sábado, 17 de marzo de 2018

¿Globalización domesticada?: ¡sí, gracias!


La globalización económica es una de las bestias negras de la izquierda más dogmática, que en este punto coincide plenamente con el nacionalismo populista de extrema derecha. La verdad es que oponerse a ella por principio no parece razonable, ya que no solo tiene una cara negativa (la especulación financiera internacional, el incremento de la desigualdad -hay personas y territorios perdedores que se quedan atrás- o la fuerte presión sobre los recursos naturales -incluidos elefantes y rinocerontes- de los países más pobres) sino otra innegablemente positiva (una creciente integración comercial en el mundo que ha favorecido la inversión y la competencia, permitiendo sacar de la pobreza a millones de personas en los Estados más atrasados y acelerando la innovación de la tecnología y su difusión).

Por otra parte, sus aspectos menos amables no son achacables al fenómeno globalizador en sí sino a instituciones y legislaciones nacionales deficientes que no son debidamente contrarrestadas a nivel supranacional: en el caso del tráfico de marfil, a una perversa combinación de pseudociencia y burricie novorriquista en China y de debilidad institucional en África; en el caso de la desigualdad, a una respuesta no adecuada a la misma (sobre todo, por la vía de la fiscalidad) en el ámbito nacional. También es cierto que difícilmente se pueden corregir las desigualdades de renta en una democracia cuando los más débiles económicamente votan a los que -como Trump o el PP- defienden de manera más o menos descarada a los más ricos.

Además, la globalización va más allá de lo meramente económico: el Tribunal Penal Internacional, Internet, la televisión por satélite, el software libre, la cooperación policial entre los Estados o los tratados sobre el cambio climático y la protección de la fauna son también manifestaciones suyas, incluso las protestas organizadas en su contra a escala internacional. Porque nos olvidamos de que no solo se globaliza el mundo empresarial (legal o ilegal, caso del narcotráfico o el tráfico de personas) sino también el gubernamental y el activista de cualquier etiqueta: sindicatos, partidos políticos, organizaciones ecologistas, de derechos humanos o animalistas... Los marcos nacionales y regionales cada vez son menos relevantes a la hora de actuar, puesto que los retos de la humanidad del siglo XXI son globales.

Por cierto, el drama de las migraciones descontroladas no es atribuible directamente a la globalización sino a las guerras, la falta de libertades en los países de origen y el efecto llamada (a través de las imágenes televisivas) de las zonas más ricas del mundo sobre muchos ciudadanos de las menos favorecidas. Nuestras puertas deben seguir abiertas a la inmigración (aunque siempre vigilantes del mantenimiento de valores laicos y democráticos que tanto nos costó conquistar, para no precipitarnos en un indeseable multiINculturalismo) no solo por una cuestión moral sino también por nuestro propio interés, para asegurar el futuro de la economía y la viabilidad de sistemas de bienestar social como las pensiones.

Podemos contemplar la globalización económica como un caballo salvaje ante el que tenemos tres opciones: liquidarla (creo que sería un grave error replegarnos a la tribu a estas alturas), dejar que galope libremente a su aire (es lo que proponen con una ingenuidad pasmosa neoliberales de pacotilla) o domesticarla con leyes, tratados e instituciones (es lo que han hecho con el capitalismo los Estados socialmente más avanzados del mundo). La especulación financiera campa a sus anchas debido a una insuficiente regulación a escala internacional, una falta de armonización del tratamiento a los capitales extranjeros cuya manifestación más extrema son los paraísos fiscales. Una gobernanza fiscal internacional solo puede empezar a construirse a partir de grandes bloques como la Unión Europea, con suficiente fortaleza económica y poder negociador para imponer un cambio global junto a otros actores como EE.UU. o China. La propia dinámica del mercado podría incluso por sí misma poner coto a prácticas empresariales detestables, como la explotación laboral o ambiental en los países más pobres, si los consumidores más concienciados de los países ricos dejaran de comprar productos fabricados en condiciones de cuasiesclavitud o con un alto coste para la naturaleza (caso del aceite de palma, también costoso para la salud). Conviene recordar que somos corresponsables, a la hora de comprar o de votar (por eso hay que poner también en valor la democracia como herramienta de transformación), del estado de nuestro país y del mundo.

El día en que cierta izquierda entienda que globalización no es sinónimo de neoliberalismo o capitalismo habremos dado un paso más para intentar gobernarla y lograr así un mundo más habitable. Observar el caso de Chile, un país que ha avanzado espectacularmente en los últimos lustros (tanto en lo económico como en lo social), podría ser muy instructivo. Seguro que más de uno y más de una en nuestra izquierda tiene el cuajo de llamar "neoliberal" a Ricardo Lagos y Michelle Bachelet por haber apostado (como todo el arco político chileno, a excepción de los comunistas) por la internacionalización de la economía del país andino, lo que lo ha llevado a ser líder mundial en la firma de tratados comerciales. Ya dijo Kant que la paz entre las naciones se construye a través del comercio (las apelaciones navideñas a la paz del Papa son tan útiles como sus rezos o los de cualquier otro congénere).

No hay comentarios:

Archivo del blog