domingo, 25 de marzo de 2012

Montesdeoca Mendieta, ¿la confirmación de la profecía malaquita?

Llamado contra toda lógica a desempeñar elevadísimas funciones, Julián Montesdeoca Mendieta gustaba desde los albores de su adolescencia de aplacar su sed con toda clase de derivados etílicos. En eso no hacía distingos, aunque, amante del paisaje y paisanaje natales, mostraba con el paso de los años una creciente inclinación hacia los caldos locales. Treinta y dos años después de la degustación de su primera cerveza, dispensada por un padre henchido de orgullo al ver en su hijo a aquel otro chaval en su día dispuesto a comerse el mundo, nadie sabe con certeza los razonamientos que lo pusieron un lunes gris camino de la sede provincial de Alcohólicos Anónimos. Quizá los cuatro hijos custodiados por su esposa desde hacía años, la retirada sine die del carné de conducir, el súbito hallazgo de la inconsistencia de su vida... "Me llamo Julián Montesdeoca Mendieta y soy alcohólico", dijo con una voz dotada de un inusitado carisma. "¿Por qué?", se alzó una voz entre el público. "Porque nunca he tenido personalidad. Siempre he sido un escombro humano, al igual que todos los de mi estirpe". Todos se levantaron de sus asientos para rendir con sus aplausos un efusivo homenaje a aquel hombre que, sumergido en las miserias de la bebida, tenía los arrestos de acometer el más contundente discurso autocrítico pronunciado en los catorce años de existencia de aquel foro. A partir de ese instante, los acontecimientos se sucedieron vertiginosamente. Montesdeoca fue izado a hombros por un conjunto de individuos que, poseídos por una desconocida y poderosísima fuerza, traspasaron el mínimo común denominador del alcoholismo para conformar un cuerpo único destinado a torcer el rumbo de la historia. Una vez en la calle, la sublime masa, dirigida hacia su meta con febril ímpetu, no haría otra cosa que crecer y crecer. Ebrios de gozo, hombres, mujeres, niños, jóvenes, ancianos, cazadores, comerciantes, clérigos, amas de casa, estudiantes de la UNED, estraperlistas, marineros, saxofonistas, chapistas; todo el que tenía el privilegio de asistir a la delirante procesión, no podía evitar sustraerse al mágico influjo de aquel colectivo entusiasta. Las calles de Cádiz fueron los primeros testigos de ese peregrinaje lento pero sin tregua. Andalucía, Castilla la Nueva, Aragón, Cataluña, Languedoc, Provenza, Liguria, Toscana, Lazio y, al fin, la meta, el lugar marcado para la gesta, la vieja urbe antaño raíz de todos los caminos de la civilización: Roma. No mediaron más de veinticinco minutos entre el enfilamiento de la Vía della Conciliaziane y la magna defenestración. Unas desgarradoras palabras inequívocamente germanas rompieron la templada noche romana. Ya nada fue igual desde ese instante. Ungido como caudillo de la más sagrada de las empresas, Montesdeoca Mendieta no fue capaz de sobrellevar el aplastante yugo de su responsabilidad. Abrumado y taciturno, dormía muy poco y apenas era capaz de balbucear unas palabras ante los numerosos fieles reunidos en la audiencia de los miércoles. No tardó en saber lo que le pasaba. Quince días después de la gloriosa recogida del testigo de Pedro, Montesdeoca Mendieta descolgó el teléfono y marcó el número del secretario de Estado: "Una botella de ron, por el amor de Dios", fue la patética petición de un hombre acaso elegido para cerrar una historia bimilenaria.

viernes, 16 de marzo de 2012

A la deriva

Cientos de estrellas tiemblan sobre él, colgadas del firmamento más profundo que han visto nunca sus ojos cansados. Sus luces viejas iluminan débilmente la función de la que es actor protagonista. El viento recorre su nuca y riza las aguas oscuras que mecen su cuerpo. Por un momento se siente protegido por el denso manto marino, abrigado por esta postrera noche en la que solo se escucha el leve chapoteo de las aguas. Hasta que siente la punzada de la sed, y la certeza aún más mortificante de que este líquido no podrá calmarla. Hasta que siente el desgarro de la soledad, y la certeza de que ya no volverá a ver a nadie.



