miércoles, 18 de junio de 2025

Bernardo Kastrup y el destino personal

El neerlandés Bernardo Kastrup era un exitoso emprendedor y empresario, con juventud (en la treintena), un feliz matrimonio, dinero de sobra y reconocimiento social. Hasta que un día se le ocurrió desinstalar por su cuenta la sirena de un viejo sistema de alarma de su casa. El brutal sonido de la sirena al activarse le causó un daño auditivo que se manifestó en un grave tinitus: la percepción de un ruido de fondo constante, las 24 horas del día, que él describe como lo más parecido al sonido del taladro de un dentista. Este suceso lo sumió en un infierno, al punto de que llegó a plantearse seriamente el suicidio. Reconoce que si no lo hizo fue exclusivamente por falta de agallas.

Pasados los años, lo que podría interpretarse como un hecho fatídico se manifestó a la postre como una bendición: un punto de inflexión que llevó a Kastrup a estudiar filosofía, interesarse por el estudio de la consciencia y acabar siendo uno de los pensadores más relevantes (exponente del llamado idealismo analítico y director de la Fundación Essentia) en este ámbito. El propio Kastrup asegura sentirse en paz consigo mismo, pese a seguir acompañado por el dichoso sonido del taladro desde que se levanta hasta que se acuesta: dice que el tinitus es ahora más bien un acompañante, con el que se ha familiarizado tanto que a veces llega a olvidarse de él.

Al filósofo neerlandés le escuché hace tiempo afirmar, fiel a su idealismo analítico (conforme al cual todo el mundo físico es una mera proyección de una única mente fundamental, de la que cada ser consciente es un avatar o personalidad disociada), que el sentirse un receptáculo o canal de expresión de ideas o arquetipos mentales no disociados provenientes del inconsciente colectivo junguiano había supuesto para él toda una liberación. El entregarse a la voluntad insondable de una consciencia superior (la única consciencia, pero no disociada), el entender que su vida no giraba en torno a él sino a esa entidad transcendente, que el valor de su existencia no estribaba en disfrutar, estar cómodo o ser feliz sino en extraer significado de su sufrimiento, había contribuido a eliminar su metasufrimiento (el sufrir por el hecho de sufrir). No elegimos en el fondo nada, según Kastrup, ya que nos limitamos a cabalgar una ola ante la cual se despliega nuestro único grado de libertad: aceptarlo (fuente de serenidad) u oponerse (fuente de sufrimiento). La aceptación de su tinitus había sido fundamental para que este no acabara con él.

No comparto esta visión suya que niega el libre albedrío, ya que me inclino más hacia el planteamiento de Kevin Mitchell y Michael Levin: cada agente cognitivo del universo tendría un cierto margen de libertad, pese a estar muy constreñido. De hecho, esa constricción es lo que define a un agente y hace posible una mirada parcial y subjetiva del mundo. Lo que sí me resulta más convincente es su apelación, en la misma línea que el físico sudafricano George Ellis y siguiendo la estela de William James, a ideas o conceptos que se sirven de nosotros para materializarse: "Los pensamientos son los pensadores", en palabras de James. También me gusta cuando habla de extraer significado del sufrimiento.

Cuestión importante es saber si Kastrup y todos nosotros en el fondo no nos autoengañamos, racionalizando lo que nos ha pasado en la vida con una narrativa coherente que dé significado a sucesos dolorosos. Yo a veces también pienso que si no hubiera sido por episodios desagradables no estaría ahora mismo delante de mi hijo: quizá estaría frente a otro hijo, o una hija, o nadie... ¡o ni siquiera seguiría vivo! Estos pensamientos son reconfortantes y nos brindan un ancla y un sentido. ¿Pero no serán en realidad una ideación justificadora para seguir adelante, pergeñando un supuesto destino personal que acaso no sea más que puro azar?...


jueves, 22 de mayo de 2025

La tentación (¿utópica o distópica?) de contrarrestar el principio de Pareto


La naturaleza no es muy proclive a la igualdad, por no decir que tiende abiertamente a la desigualdad. El principio de Pareto o regla del 80/20 (en torno al 80% de los efectos proviene del 20% de las causas) captura una verdad universal que se manifiesta en multitud de ámbitos, desde el biológico al económico (ingresos, salarios...) pasando por la delincuencia, la siniestralidad, el deporte, la gastronomía o las citas románticas. No hace falta tener un doctorado ni ser muy perspicaz para comprobar que al 80% de las mujeres (o de los hombres) solo les atrae el 20% de los hombres (o de las mujeres). Atributos como la fuerza, la agilidad, la velocidad o la inteligencia son dispares entre especies, pero también entre congéneres de la misma especie. La depredación, la jerarquización, el dimorfismo sexual, el dispar acceso a los recursos o las diferencias en las tasas de supervivencia y la longevidad son expresiones de una desigualdad profundamente enraizada en el mundo de la vida.

