viernes, 17 de diciembre de 2021

La insólita alianza transversal que amenaza nuestra democracia



Es impopular decir que subestimamos el número de idiotas a nuestro alrededor, tal y como reza la primera ley sobre la estupidez de Carlo Cipolla. Pero no por impopular es menos cierto: hay más tontos de lo que pensamos. La pandemia ha abierto los ojos a muchos que se resistían a aceptarlo. Algunos ya se dieron cuenta años atrás con sucesos como el Brexit, la victoria en EEUU de Donald Trump (y la grotesca traca final de su presidencia) y el procés en Cataluña. Siempre ha habido ignorantes y tontos, amén de energúmenos, pero nunca han hecho tanto ruido y tenido tanto poder como ahora gracias a la combinación de sufragio universal, Internet y redes sociales.

A día de hoy, muy cerca de la llegada del 2022, no es exagerado afirmar que la democracia y la seguridad en el mundo desarrollado están amenazadas por una legión de ignorantes e idiotas. Carl Sagan ya nos avisó hace décadas de los riesgos de una sociedad basada en la ciencia y la tecnología pero con una numerosa población ignorante y crédula: "Antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara". "Estamos a disposición del primer charlatán que nos pase por delante", dijo también de manera profética, como si vislumbrara el ascenso de individuos de la talla de Trump, Boris Johnson o Puigdemont. Un ejemplo de manual de las nefastas consecuencias de la pinza ignorancia-estupidez es el Brexit (también el procés, pero este, por fortuna para Cataluña y España, no salió adelante), un disparate consumado a base de mentiras a cuál más grotesca que amenaza no solo con hundir la economía británica sino con destruir la unidad territorial del Reino Unido. Pero el "bendito pueblo" (Pablo Iglesias dixit) habló...

No saber cuál es la capital de Francia, quién era Charles Darwin o cuál es la fórmula química del agua es propio de un ignorante, pero creer que la Tierra es plana o que hay microchips en las vacunas contra el covid-19 entra ya de lleno en otra categoría: la de la estupidez. Muchos terraplanistas y negacionistas del coronavirus no son propiamente estúpidos, ya que sus facultades cognitivas no están mermadas, sino más bien gente abocada a la estupidez por su fanatismo y cerrazón. La ignorancia tiene remedio, no así la estupidez. Por su parte, el fanatismo y la cerrazón tienen muy difícil cura.

Lo cierto es que una causa políticamente transversal hace que se junte en 2021 en las calles y en las redes sociales, para combatir al demonio de las élites globalistas-vacunacionistas comandadas por Soros y Gates, una variopinta mezcla de nacionalpopulistas, apolíticos irresponsables sin criterio, vándalos, ecomagufos, conspiranoicos y extremistas de izquierda. Esta gente ya estaba ahí desde hace mucho, pero no iban más allá de pasear sus banderitas (con toro, esteladas, soviéticas...), exhibir con orgullo sus rancias tradiciones (rejonear a una vaquilla, empujar al mar a un toro...), quemar gasofa con sus coches tuneados (como los chalecos amarillos franceses), ver Mujeres, hombres y viceversa, arrojar pilas usadas a la calle o la nevera vieja al barranco (muy típico de los cafres en Canarias), decir que todos los políticos son iguales, votar a John Cobra para Eurovisión, destrozar mobiliario público tras un partido de fútbol, consultar el horóscopo, tomar sesiones de reiki a distancia, comprar sal rosada del Himalaya, seguir a Íker Jiménez, vigilar con prismáticos los chemtrails o fumigaciones desde el cielo, culpar de todo a la CIA y el Estado de Israel, acusar de fascista a quien opina diferente (en Euskadi sí iban más allá de esto hasta hace no mucho)...

Dicha amalgama se aprecia sobre todo en Alemania, pero también se está manifestando en Francia, Italia, España... Sería simplista atribuir el fenómeno solo a la estupidez, el fanatismo y la ignorancia, obviando que hay un malestar social de fondo entre los perdedores de la globalización en el mundo rico. Porque los Miguel Bosé y los pijipis que compran sal del Himalaya son una minoría dentro del movimiento. Ese malestar queda muy bien reflejado en el poema del inglés brexiteer Chris McGlade, un tipo que no parece mala persona y a quien solo se le puede reprochar ignorancia y una cierta tosquedad (de la que se enorgullece como buen obrero del norte de Inglaterra). Alguien que dice alguna verdad incómoda, como cuando critica la ultracorrección política, y que expresa un sentimiento de humillación ante gente con estudios y más elevada condición social que le marcan cómo ha de actuar, pensar y hablar (cada vez que en España Irene Montero insta a decir niñes, un obrero decide votar a Vox). La mayoría de estas personas no son, es importante subrayarlo, ni fascistas ni mala gente. Su ignorancia les facilita comprar el discurso simplón nacionalpopulista que achaca todos sus problemas a los inmigrantes, la Unión Europea y un supuesto nuevo orden mundial de tintes siniestros. Buena parte del éxito del nacionalpopulismo estriba en erigirse en representante de esas clases sociales de Occidente golpeadas por la globalización y que se sienten despreciadas por las élites (aunque los líderes nacionalpopulistas sean multimillonarios como Trump o niños de papá como Johnson).

Lo más grave de esta nueva alianza que junta a extremistas de ambos signos, neojipis y puros ignorantes sin más adjetivos es su impermeabilidad a la razón. Lo que hay detrás es el fracaso de un sistema educativo que no ha sabido formar a ciudadanos con espíritu critico ni promover una cultura científica. La ciencia ha sido arrumbada por la proliferación de pseudociencias y otras mierdas esotéricas (los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad a este respecto). El declive de la religión en Occidente no ha venido acompañado de un auge de la racionalidad, ya que la religión tradicional ha sido sustituida por mucha gente por una neorreligión pret a porter en la que uno elige a la carta dentro de un amplio menú de sandeces: reencarnación, auras, cartas astrales, males de ojo... 

La quiebra del principio de autoridad ha contribuido a llevarnos a esta situación: lo que diga hoy un experto (no confundir con muchos tertulianos que cuñadean en la tele) no tiene más crédito social que lo que cuente un influencer ignorante. Esta es una sociedad en la que priman los clicks y los likes, en la que no venden la reflexión, el conocimiento y la profundidad sino el grito, el espectáculo, la superficialidad y la apariencia, en la que 2+2=5 si así lo decide la mayoría. Pero no nos engañemos: el 2+2=5 es incompatible con la pervivencia de una civilización tecnológicamente avanzada (al menos con una democrática, quizá sí con una autoritaria en la que no haya derecho al voto y sea obligatorio vacunarse). Sagan ya nos avisó. No podremos alegar que era imprevisible.





4 comentarios:

emejota dijo...

Todo ello consecuencia de ausencia de responsabilidad.

Nicolás Fabelo dijo...

En parte sí, desde luego.

Julio Oliva Freuding dijo...

¿Y el arroz con conejo?

Unknown dijo...

Buenísimas reflexiones.

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