Ha dejado una estela de sufrimiento desde que nació. Ha matado animales para comer, hecho llorar a su madre, traicionado a su mejor amigo, mentido a su esposa. Pero también ha amado, construido una casa con sus propias manos, salvado a un hombre, dejado en tierra tres hijos. En cualquier caso, ¿hay alguien que lo sepa por debajo de la superficie en la que flota y por encima de ella hasta las honduras del Universo? Ahora añora tierra firme, el calor de una hoguera, el cuerpo de su mujer, la contemplación de sus hijos. Su voluntad se resiste a entregarlo al océano, a devolverlo al mundo del que se despegó al ser concebido. Los rayos estelares impresionan sus ojos con indiferencia, desde su insultante atemporalidad. Ya está agotado. No tenía que haberse arrojado por la borda. No tenía que haberse rendido. Ahora quiere vivir.

domingo, 11 de marzo de 2012

¿Por qué hay gente pa' to'?

¿Por qué hay listos y tontos, feos y guapos, altos y bajos, flacos y gordos? ¿Por qué hay gente con suerte y otros que no, unos ricos y otros pobres, unos que mueren jóvenes y otros que llegan a centenarios? ¿Por qué hay "gente pa' to'", como dijo aquel torero andaluz cuando el pedantón de Ortega y Gasset le explicó en qué consistía su trabajo de filósofo?


Detrás de esa variabilidad humana, observable en el resto de las cosas del mundo (desde los garbanzos hasta las estrellas pasando por las arañas y las montañas), hay una campana de Gauss como la de arriba. Una curva que modeliza una función de distribución normal, en cuyo centro puebla la normalidad (entendida en términos estadísticos, sin ninguna connotación) y en cuyos extremos se hallan los casos aberrantes (sin connotación negativa, insisto).

La Naturaleza ofrece casi infinitas variaciones: se acaban imponiendo las más probables, pero las sumamente improbables -¡incluso las aparentemente imposibles!- terminan apareciendo si se tiene paciencia para esperar lo suficiente. Se estima que han vivido más de 100 mil millones (10 elevado a once) de seres humanos, una cifra pequeña para que pueda haberse dado el caso de un humano adulto de 10 centímetros o de 10 metros. Si la cantidad de humanos vivos y muertos fuese de 10 elevado a cien, seguro que ya se habría manifestado la aberración del liliputiense de 10 cm y del coloso de 10 m (quizá la selección natural las podase por inadaptativas, pero ese es ya otro tema). Hasta incluso una alucinante fluctuación cuántica que transformase a todos los seres vivientes en clones de Boris Izaguirre.

Tal como apunta el físico Brian Greene en su último libro (La realidad oculta), en la versión más exuberante de los Multiversos (la que él llama el Multiverso extremo) estarían representados todos los seres (humanos inclusive) y cosas imaginables en cualesquiera combinaciones posibles bajo cualesquiera axiomas matemáticos (el 2+2=4 no regiría necesariamente en todos los Universos) y leyes físicas. En una versión menos florida (el llamado por Greene Multiverso-edredón), el Cosmos sería la suma de todas las posibles combinaciones de un número finito pero colosal de partículas sobre un espacio-tiempo infinito (imaginémonos una cantidad infinita de tableros de ajedrez con todas las configuraciones posibles de sus fichas). O sea, que necesariamente tendría que haber infinitas repeticiones de cada uno de nosotros más allá de nuestro horizonte cósmico (este Universo observable de 46 mil millones de años-luz de radio), en otros Universos con las mismas reglas matemáticas y físicas que el nuestro. Infinitos Borises, aunque todos ellos sujetos a las mismas leyes gravitatorias y electromagnéticas que el que se bajó los calzoncillos en Crónicas marcianas. ¡Diviiiiino!