Es innegable que, desde el nacimiento de la civilización en el neolítico, una minoría de humanos siempre ha atesorado la mayor parte de la riqueza y acaparado el poder político y económico. Algo parecido podemos observar en primates cercanos a nuestra estirpe, como los chimpancés. ¡Ya no hablemos de insectos sociales como las hormigas o las abejas! Por eso, como bien dice el jurista español Javier Pérez Royo, solo un principio político de naturaleza democrática puede corregir un principio económico de naturaleza oligárquica. Este es el cogollo de la socialdemocracia: enmendar los excesos de un sistema donde la "mano invisible" jamás conduce a la equidad y la justicia. El laissez faire del liberalismo más ingenuo perpetúa una desigualdad que sería el estado natural de la humanidad, debido a las disparidades naturales en la fuerza física, la inteligencia o las habilidades sociales.

Mucho se habla de justicia económica y social, pero a casi nadie se le ocurre impugnar el principio de Pareto más allá de lo político y socioeconómico. Si así fuera, los incels podrían reclamar el derecho a mantener relaciones sexuales (el problema es que no hay un deber de nadie de satisfacerlo). Y a las personas poco agraciadas físicamente les asistiría el derecho a ser igual de atractivas que las dotadas naturalmente de belleza. Dada la dificultad material de superar dicha desigualdad (quizá esto cambie en el futuro con la biotecnología y la IA), al menos podrían reclamar una discriminación positiva que compensara un hándicap de partida. Lo mismo aplicaría a las personas menos inteligentes o a las que carecieran de dones artísticos o deportivos. 

Lo cierto es que poca gente se rasga las vestiduras o duerme mal porque haya youtubers con millones de visitas y otros con apenas decenas, porque millones de personas siguieran el funeral del Papa Francisco en la tele mientras que solo tres acudían al de un pobre desgraciado anónimo, porque Manolo el del bombo tuviese menos seguidores en redes que Barack Obama (pero muchos más que la gente que duerme en el aeropuerto de Madrid), porque haya bastantes más aficionados al fútbol que a la petanca, porque Lamine Yamal sea mucho más reconocido socialmente que un prestigioso investigador oncológico y Katy Perry mucho más deseada que tu vecina de abajo, porque el número de hispanohablantes sea muy superior al de livoniohablantes, porque León XIV tenga mucho más carisma que Feijóo... 

El sueño del igualitarismo total podría ser una pesadilla distópica (ya lo ha sido el comunismo, con sus pretensiones igualitarias en lo socioeconómico), pero es más fácil decir esto si uno está en el quintil superior (por encima del 80% de la población) en atractivo, estado físico, inteligencia, creatividad, espíritu emprendedor o dotes de liderazgo que si está en el quintil inferior (por debajo del 80% de la población) en cada uno de esos aspectos. Se trata de aspectos extraeconómicos, pero que guardan una estrecha relación con el éxito económico y la posición social. Con respecto a las posibles mejoras físicas y cognitivas, el biólogo Michael Levin dice que "poner el grito en el cielo por las modificaciones corporales que algunas personas buscan en la actualidad será motivo de risa para las próximas generaciones". Un mundo futuro en el que, según Levin, los seres inteligentes no estarán "confinados a la forma y función estándar que les fue impuesta por los vaivenes de la mutación y la selección, ni por nuestra limitada capacidad e imaginación". 

En cualquier caso, ser Kim Kardashian, Cristiano Ronaldo, Jeff Bezos, Ed Sheeran, Roger Penrose o Angela Merkel no te hace necesariamente más feliz que el menos agraciado e inteligente de los humanos (o que el viejo mastín del solar cercano a mi casa que se pasa el día tumbado al sol). Por otra parte, el principio de Pareto es compatible con el de Sturgeon, que sostiene que el 90% de todo en cualquier ámbito (arte, literatura, filosofía...) es basura: puedes vender millones de libros o de discos y no dejar de ser un proveedor de mierda (escrita o sonora) a coprófagos.

miércoles, 30 de abril de 2025

Jugando a ser Dios: ¿Y por qué no?


