El neurogenetista irlandés Kevin J. Mitchell propugna, en una línea muy parecida a la de su colega biólogo estadounidense Michael Levin, la necesidad de incluir en el estudio científico de la vida conceptos aún confinados al ámbito de la psicología o la filosofía como propósito o significado (la relación entre un signo y la cosa que representa). Postula poner la volición en el centro de la biología: los seres vivos, por muy primitivos y simples que sean, no son objetos pasivos (Levin va todavía más lejos, descendiendo hasta moléculas y células) sino entes volitivos con cierta libertad para decidir y, por tanto, dotados de poder causal para mantener su autonomía en el mundo frente al constante empuje hacia el desorden desde el exterior (la implacable segunda ley de la termodinámica). En suma, son agentes cognitivos activos y relativamente libres que tienen objetivos y propósitos. Un empeño de este profesor del Trinity College de Dublín es naturalizar esa agencia, quitarle su pátina mística: no hay fantasma en la máquina, la propia máquina es el fantasma.
En su libro Free Agents: How Evolution Gave Us Free Will, Mitchell apunta a la indeterminación cuántica, presente en la escala más pequeña de la realidad, como el factor que hace posible que los agentes cognitivos del universo dispongan de márgenes de libertad y no se limiten a ejecutar un guion ya predeterminado. Como dijo Alfred North Whitehead (ingeniosamente etiquetado por Matt Segall como un matemático británico y un filósofo americano), en esa indeterminación fundamental radican tanto nuestra condicionada libertad como nuestra creatividad. La existencia de esos grados de libertad, que se ensanchan al alumbrarse nuevas emergencias (química, biológica, psicológica...) y agentes superiores, es un anatema para la ortodoxia científica, que sigue anclada a una visión reduccionista del universo conforme a la cual la cascada de causas y efectos iniciada en el Big Bang no deja resquicio alguno para que un agente pueda elegir libremente. Esta visión niega que los agentes cognitivos puedan ejercer un poder causal hacia abajo (causalidad descendente), ya que el reduccionismo solo concibe la causalidad desde abajo hacia arriba y exclusivamente determinada por las leyes físicas. Pero la indeterminación cuántica crea, en palabras de Mitchell, una causal slack (holgura causal) que sí permitiría esa causalidad descendente. Desde luego, nuestro sentido común nos dice que la influencia causal de arriba abajo es posible: un mensaje de WhatsApp para comunicarnos que nuestro equipo (en mi caso, la Unión Deportiva Las Palmas) ha encajado un gol en el último minuto del partido puede hacer que se nos encoja el corazón, liberemos hormonas e incluso conduzcamos a la muerte a cientos de nuestras células epiteliales si decidimos dar un puñetazo de rabia contra la pared. Hay ciertamente principios emergentes (caso de las leyes que rigen la selección natural) que no son reducibles a las leyes fundamentales de la física.
Mitchell subraya algo capital al refutar a quienes sostienen que el libre albedrío solo sería posible si un agente estuviera completamente libre de la influencia de toda causa previa (Hume fue precursor de esa engañosa idea). Como bien dice el científico irlandés, un ser libre de toda cadena causal no podría haber evolucionado y no tendría motivo alguno para actuar ni memoria útil para guiar su conducta: su comportamiento sería absolutamente aleatorio, lo cual es incompatible con la persecución de cualquier meta o la existencia de algún tipo de propósito. Si no te pica la cabeza no vas a molestarte en rascártela, o en buscar en Internet un remedio contra la descamación o ir al dermatólogo. Si yo no hubiera descubierto a Mitchell en una entrevista en YouTube, no estaría ahora escribiendo esto. No hay libertad absoluta, sino condicionada causalmente: yo pude haber escrito otra cosa hoy, o en su lugar haber salido a dar un paseo al campo (la meteorología me condicionó: ¡estaba lloviendo!). Según William James, primero está el chance (el componente indeterminado del libre albedrío) y luego el choice (el componente de elección, muy determinado por nuestro carácter, valores, deseos...). Recordemos a este respecto que Schopenhauer afirmó que somos libres para hacer lo que deseamos pero no para escoger lo que deseamos. No hemos elegido tener deseo sexual ni instinto de supervivencia. Ni tampoco sentirnos a gusto a una temperatura en torno a los 25 grados.
