jueves, 6 de septiembre de 2012

Machado Hinojosa, ciudadano ejemplar de finales del siglo XX

(1997)

-Porque, don Severo, hombres como usted levantan día a día este país -le dijo de reojo el ministro, frente a la nutrida audiencia del salón de plenos de la corporación municipal.

Ya con el galardón pendiendo de su cuello, balanceándose suavemente sobre su descubierto y velludo pecho, Severo Machado Hinojosa no logró contener alguna emocionada lágrima. A un inopinado eructo achacable a la reciente ingesta masiva, a cuenta del erario público, de judiones de La Granja y mariscos varios siguieron unas sencillas, pero no por ello menos graves, palabras:

-Gracias al señor ministro. Aunque no era para tanto, sí que me lo merecía un poco. Al pan pan, y al vino vino. El agua es clara y el chocolate oscuro, como es lo suyo.

Una ventosidad anal puso el colofón a su escueto discurso, celebrado con euforia por los asistentes. Machado Hinojosa era, desde luego, un ciudadano ejemplar. Notable esposo y padre de familia, amigo de sus amigos, se nos antoja fiel transmisor y guardián de las mejores tradiciones brotadas en el suelo patrio. Trataba a su mujer con devoción: contadas eran las ocasiones en que tuvo que utilizar con fines punitivos la flexible vara de encina del abuelo Ernesto; no solía ir más allá, en aras siempre del mantenimiento de una mínima organización y disciplina en el ejercicio de las tareas domésticas, de algunos cachetes semanales administrados con el mayor de los afectos. La fractura de mandíbula de años atrás fue un suceso puntual, atribuible a la inexplicable desaparición del preciado autógrafo de Amancio Amaro. En un derroche de virtud con su señora, sus cinco descendientes se correspondían con sendos coitos -todos ellos muy breves, nocturnos y marcadamente convencionales- que compusieron toda su vida matrimonial. El insobornable respeto a su esposa le había conducido, como todo hombre que se precie de viril, a numerosas relaciones fuera del marco matrimonial; para mayor honra del galardonado, todas ellas con contraprestación económica de por medio, muestra de su sensibilidad por el tejido económico regional. Lo de su hija era un capítulo aparte, un mero y desprendido ejercicio didáctico: "Es lo suyo, y no estar por ahí con peludos imberbes de tu edad que no saben hacer una O con un canuto".

Eso sí, no todo era templanza conyugal y pedagogía filial. Había ciertas cosas por las que Machado Hinojosa no pasaba. No soportaba, por ejemplo, la degeneración del lenguaje. "Me molaría mazo ir a la fiesta de Chuchi, papa", le dijo su hija una noche de viernes, recién llegado del trabajo vía bar de la esquina. "La tengo dicha que hable bien, coño, que el vocabulario español es el más voluminoso del planeta mundial...", justificábase ante su esposa tras el cachete con el que sancionó su aberrante vulgaridad, causante de la pérdida de dos de sus piezas dentales. Y es que la mano de Machado Hinojosa, con no ser muy grande, era muy gruesa y nervuda, coronada por unas uñas de una coloración entre el negro y el amarillo que ponían de manifiesto tanto su rechazo al contacto con aguas cloradas -extensivo a todo avatar hídrico- como su condición tabaquista. En este terreno, como en tantos otros, nuestro hombre había sido un adelantado, un paradigma de precocidad y asombrosa perspicacia: había engrosado a la edad de nueve años el colectivo de consumidores de tabaco, al que contribuiría decisivamente a sumar con posterioridad a sus cuatro hijos varones -no así a la niña, cuyo vicio siempre achacó a los amarihuanados del instituto- para satisfacción del alicaído sector de marras. Recordaba muchas veces con indisimulado orgullo el primer pitillo a los 14 años de su hijo mayor. Luego de encenderle el cigarrillo con su preciado mechero de plata del Bingo Sociedad Recreativa y enseñarle con gracejo los rudimentos del arte de fumar, lo llevó a conocer el mundo de las mujeres de la calle. "No te fíes nunca de ellas, Fede. La madre de uno y la parienta son las únicas decentes en este mundo, hijo mío". Aquella noche la remataron tomándose juntos unos güisquis y jugando a las máquinas tragaperras en la peña futbolística de la manzana de al lado de su casa. "Los hombres toman vino y güisqui; el agua es para las mujeres, los niños y los patos", le decía, apoyado en la barra y dándole palmadas en el pecho, a su hijo. Se acostó ese día radiante de felicidad, tras haber licenciado como adulto, con todas las de la ley, a uno de los suyos.

Machado Hinojosa también se sentía orgulloso de haber trasladado a sus retoños el gusto por los buenos coches. "Dime qué coche calzas y te diré si eres o no un señor", les recordaba, de vuelta de la excursión dominical, a 180 km/h por la carretera de Extremadura, entre bocinazos, maniobras tanto admonitorias como punitivas y descalificaciones al resto de usuarios de la autovía. "No soporto a esos pardillos que van pisando huevos, coño", afirmaba ante los suyos. La rectificación en el motor de explosión contribuía a viciar sobremanera los humos de la combustión, así como al logro de un más que aceptable nivel de sonoridad, acorde con su reciente ascenso al puesto de adjunto al subencargado de mantenimiento del polideportivo municipal. "Tantos decimetrios, tanto eres, eso es ley de vida, hijos; mirad si no la moto de Ramiro el del vídeo-club, o el Audi de don Francisco el del banco", solía decir en la sobremesa, esos escasos 40 segundos que mediaban entre las últimas ventosidades y gruñidos masticativos de miembros de la familia y la sintonía de la teleserie En el manglar. Desgraciadamente, un pesado sopor impedía siempre a Machado Hinojosa terminar despierto el capítulo del día. Su hija se encargaba diligentemente de que el vídeo familiar registrara esas escenas robadas por Morfeo a su padre, para que éste pudiera contemplarlas entre el final del reality-show televisivo de las 21.00 y el programa radiofónico deportivo de las 23.00, mientras su esposa preparaba la cena y sus hijos se pegaban patadas de full-contact en alguna de las habitaciones. Era lo mínimo que su pequeña podía hacer para agradecerle la inmensa generosidad de procrearla.

Y es que a Machado Hinojosa pocos hacían sombra en el capítulo de la generosidad. No cualquiera con su aversión al líquido elemento se hubiese lanzado presto aquel día de primavera a la piscina exterior, arriesgando su corbata del Real Madrid, para rescatar de sus aguas la valiosa pamela arrebatada por el viento a la esposa del portavoz del Gobierno de la Nación.

4 comentarios:

Rafael Hidalgo dijo...

Menudo ejemplar. Qué menos que hacerle miembro de la Real Academia de la Lengua. Eso sí, poniendo un cartelito sobre su asiento que dijera: "¡Cuidado, zona inflamable!"

Nicolás Fabelo dijo...

Jaja, gracias por seguir teniendo la paciencia de leerme, Rafa.

Si tipos como ese no existieran, el nuestro sería un país mucho más habitable. En fin, que lamentablemente no "to er mundo e güeno".

Un fuerte abrazo

Rafael Hidalgo dijo...

Nicolás, para las cosas con las que disfruto no necesito paciencia alguna, sólo un poquito de tiempo.

Otro abrazo para ti.

Adolfo dijo...

Ja,ja,!qué bueno!, en cada casa debería haber uno.

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