Ray Kurzweil, gurú transhumanista y apóstol de la singularidad tecnológica, quiere vivir indefinidamente sin sufrimiento (revirtiendo incluso su envejecimiento) y volver a hablar con su padre ya fallecido. Deposita para ello sus esperanzas en la ciencia (en el fondo, en la inteligencia humana), no en religión alguna. En su último libro, La singularidad está más cerca, se muestra confiado en llegar a tiempo de lograrlo: ahora tiene 77 años.

El físico y neurocientífico Àlex Gómez-Marín representa la postura opuesta a Kurzweil, la que ve en sus sueños utópicos una amenaza distópica producto de la soberbia humana. Esa prevención contra el transhumanismo se inscribe en la misma lógica que la del relato bíblico de la torre de Babel, cuya construcción se contemplaba como una afrenta a Dios. El jugar a ser Dios es uno de los mayores pecados que se le achacan a la humanidad moderna. Pretender acabar con el dolor y la muerte, hibridando la vida con tecnologías como la IA, nos asomaría supuestamente a escenarios de pesadilla, socavando nuestra condición humana y privando de sentido a nuestra existencia.

¿Pero es acaso un acto de soberbia querer reducir el sufrimiento en un mundo donde es moneda corriente? ¿Lo fue empezar a operar con anestesia o erradicar la viruela? ¿Es contra natura manipular el genoma para evitar una enfermedad congénita o devolver la vista a un ciego con un implante neuronal? ¿Debemos aceptar como necesario el peaje de vivir siempre a merced de una desgraciada mutación genética, de un error celular, de un accidente orgánico?... Como bien dice el biólogo Michael Levin, los humanos actuales no somos una "forma ideal, creada y elegida". Todos los seres vivos son producto de la evolución, que nunca es perfecta sino simplemente funcional. Y también somos hijos de la depredación, de la "naturaleza roja en colmillo y garra" de la que se hacía eco amargamente el gran poeta Tennyson. ¿Enmendar la plana a la naturaleza o a Dios (yo creo que no dejamos de ser tanto naturaleza como Dios/Consciencia) es realmente algo deplorable?...

Lo cierto es que ya venimos corrigiendo a la naturaleza desde tiempos inmemoriales con los injertos de plantas, la domesticación de animales (el perro es una creación nuestra) o la ropa (lo natural sería estar desnudos). Y, más recientemente, con los embalses, las vacunas, los aviones, la calefacción central o los anticonceptivos. Pero algunos propugnan ir mucho más allá: por ejemplo, resucitando especies extintas como el dodo. Un caso extremo es el del filósofo Steve Sapontzis, que aboga por acabar con la depredación (no solo la humana) siempre y cuando esto no ocasionase más sufrimiento del que ahorrara. Para Sapontzis, un león hace algo malo al matar a sus presas para alimentarse, aunque no ser un agente moral le eximiría de culpa (como a un niño muy pequeño que maltrata a un gato). Parece razonable suponer que el agotamiento del caldo nutritivo primigenio fue lo que nos llevó a la "naturaleza roja en colmillo y garra". 

El acelerado desarrollo tecnológico nos obliga a plantearnos cuestiones que a día de hoy pueden parecernos ridículas o más propias de una película de ciencia-ficción. Michael Levin no solo es estandarte de una nueva biología (basada en la concepción de los seres vivos como inteligencias colectivas en las que cada nivel jerárquico, hasta abajo del todo -células y moléculas-, tiene agencia), sino también pionero en adelantar las implicaciones éticas de un mundo en el que seres orgánicos normales, otros mejorados tecnológicamente, inteligencias artificiales, criaturas híbridas y quimeras convivirán a no mucho tardar. Un mundo en el que acaso la muerte sea opcional y pueda ser desterrada si alguien tiene la voluntad de seguir viviendo en un sustrato orgánico o digital. Quizá hemos normalizado erróneamente el envejecimiento y la muerte como fenómenos inevitables, cuando lo cierto es que una medicina regenerativa personalizada, con el auxilio de la IA, podría brindarnos en unos años las herramientas necesarias para prolongar indefinidamente la vida. Las planarias (pequeños gusanos acuáticos) ya han encontrado la forma de hacerlo sin recurrir a la ciencia, explotando la plasticidad de sus células madre en un abigarrado genoma gracias a su inteligencia colectiva.

