi piel, recortados en el espacio que me circunda por donde se propagan invisibles las notas de Schubert.
Al salir del centro de rehabilitación me pregunto perplejo dónde está la estampa que acabo de dejar atrás (con la banda sonora del Ave María incluida), que ya empieza a deshacerse lentamente en mi memoria. Y caigo en la cuenta, abismado en la extrañeza, de que no sé quién es de verdad la novicia ni quién el masajista ni quién yo mismo, ni dónde estamos realmente. Si acaso somos algo, si acaso estamos en algún sitio.
1 comentario:
Bonita entrada. A la vuelta de cualquier esquina nos acecha el misterio.
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