(Lee aquí el artículo de Goff explicando su conversión a un cristianismo herético)
"Debemos encontrar algo que sea más grande que el destino o la fortuna. Nada puede traernos paz", se dice al principio de la película El árbol de la vida. El filósofo inglés Philip Goff parece haberse aplicado esta máxima con su sorprendente conversión a una especie de cristianismo herético que pone el acento en el mensaje ético de Jesús (Yeshua, como gusta más de llamarlo, en hebreo) y es muy escéptico de todos los milagros asociados a su persona... ¡excepto de su resurrección! Y que, además, no considera que el Nuevo Testamento (ni el Antiguo, ni cualquier otro texto sagrado) sea la palabra revelada por Dios.
Exponente del movimiento pampsiquista moderno, a hombros de Russell y Eddington, Goff publicó el año pasado Why, libro en el que defendía una postura a mitad de camino entre el teísmo (que no ofrecería una respuesta apropiada al problema del mal y el sufrimiento) y el ateísmo (que no explicaría el ajuste fino del universo): si Dios existiera, no podría ser omnipotente ni omnisciente. En el post que dediqué a ese ensayo apunté que Goff era un no creyente que iba casi cada semana a misa (en sus palabras, un "agnóstico practicante"): aunque consideraba el cristianismo una ficción, quería ser partícipe de un ejemplo moral tan inspirador y potente como el del predicador nazareno. Ahora ha dado el salto del confesionalismo ficcional al herético, porque su visión de Dios no es la canónica de un ser todopoderoso sino la que proponía como más probable en Why: un ser de poderes limitados que no puede impedir el mal.
Ese giro ha sido recibido con estupefacción en buena parte de la comunidad filosófica. Yo mismo le comentaba en Twitter que daba la impresión de que se estaba forzando a sí mismo a creer en algo grande con una finalidad meramente utilitaria. Lo cual sería legítimo y respetable, por supuesto. No entienden lo mismo los Torquemada de turno, que no han tardado en saltarle a la yugular en las redes sociales. Desde luego, creer en la resurrección de un humano supuestamente divino (aunque Goff piensa que se trata más de un evento visionario colectivo que de una realidad física) no es menos absurdo que creer en Zeus, Odín o David el gnomo. Intuyo que el profesor de la Universidad de Durham ha optado por una suerte de autoengaño en aras de un bien mayor (que, según confiesa a su amigo y antagonista Keith Frankish en su podcast Mindchat, consiste básicamente en el doble reto de disfrutar del momento presente y de orientarse hacia el propósito cósmico en el que deposita su esperanza, no tanto en encontrar plaza libre en el cielo). Me pregunto si ha influido su desafortunada caída hace unos meses, mientras hablaba del multiverso en la terraza de un pub de Durham con el tuitero Disagreeable Me, que lo mantuvo hospitalizado varios días con una fractura de cráneo. Este tipo de sucesos suelen ser transformadores o precipitar reflexiones largo tiempo larvadas.
Goff compra pues la presunta resurrección de Yeshua hace dos milenios y la compara con un salto evolutivo en la historia del universo, obviando dos evidencias que para mí deberían ser totalmente concluyentes a este respecto: la de que los muertos no resucitan (algo tan palmario como que los geranios no hablan arameo y que los gatos no ponen huevos) y la de que los humanos llevamos miles de años inventando ficciones (algunas de las cuales siguen siendo en 2024 verdad revelada para cientos de millones de personas). Un salto evolutivo real, para el que debemos prepararnos espiritualmente, sí que será el que tenemos a las puertas con el advenimiento de una superinteligencia artificial y su hibridación con los humanos. El autor de Why y de El error de Galileo subraya que para tomarse el cristianismo seriamente es necesario asumir esa premisa extraordinaria. Un cristiano puede prescindir de la virginidad de María y otros milagros, pero la resurrección es algo mollar. Recuerdo un sacerdote católico que hace mucho me confesó que su fe no tendría fundamento ni sentido alguno si Jesús no hubiese resucitado, por muy valioso que fuera su mensaje.