La elucubración más osada a este respecto la pone el físico Frank Tipler, quien apunta a una muy remota singularidad cósmica: cuando la vida inteligente cope toda la materia del universo, forzará su colapso gravitatorio haciendo infinita su capacidad computacional. Podría así emularse todo universo posible, lo que permitirá cualquier cosa... ¡como resucitar a los muertos! (esta afirmación le ha granjeado a Tipler una injusta fama de chiflado). Si vivimos en un universo computacional, la posibilidad de simular universos abre la puerta a paraísos virtuales sin el corsé de las leyes físicas, solo limitados por la imaginación. ¿Deberíamos hacer allí posible todo lo que consideremos bueno y justo? ¿Deberíamos desterrar todo lo que consideremos malo e injusto?...

Es un hecho que la vida a todas las escalas tiene propósitos y avanza en complejidad (va ganando "profundidad causal", en términos de la teoría del ensamblaje de Cronin y Walker). Puede que la historia del cosmos no sea más que la historia de la evolución de la inteligencia, alumbrando nuevas emergencias y espacios de posibilidades en su tortuoso camino desde una singularidad inicial como la del Big Bang. En esa senda, una estirpe de la que somos eslabones necesarios (como lo fueron LUCA, la primera célula eucariota, el primer organismo multicelular o el primer mamífero) podría acabar domando y dirigiendo el universo con una guía moral. Una estirpe en la que nuestros sucesores (que ya no serán humanos sino algo distinto e inimaginable) estén quizá llamados a superar la depredación, el sufrimiento y la muerte que han definido la vida en esta etapa infantil en la que aún se encuentra. Porque solo han pasado apenas cuatro mil millones de años.

viernes, 14 de marzo de 2025

Hacia una revolución copernicana en el estudio de la vida, la inteligencia y la consciencia


Unos cuantos científicos vienen sentando desde hace años las bases de toda una revolución en el estudio de la vida y la inteligencia. Planteamientos heterodoxos como la concepción de los seres vivos como  inteligencias colectivas (en el que cada nivel jerárquico tiene una agenda, en un marco de continua competición y cooperación), la cognición y la volición basales (llevando el reconocimiento de la condición de agentes inteligentes, dotados de propósitos y sentido, hasta entidades como las células), la causalidad descendente (desde arriba hacia abajo en la jerarquía biológica, otorgando poder causal a la mente), el antirreduccionismo genético, la autoorganización de la materia viva como guía clave para la evolución, la cognición extendida más allá del cerebro (a todo el cuerpo y su interacción con el entorno) o la oposición a las dicotomías materia inerte/materia viva e inteligencia orgánica/inteligencia artificial empiezan a abrirse paso gracias a las ideas y el trabajo de gente como Michael Levin, Kevin Mitchell, George Ellis, Stuart Kauffman, Chris Fields, Karl Friston, Denis Noble, Lee Cronin, Sara Imari Walker o los ya fallecidos Humberto Maturana y Francisco Varela.

Esta nueva biología está favoreciendo un cambio de paradigma en la ciencia de la consciencia, una disciplina nacida hace apenas tres décadas con un enfoque materialista, mecanicista y reduccionista. Un cambio por el que vienen remando desde hace tiempo figuras como las de Thomas Nagel, Donald Hoffman, Robert Prentner, Andy Clark, Galen Strawson, Philip Goff, Federico Faggin, Àlex Gómez-Marín, Erik Hoel, Annaka Harris, Giulio Tononi, Christof Koch (tras abjurar de su inicial reduccionismo), Stuart Hameroff, David Chalmers (acuñador en los años 90 de la expresión "problema difícil", referida a la subjetividad), Peter Sjöstedt-Hughes, Edward Frenkel, Matt Segall, Joscha Bach, Rupert Sheldrake o Bernardo Kastrup. La divulgación de sus trabajos y aportaciones se ha beneficiado de magníficos altavoces mediáticos como el programa televisivo y luego podcast Closer to Truth (conducido por Robert Lawrence Kuhn) y los canales de YouTube de Curt Jaemungal o Lex Fridman.