domingo, 4 de marzo de 2012

Todo era mentira

Toda sociedad está construida sobre la mentira, o sea lo que oficialmente se llama la verdad. Y la mayoría de los humanos se la ha tragado -se la sigue tragando-, lo que ha permitido a unos pocos el dominio sobre unos muchos desde los lejanos días del Neolítico. En aquellos tiempos, los más listos y ambiciosos decidieron apropiarse, con la constitución de los primeros Estados, de la mayor parte del incipiente excedente: de entonces data la alianza entre reyes o machos-alfa sin escrúpulos (con su legión de sumisos cortesanos paniaguados), engañabobos profesionales (sacerdotes, magos y chamanes que no pocas veces llegaban a creerse sus mandangas) y quebrantahuesos brutales (guerreros vocacionales al servicio de la verdad), una relación que se ha perpetuado sin grandes cambios -solo en pequeños matices como el vestuario y las formas- hasta nuestros días. Incluso me atrevería a decir que gracias al embaucamiento masivo han podido sostenerse -se sostienen, de hecho- las civilizaciones. Desde luego, la mentira es funcional: ha llevado a cientos de millones de personas a colaborar con sus opresores, y les ha disuadido de levantarse contra ellos, ya solo por el mero temor al castigo divino.

Muchos congéneres han muerto, matado o torturado por su verdad falsa. Otros no han llegado a tanto en su estupidez: se han limitado a doblar reverencialmente la cerviz, castrarse y condenarse a la infelicidad a sí mismos y a sus familiares. Otros no se han creído las trolas, pero se han visto obligados a callar para no correr la misma suerte que Hipatia (descuartizada por una turba de fanáticos cristianos), Giordano Bruno (quemado vivo en 1600 por la Inquisición romana) y tantos herejes y librepensadores. Que si el Sol o el Fuego todopoderosos, los malos espíritus del bosque, la sed de sangre de los dioses, la divinidad del rey o emperador, los judíos que se comen a los niños crudos, la historia del "uno y trino", la Tierra que es plana y el centro del Universo, la carne de cerdo que es impura, que no descendemos del mono y estamos destinados al Cielo (o al Infierno), el sexo que es sucio y la homosexualidad un terrible crimen, los albinos que dan mala suerte, las mujeres que no tienen alma, los negros que son infrahumanos, la "Libertad, Igualdad y Fraternidad", la bondad del Gran Benefactor, el Gran Timonel o el Glorioso Comandante, el compromiso de EE.UU. con la libertad en el mundo, los pilares insobornables de nuestro Estado social y democrático de derecho...


Algunos humanos incluso le han dedicado a la mentira-verdad lo mejor de su intelecto, caso del clérigo irlandés James Ussher. Este arzobispo de Armagh publicó en 1650 las conclusiones de un sesudo estudio de la Biblia que apuntaban la fecha exacta de comienzo del Universo: este habría sido creado al anochecer del sábado 22 de octubre del año 4004 a.C. Lamentablemente para su reputación futura, cometió un pequeño error de cálculo (en vez de 6.016 años, la antigüedad real del Cosmos ronda los 13.700 millones de años), achacable a la fiabilidad de su fuente. Es como si alguien pretendiese adivinar la masa de un neutrino haciendo una lectura analítica de las obras de César Vidal (las suyas inclusive).

Un siglo después del cálculo de Ussher, un teólogo hacía su personal aportación sosteniendo que los conejos tenían la cola blanca para facilitar que les disparásemos los humanos (lo cita Stephen Hawking en su último libro: El gran diseño): buen ejemplo de fusión de la teleología aristotélica con el antropocentrismo cristiano. Porque otra de las verdades es que los animales fueron puestos por Dios en la Tierra para asistirnos y servirnos de sustento. Por supuesto, ¡faltaría más! Una de las enseñanzas de la Historia es que tanto malvado no habría medrado -no seguiría medrando- sin el necesario auxilio de tanto estúpido estafado. Así somos y así nos va.

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