Entiendo que hay dos razones por las que sería más gratificante creer (aunque Goff prefiere usar el verbo confiar) en ese cristianismo heterodoxo que ser ateo, agnóstico o acaso admitir la posible existencia de una consciencia universal que quiere conocerse a sí misma desde todas las subjetividades posibles. Esas dos cosas son el componente ético y el sentimiento de comunidad, que nos pueden hacer más empáticos y mejores personas. Goff cuenta en Mindchat que la iglesia anglicana que frecuenta es una comunidad progresista muy implicada en actividades sociales y con un compromiso ecologista, un lugar donde reflexionar y celebrar (desde el paso de las estaciones a los momentos importantes de la vida) en comunión con otros congéneres. He de reconocer que las iglesias anglicanas por las que he pasado delante, empezando por la ya centenaria de mi Las Palmas natal, son lugares abiertos a toda persona sin distinción de sexo, raza, edad, nacionalidad, condición social, ideología o preferencias sexuales: nada que ver con adoctrinamiento, dogmatismo o fanatismo.
Me conmueve escuchar a Goff decir que, aparte de frecuentar su iglesia, medita por las mañanas y reza por las noches. Me lo imagino en pijama rezando (charlando con Dios acerca de sus preocupaciones por sus seres queridos), con una vela encendida, mientras su esposa y sus hijos ya duermen al calor de su hogar y la Tierra no deja de girar, atrapados todos ellos -todos nosotros- entre dos abismos insondables: el cuántico y el cósmico. Apelando a The Will to Believe de William James, Philip asume en su charla con Keith el "gran riesgo" de creer en algo aparentemente implausible porque a cambio puede haber un "gran premio". El razonamiento de James era que adoptar una creencia irracional puede ser una opción perfectamente racional si nos hace entrar en una senda donde encontrar un significado y un sentido a los que de otro modo no hubiésemos podido acceder.
El filósofo inglés reconoce que se siente un poco "tonto" al hablar de esta conversión religiosa con sus pares, al tiempo de insistir en que sigue abierto a cambiar de opinión si su razón le guía por otro camino que estime más convincente y probable. Porque para él es una cuestión de confianza (una confianza mesurable cuantitativamente) más que de creencia ciega. De hecho, estima que la probabilidad de que su creencia cristiana herética (compatible con su Dios de poderes limitados) sea cierta ronda entre el 30 y el 50%, frente a un 25% que asigna al ateísmo. ¿Podemos imaginarnos a un creyente convencional -¡ya no hablemos de un fanático!- diciendo algo parecido?...
Tiene razón Keith Frankish cuando afirma que todos tenemos nuestros sesgos, que se engaña quien cree moverse exclusivamente por motivos racionales. Todos somos testigos de la provisionalidad, la pérdida, el sufrimiento, el sinsentido. Y también de que el amor existe y es la fuerza motriz de la vida. Los físicos Carlo Rovelli y Brian Greene son dos ateos confesos, pero el primero reconoce hablar con los árboles y el segundo con su padre muerto. Goff es un ejemplo de honestidad y tolerancia, así como de búsqueda infatigable de la verdad (incisivo con el contrincante intelectual, pero siempre respetuoso). "La vida es corta y hay muchas cosas inciertas. Todos tenemos que dar nuestro salto de fe, ya sea por un humanismo secular, una de las religiones o simplemente una vaga convicción de que existe una realidad más grande. Al decidir, es importante reflexionar sobre lo que probablemente sea cierto, pero también sobre lo que probablemente traerá felicidad y plenitud", escribe en el artículo enlazado al principio de esta publicación. Cada persona forja su propio camino, y este es el suyo personal para mantener la tranquilidad y buscar la merecida dicha en un atribulado mundo del que todavía ignoramos tantas cosas.
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