Cada vez estoy más convencido de que los males de la humanidad son achacables sobre todo a una minoría de psicópatas y sádicos que nos viene acompañando desde el surgimiento de la especie Homo sapiens: la culpa no es de la naturaleza humana sino de la naturaleza de una minoría de humanos. Esa minoría siempre ha estado ahí, distribuida de manera transversal con independencia de edad, sexo, preferencias sexuales, nacionalidad, raza, clase social, nivel educativo, ideología o cualquier otra condición: los alemanes de 1941 o los ruandeses de 1994 no eran en promedio peores que los canadienses o españoles de 2023. Pero no basta con los malos, por eso no les atribuyo toda la culpa: es también necesaria una mayoría buena engañada por cuentos religiosos o pseudorreligiosos (como el nacionalismo, el fascismo o el comunismo), legitimadores de su sumisión y de la represión propia y ajena.
No es aventurado ver en el origen del Estado, hace varios milenios, una maniobra de los menos compasivos y con menos escrúpulos (auxiliados por una corte de violentos guerreros y astutos sacerdotes) para hacerse con el poder y someter a la mayoría mediante la fuerza bruta y la religión. Por supuesto, tenían que darse las circunstancias materiales y geográficas apropiadas: la creación de un excedente no perecedero a corto plazo (almacenado por los jefes), un tamaño poblacional de miles de individuos (en grupos humanos muy pequeños, los malos no pueden salirse fácilmente con la suya) y la ausencia de lugares habitables a los que poder escapar huyendo de la opresión. De ese modo, los hasta entonces cabecillas (líderes respetados y carismáticos, pero sin la capacidad de imponer su voluntad a otras personas) se convirtieron en tiranos. Y aquí seguimos en el siglo XXI con esos sátrapas en no pocos lugares de la Tierra. Por fortuna, la división de poderes, los controles y los contrapesos hacen que en los Estados democráticos modernos esos individuos no puedan actuar a sus anchas aunque lleguen a lo más alto (ahí está el caso de Trump en EE.UU.).
Ya hay estudios que prueban que la psicopatía es una ventaja para medrar socialmente, que la proporción de esa gente sin escrúpulos ni compasión en las altas esferas políticas y económicas (así como en las delincuenciales, que suelen solaparse con las anteriores) es mucho mayor que en el resto de la población. No pretendo sostener que haya congéneres hechos de otra pasta, sino apelar a la variabilidad: así como hay gente más alta, más inteligente o con más pelo que otras, también la hay más compasiva o menos (incluso nada, lo que ya vendría en el equipamiento de serie del individuo). Los datos parecen incontestables: solo un 1% de la población (psicópatas socialmente marginados) explica un muy alto porcentaje de los crímenes violentos cometidos en cualquier sociedad. Los psicópatas integrados (quizá otro 1%) son más hábiles y sutiles que los marginados gracias a su inteligencia social: son más de manipular, disimular, actuar arteramente e instigar la violencia desde posiciones de poder, siempre en beneficio propio y guiados por su inflado ego. Junto a los fanáticos bienintencionados (que no incluyo en el saco de los malvados pese a lo terrible de sus actos), están detrás de todas las persecuciones y guerras. La importancia de la democracia y el Estado de derecho para protegernos de esta gente, de la que nunca podremos librarnos (hay un equilibrio evolutivo que garantiza su existencia), es fundamental. Democracia, justicia y monopolio estatal de la violencia es lo que nos salva de una barbarie como la de Mad Max, la de La carretera de Cormac McCarthy o la de Rusia (Estado mafioso) o Haití (Estado fallido).
Como ya escribí hace tiempo en una entrada sobre el bullying, "cada vez que la autoridad estatal legítima se retira de un espacio (sea un centro escolar, una oficina, una cárcel, un barrio o toda una región o país), este no tarda en ser ocupado a las bravas por los más brutos y con menos escrúpulos: es una especie de principio social bien contrastado (véase el caso de Venezuela) que presenta cierta semejanza inversa con el de Arquímedes. Solo el imperio necesariamente coercitivo de la ley nos libra de la barbarie. Si en un colegio se quebrase completamente la autoridad de su dirección y profesorado y ni siquiera fuese posible recurrir a la policía o la justicia, la muerte de escolares a manos de compañeros malotes sería cuestión de (no mucho) tiempo".
En suma, rebato la idea generalizada de que todos somos capaces de hacer lo mismo que un torturador y asesino de las SS de Hitler porque "en el fondo somos iguales". No digo que la mayoría seamos ángeles: somos capaces de matar y hacer daño en ciertas situaciones (no pocas veces, por ignorancia y estupidez) y podemos comportarnos de manera mezquina y egoísta, pero albergamos una mínima compasión por seres inocentes y no disfrutamos desollando viva a una persona.
Hace poco vi un interesante documental sobre los Einsatzgruppen, comandos reclutados en Alemania para asesinar en masa judíos de Europa del este (esta tarea les fue comunicada ya desplegados en el terreno, no al principio). Del estudio de uno de esos comandos se llegó a esta evidencia: un tercio de sus miembros se negó a matar (es importante señalar que no había represalias por ello, más allá del escarnio y la burla grupales); otro tercio no soportó la presión de sus superiores y asesinó contra su voluntad, lo que les provocó un gran sufrimiento moral y graves desarreglos psicológicos; pero la otra tercera parte disfrutó a tope de su trabajo criminal. En ese último tercio estaban congregados, haciendo de las suyas, los psicópatas y sádicos de siempre: los Txapote de ETA, los Billy el Niño del franquismo, los torturadores de Rusia y de Ucrania, de Israel y de Gaza. Con ellos hay que estar siempre en guardia y no debemos tener demasiadas contemplaciones: ¡solo se trata de protegernos!
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