domingo, 14 de octubre de 2018

¿Hay sentidos vitales espurios?


Para acabar en una secta no hay que ser necesariamente un necio, aunque este sea el tipo humano mayoritario en su seno. Uno puede ser también inteligente, tal como vemos en la magnífica serie documental Wild Wild Country, producida por Netflix, que cuenta la historia de la multitudinaria comunidad establecida en torno al carismático gurú indio Osho o Bhagwan. Buen ejemplo de ello es el estadounidense Philip J. Toelkes (Swami Prem Niren), que fue abogado del líder espiritual y también integrante de su grupo religioso, quien pasados los años rememora con sincera emoción el genuino sentimiento de amor comunitario que experimentó tras llegar a la secta a finales de los años 60, hastiado de las mentiras sobre la guerra de Vietnam y de la grosera cultura materialista instalada en su país. No puede negarse que muchos de los que seguían a Osho eran realmente felices con sus vidas alternativas: su espiritualismo materialista no represor del sexo, sus risas flojas, sus estridentes terapias comunitarias new age... Por eso es inevitable preguntarse: ¿qué más da que sus creencias fueran falsas o estúpidas (qué mas da que Osho fuese solo un espabilado enjoyado subido a un Rolls Royce) si eso les hacía dichosos?... Probablemente Niren llegase a esta misma conclusión. Todas las religiones (o sea, las sectas con más solera) se fundan igualmente en falsedades no menos esperpénticas. Aunque amargan la existencia a no poca gente, informan también la vida de muchas y las hace incluso felices.

Nuestra vida no tiene más sentido que el que nosotros mismos, unos trocitos ordenados y conscientes del Universo, le demos. Seguramente no haya un Dios (aunque puede que acabe habiéndolo en un futuro remotísimo, fruto de la evolución inteligente del Cosmos) y le importemos un bledo a ese Universo del que nos hemos singularizado por tan breve tiempo. Pero como actores de nuestra propia existencia podemos darle un sentido a esta, el que queramos, y dicho sentido nunca será espurio si informa nuestro paso por la Tierra y nos hace dichosos. Por tanto, sería igual de válido al efecto adoptar como sentido vital el catolicismo o el ateísmo militante, el liberalismo o el comunismo, la independencia de Flandes o la unidad de Bélgica, el Real Betis o el Sevilla FC. Y cualquiera de esas causas no tendría por qué ser menos auténtica o funcional para el logro de la autorrealización o felicidad que las de la creación artística, el crecimiento espiritual, la ciencia o un hijo.

Dicho de otro modo, que uno puede encontrar tanto sentido en una mentira o en una tontería (incluso en el ejercicio más descarnado de la maldad) como en el amor u otra gran verdad. Eso sí, hay que creer firmemente en la causa (por eso muchos nunca seremos "religiosos" en un sentido amplio, lo que abarca también al comunismo, el nacionalismo o el sevillismo). O, al menos, en que algún elevado fin justifica la causa por muy estrafalaria que esta sea. Y no funciona el autoengaño salvo que sea inconsciente. No me gustaría estar en el pellejo de quien un día se despierta y descubre súbitamente que toda su vida se ha basado en una falsedad: el riesgo de no volver a levantarse es enorme.

jueves, 4 de octubre de 2018

Minimalismo, relaciones y sentido


Me ha gustado mucho un documental en Netflix titulado "Minimalismo: las cosas importantes". Se trata de un sincero y emotivo testimonio contra el consumismo, alejado de toda pose, que nos muestra el hartazgo de cada vez más gente (aunque, por desgracia, aún una minoría) con una cultura compulsiva de comprar y tirar que prima el enriquecimiento y la búsqueda de estatus social sobre el bienestar y la realización personal, las cosas sobre las personas, la cantidad sobre la calidad, la velocidad sobre la pausa, el ruido sobre la conversación y el silencio, la inconsciencia sobre la reflexión.

No descubrimos la pólvora al advertir que, más allá de un razonable límite, el dinero y el consumo no hacen felices a las personas: basta ver lo que dice la gente más inteligente y consciente que ha traspasado con creces ese umbral (no esperemos escucharlo de un imbécil como Trump), así como observar los estragos causados en algunos de ellos. Las relaciones personales enriquecedoras hacen mucho más por la felicidad (que, no olvidemos, es sobre todo un estado interior) que las cuentas corrientes y las posesiones, por muy abundantes que estas sean.

Mi amigo Luis me contaba emocionado ayer que en la despedida el martes de su compañero Golfillo querría haberle dicho un "Gracias" por una amistad de años que él aseguraba que le había hecho mejor persona. Pero no es improbable que su perro fuese capaz de leer en la expresión de Luis, en el momento de abandonar la existencia, lo que pretendía transmitirle. Esos mensajes sirven para justificar y dar sentido a toda una vida: la del que lo emite y la del que lo recibe. Esos gestos valen más que todo el dinero y las posesiones del mundo. Me recordó el reciente obituario de Alejandro Bolaños escrito en El País por su esposa, quizá la despedida más conmovedora de un ser querido que haya leído nunca: en el texto, Tereixa agradecía al bueno de Alejandro el haberla hecho mejor a ella (y, sin duda, a todas las personas que lo conocieron).

Cuando el Universo da un zarpazo a alguien bueno y querido (ya ande a dos patas o a cuatro), sea en forma de mortal accidente o de enfermedad incurable, pensamos en el sinsentido de la vida. Pero son precisamente las relaciones entre unos trocitos ordenados y conscientes de ese mismo Universo (Luis, Conchi, Golfillo, Alejandro, Tereixa, su hija Elba...) las que dan a estos su sentido y, de paso, al propio Cosmos aparentemente frío y amoral.

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