lunes, 1 de noviembre de 2010

Ley moral, sinfonía cósmica y encuentros rutinarios en el metro

Kant decía que había dos cosas que le maravillaban: "el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí". Esa expresión da por sentado que hay una frontera entre el dentro y el fuera, algo que resulta obvio para cualquier ser vivo consciente: como dice el escritor canario Rafael-José Díaz, estamos "rodeados de lo que no somos, irremediablemente encerrados en aquello que somos".

Pero la Física nos enseña que estamos hechos de los mismos materiales que las estrellas, que no dejamos de ser polvo estelar consciente de sí mismo y autónomo durante un periodo de tiempo relativamente efímero: o sea, que nuestros cuerpos y la ley moral que sentía Kant -y que podemos sentir el lector de estas líneas y yo- tienen los mismos mimbres que el cielo estrellado que veían los ojos del filósofo alemán, al igual que una flor, un cocodrilo, una persiana o un meteorito.

Acaso esa ley moral sea una consecuencia necesaria de la evolución del Universo conforme a las constantes que lo rigen desde el big bang, como también lo sean todas las hojas, los sueños, los hipopótamos o los cometas. O puede que esa ley sea un principio latente en las fuerzas físicas que operan en el Cosmos. Incluso podríamos identificarla con la gran sinfonía cósmica, fruto de la vibración conjunta de las finísimas pero inmensas cuerdas que según algunos físicos informan el Universo. Toda castaña, nutria, planeta, poema o canción no dejaría de ser una variación de esa sinfonía cósmica infinita. ¿Serán pues todas las cosas meras notas de esa invisible y misteriosa ley moral, esa música del Universo a la que también podríamos llamar Matemática, Brahman o Dios?...

A veces pienso que todos y cada uno de los fresnos, de los osos polares, de las nubes y de los ciclones siempre han existido y no dejarán de hacerlo: hay que ir a encontrarlos en recovecos de la espuma de sucesos del espacio-tiempo. Igual ocurre con todos los sueños, los pensamientos y los momentos; incluso los más triviales, los que parecen acabar disolviéndose como azucarillos en las aguas agitadas del tiempo, esos encuentros rutinarios en el metro con desconocidos de los que nunca te acordarás (de ellos habla Txe Peligro en su blog). Lo cierto es que nada de eso se borra porque siempre ha estado ahí eternamente, antes y después de desfilar ante nuestra conciencia.
 
Así que en algún lugar del Universo, o del Multiverso, deben estar íntegramente (no dañados ni destruidos por el olvido) nuestro sexto cumpleaños, aquel sueño infantil en el que volábamos como pájaros sobre la ciudad, nuestros pensamientos del 7 de noviembre de 1987 o aquella fugaz mirada en el tren a un extraño el 20 de septiembre de 1998. Lo que pasa es que no podemos volver a ellos con nuestra conciencia individual, condenada a seguir la flecha del tiempo con una mochila llena de frágiles recuerdos a sus espaldas. Pero, ¿existirá una conciencia cósmica (ley moral en estado puro) que sí lo permita?...

1 comentario:

El detective amaestrado dijo...

NO hay huevos para tanto.Mira al pobre Funes el memorioso, que en algo se parecía a lo que mencionas.
A veces, prefiero el olvido casual.Nos permite seguir tirando de un carro que no sabemos que carga lleva.

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