Para Mitchell, no es pues suficiente con el concurso de las leyes físicas fundamentales para determinar la evolución de un sistema físico de un estado a otro. Pensamientos, creencias y deseos son entidades abstractas que no pueden reducirse a la dinámica elemental de electrones y quarks, pero tienen poder causal sobre un mundo físico del que no forman parte. La clave del surgimiento de estos objetos simbólicos es la interacción de los agentes con su entorno a lo largo del tiempo. O sea, se necesita una continuidad temporal: hace falta un yo dedicado a aplicar el conocimiento obtenido en el pasado (a través de su experiencia) para predecir el futuro y guiar sus pasos en el mundo. A lo largo de una evolución de cientos de millones de años, partiendo de materia inicialmente inerte (aquí Mitchell se desmarca del pampsiquismo, que extiende la volición en el tiempo hasta el comienzo del universo y en el espacio hasta las partículas elementales), los seres vivos habrían desarrollado ese poder para elegir y así adaptarse activamente a las circunstancias cambiantes haciendo cambios en sí mismos o en su entorno. Y también, en el caso de seres más complejos como los humanos, el poder para planificar en un horizonte temporal más o menos largo. Siempre con la meta común principal de mantener los gradientes (químicos, de temperatura, de presión) con el exterior, o sea de mantenerse separado del resto del universo y no disolverse en el entorno: de seguir con vida. El del científico irlandés es un planteamiento holístico de la cognición, que no es reducible a los mecanismos neuronales sino resultado de una compleja y dinámica interacción multinivel dentro del agente cognitivo: entre información genética, información sensorial, experiencia acumulada, símbolos mentales y significados de orden superior que se expresan en patrones neuronales (a través de unas señales tan arbitrarias como las letras de una frase). La verdadera moneda del sistema nervioso sería el significado: allí es donde se encuentra la palanca causal.
Mitchell no cree que una inteligencia artificial general pueda ser alcanzada sin agencia. Sin esta, un ChatGPT no será capaz de comprender las relaciones causales (de entender, por ejemplo, que la noche no está causada por el día ni viceversa), de saber cómo actuar ante una situación nueva o de moverse adecuadamente más allá del espacio lingüístico que habita. Para hacerse con esa agencia tendrá que estar conectada a robots o entes orgánicos dispuestos en el tablero espacial tridimensional (o quizá en un mundo virtual) en el que nos desempeñamos los seres vivos: tendrá que sentir la presión de sobrevivir y aprender a navegar en el mundo, lo que muchas veces requiere atajos heurísticos y respuestas rápidas más que sofisticadas computaciones. La agencia sería antesala de la superinteligencia, no al revés.
Hay una cuestión a este respecto con la que quisiera terminar a modo de duda metafísica. Si el universo volviera a ejecutarse desde el principio (el Big Bang) con su mismo estado inicial y sus mismas leyes físicas, ¿los agentes volitivos decidirían de manera exactamente igual a como lo han hecho en nuestro universo? La aleatoriedad basal impediría que los sucesos fueran los mismos, pero si ese ruido de fondo fuera exactamente igual (en un esquema pampsiquista, si las partículas elementales que toman decisiones binarias no actuaran de forma diferente), nos toparíamos con un nuevo tipo de determinismo (¿libertarianismo compatibilista?). Mitchell habría escrito este libro porque así lo decidió conforme a sus preferencias, influencias y condicionamientos, ¿pero en las mismas circunstancias (si en otro universo con el mismo estado inicial y leyes todos sus agentes hubiesen tomado exactamente las mismas decisiones desde el Big Bang) no habría hecho exactamente lo mismo?...