Este sábado, La noche temática de TVE está dedicada a abordar la naturaleza del mal. Hace dos años escribí en este blog el post "Una explicación biológica del mal", meses después de otra entrada titulada "El bien en el cosmos". Es obvio -bien lo saben quienes me conocen- que este asunto me interesa mucho. Una vez le preguntaron a Jon Sistiaga por qué le fascinaban las guerras, a lo que el periodista vasco respondió que en ellas buscaba saciar una curiosidad intelectual acerca del fenómeno del mal. Comparto esa inquietud, aunque carezco del valor para meterme en los berenjenales que frecuenta Sistiaga.
Como ya he apuntado en mis entradas anteriores al respecto, para la empresa de entender el mal es necesario conocer bien de dónde venimos y quiénes somos. Y las respuestas más certeras a esas preguntas las da la ciencia, no la literatura ni el arte (por supuesto, ni por asomo la religión y otras supersticiones no homologadas). Lo primero de todo es no negar la naturaleza humana, por mucho que nos disguste aceptarla: es como la gravedad o la fuerza electromagnética, que existen nos plazcan o no. Una condición humana que, tengámoslo siempre presente, es fruto de la misma selección natural que ha modelado la conducta de las hormigas, los tigres, los virus y las plantas carnívoras. Lo cierto es que estamos muy condicionados por nuestro equipamiento genético, que explica buena parte de nuestros comportamientos.
Es muy revelador observar lo más objetivamente posible tanto nuestra conducta como la del prójimo. Al fin y al cabo, todo colectivo humano de cierto tamaño es una muestra significativa de la especie en su conjunto. Estafadores, maltratadores, violadores y asesinos en potencia están entre nosotros (en el vagón del metro, en los centros escolares, en el trabajo, en la calle, en el bar...) antes de pasar de la potencia al acto (e incluso después, amparados por la impunidad, caso de muchos maltratadores y de los torturadores del franquismo). Los asesinos de Srebrenica, por ejemplo, no eran unos diablos con cuernos ni unos extraterrestres de color verdoso (aunque iban vestidos de verde caqui, lo cual no es un detalle anecdótico). Todos tenemos pulsiones violentas y sádicas, pero por fortuna la mayoría consigue domarlas o sublimarlas de manera civilizada. No estoy de acuerdo con quienes sostienen que cualquiera sería capaz de infligir las mayores atrocidades: además de psicópatas, hay personas normales más violentas, primitivas y sádicas que otras; y, por otra parte, están los fanáticos (entre los que se cuentan algunas buenas personas con el cerebro arrasado por nacionalismos y fundamentalismos).
El siguiente paso en nuestra aproximación al mal es darnos cuenta de que lo que la mayoría de los humanos entiende por tal es una versión antropocéntrica muy acotada. Convendría preguntarnos, cada vez que nos sentemos a la mesa a comer (particularmente si osamos bendecir los alimentos por considerarnos personas religiosas), de dónde vienen las cosas puestas encima del plato. Así, quizá empecemos a vislumbrar que nuestra cotidianeidad se funda sobre un horror (muy natural, eso no lo niego), cuyo conocimiento acaso nos obligue moralmente a tomar ciertas decisiones. Hace siglos, ya una minoría vislumbraba e incluso veía con meridiana claridad la terrible inmoralidad de la esclavitud.
Yo creo en la "banalidad del mal" tal como la formuló Hannah Arendt, con el nazi Adolf Eichmann como muestra. Este concepto se aplica al imbécil moral más que al psicópata, que tiene el eximente de venir averiado de serie (no siente ni puede sentir empatía) -una avería premiada, por cierto, por la selección natural- y ser por ello incorregible. Imbéciles morales como Eichmann son con certeza muchos de los participantes en el concurso televisivo El juego de la muerte: los que creían que al apretar un botón, instados por la presentadora, estaban causando descargas eléctricas reales a personas que veían en una pantalla. El imbécil moral sí es capaz de sentir más o menos compasión por el prójimo, pero comete acciones malévolas por su mezquindad, alienación, sumisión, pereza intelectual o pocas luces. Muchos miembros de las SS eran psicópatas; muchos votantes del Partido Nazi, simples imbéciles morales; muchos de sus líderes, peligrosos fanáticos convencidos (mezclados con no pocos oportunistas).
La teoría de juegos (o sea, las matemáticas aplicadas, no la hermenéutica ni el hebreo antiguo) nos hace ver que no es posible una humanidad poblada solo por buenos, porque los que no lo fuesen prosperarían con el engaño a costa de los primeros. Por otra parte, tampoco sería sostenible un mundo lleno de canallas, porque habría margen para que quienes no lo fuesen cooperasen y prosperaran en detrimento de aquellos. La situación evolutivamente estable sería aquella en la que coexistiesen unos y otros en ciertas proporciones. Dicho de otro modo, que siempre habrá mala gente en la sociedad, que esto es algo no erradicable (da igual lo mucho o bien que invirtamos en educación o en políticas sociales) que tenemos que asumir como lo hacemos con la gravedad o la inevitabilidad de la muerte. Muy pocos dudan de la necesidad de apartar de la sociedad a quienes con sus actos -¡ojo!: no con sus inclinaciones- ponen en peligro al prójimo: esto, llámese justicia, profilaxis o como se quiera, no debe ser tomado como una tragedia.
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