viernes, 8 de abril de 2016

Cara y cruz del 'Homo sapiens'

Me encontraba de pie, apoyado en la puerta del vagón del metro, leyendo un libro apasionante: Sapiensdel historiador israelí Yuval Noah Harari (para más información, ateo, vegano y residente con su novio en un moshav o granja cooperativa). Dentro del vagón, dos hermanas de cinco o seis años llevaban un tiempo haciendo carrerillas en círculo bajo la atenta mirada de su madre. Estaban a punto de apearse en su parada cuando una de las niñas me miró y dijo: "¡Hola, señor!". La madre reconvino a las niñas con un gesto a medio camino entre el embarazo y la ternura: "Chicas, no molestéis a la gente del metro que no conocéis". "¡Es que son nuestros amigos!", repuso con una conmovedora naturalidad la misma hermana que me había saludado. Su madre y yo intercambiamos una sonrisa antes de que la puerta se cerrara y las tres siguieran su rumbo por Madrid.

Recordé entonces un pasaje del libro de Harari que había leído esta misma mañana también en el metro, en el que cuenta cómo se deshacían hasta no hace mucho los indios aché de Paraguay de las ancianas que se convertían en una pesada carga para la comunidad:
Uno de los hombres jóvenes se colocaba a hurtadillas detrás de ella y la mataba con un golpe de hacha en la cabeza. Un hombre aché contaba a los inquisitivos antropólogos los relatos de sus años de juventud en la jungla. "Yo solía matar a las mujeres viejas. Maté a mis tías. […] Las mujeres me tenían miedo. […] Ahora, aquí con los blancos, me he vuelto débil". 

También me vino a la cabeza el Ochéntame de ayer en TVE dedicado a nuestros veteranos reporteros de guerra, en el que éstos narraban las atrocidades de las que habían sido testigos pero también gestos nobles de personas anónimas que representan lo mejor de la humanidad. Carmen Sarmiento contaba el caso de una anciana pobre que se le acercó una vez en Beirut, al verla sentada y desolada sobre un montículo de escombros, con un vaso de agua en su mano temblorosa. Arturo Pérez Reverte relataba su encuentro con un perro con la pata rota en el campo de refugiados palestinos de Shatila (Líbano) tras la carnicería cometida en 1982 por ultraderechistas cristianos con la venia del Ejército israelí. El autor de El pintor de batallas confiesa seguir recordando a ese perro y sentirse "removido por dentro" por no haber podido ayudarle (ya no era posible hacerlo con los más de dos mil palestinos masacrados tanto allí como en la vecina Sabra): "Me produce mucho más remordimiento que muchas cosas que he visto".


Los humanos somos una cosa y la otra: buenos y malos, compasivos y despiadados. Nuestra especie ha sobrevivido no solo por su condición de terrible depredador sino también por haber cultivado la amabilidad, la cooperación y los cuidados -no solo el recelo y el odio- entre sus miembros. Harari sostiene que no somos ni ángeles ni demonios sino simplemente humanos (o sea, animales). Pero yo no dejo de pensar -y constatar- que hay buenas y malas personas en este mundo, incluso algunas muy buenas y algunas muy malas. El joven mataviejas aché no era un individuo típico: en su tribu no todo el mundo hubiese sido capaz de realizar su siniestra labor, ya que para eso hace falta mucha brutalidad y ausencia de compasión. Él sí, por supuesto, al igual que el vulgar capo del campo nazi, que el cortacabezas de Estado Islámico, que el hooligan serbio (o croata) convertido en paramilitar, que la señorita Lynndie England en Irak... No es cierto eso de que cualquiera en el lugar de ellos hubiera hecho lo mismo. Por desgracia, esos personajes seguirán existiendo hasta que llegue el Homo neosapiens, nuestra gran esperanza (al menos dentro del linaje humano).

1 comentario:

Adolfo dijo...

¡Muy bien Nico!. Me ha encantado.

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