Esta comunidad multidisciplinar, integrada por biólogos, neurocientíficos, físicos, filósofos, psicólogos cognitivos, matemáticos y expertos en ciencias de la computación, es muy diversa en su heterodoxia. Sus miembros sostienen puntos de vista distintos acerca de asuntos importantes: algunos sostienen la existencia de un libre albedrío constreñido mientras que otros lo niegan; algunos consideran que la inteligencia artificial podría llegar a ser consciente (si es que ya no lo es), mientras que otros se oponen; muchos sostienen la naturaleza fundamental de la mente, abrazando posiciones abiertamente pampsiquistas o idealistas; unos se confiesan platónicos mientras otros van más en la línea de la evolución creativa de Bergson y Whitehead; unos tienen un enfoque computacional (subrayando el papel de los agentes como procesadores de información) mientras otros se inclinan por esquemas junguianos (apelando al inconsciente colectivo como matriz fundamental del mundo mental). La audacia, no reñida con el rigor empírico en el caso de los científicos, es el denominador común a todos ellos.

El espectacular avance de la inteligencia artificial a partir de los modelos grandes de lenguaje (LLM) está haciendo replantearnos viejas ideas antropocéntricas acerca de la inteligencia y la consciencia, unos fenómenos que en realidad nunca hemos llegado a entender. No parece muy razonable negarle experiencia subjetiva a una red neuronal artificial, una red molecular, un riñón o un huracán cuando lo cierto es que solo podemos estar seguros de que existe la nuestra propia. La realidad virtual, que cada vez es más inmersiva, también nos hace reflexionar acerca de la realidad de nuestro universo y de la consciencia. Para el filósofo David Chalmers no hay realidades más genuinas que otras. Que vivamos en una simulación, quizá conectados a unos cascos desde fuera del mundo fisico (como sugiere Hoffman), no es un escenario descartable.

A no mucho tardar, salvo que se interponga una hecatombe nuclear o climática, veremos cosas que ahora nos parecen pura ciencia ficción: paraísos virtuales, criaturas híbridas y humanos mejorados tecnológicamente, biorrobots inteligentes circulando por nuestro torrente sanguíneo, impresión 3-D de cualquier objeto, descarga de la mente en soportes no biológicos... El biólogo Michael Levin insiste a menudo en las implicaciones éticas de un futuro en el que la hibridación de la inteligencia orgánica y artificial dará lugar a un paisanaje irreconocible, como el de la mítica taberna galáctica de Star Wars. El propio Levin nos hace soñar con algo fascinante: la posible comunicación entre inteligencias muy diferentes como la nuestra y la de una colonia bacteriana, la de una red molecular de regulación genética, la de nuestro propio hígado o acaso la de alguna entidad que nos trasciende como la propia biosfera.

Hace unos días, el fisico y neurocientífico español Àlex Gómez-Marín y el neurocientífico británico Anil Seth (fisicalista pero abierto a otras posibilidades) publicaron un artículo en Nature titulado A science of consciousness beyond pseudo-science and pseudo-consciousness en el que criticaban el ataque público lanzado en 2023 contra la teoría de la información integrada (IIT, por sus siglas en inglés) por más de un centenar de académicos. En una carta abierta, esos científicos y filósofos censuraban a la teoría formulada por Tononi y Koch por su vínculo con el pampsiquismo y su no testabilidad empírica, lo que a juicio de ellos la hacía merecedora de la etiqueta de pseudociencia. 

Para Gómez-Marín y Seth, "la imagen especular de la pseudociencia es el cientificismo". "En lo que respecta a la consciencia, tenemos el derecho a equivocarnos y quizás el deber de ser audaces", añaden en su artículo. "El 'problema difícil' parece improbable que se resuelva (o se disuelva) sin algún replanteamiento radical. Mantengamos una mente abierta al mismo tiempo que nos aferramos a nuestros cerebros". Como dice Gómez-Marín en otro artículo al respecto, "la investigación sobre la consciencia está necesariamente en los márgenes de la ciencia no porque sea marginal sino porque está a la vanguardia. Es un verdadero paseo hacia lo desconocido. Por lo tanto, en lugar de vestirnos con confianza con una bata blanca frente a una imagen del cerebro y pontificar, necesitamos expresar duda, sutileza, curiosidad, matices y pasión".

Si el pampsiquismo ha vuelto a florecer un siglo después de su reformulación moderna por Bertrand Russell y Arthur Eddington, ahora de la mano de filósofos como Strawson y Goff, es porque el reduccionismo fisicalista sigue sin dar una respuesta a la subjetividad. Pese a todos los avances en la neurociencia, aún seguimos sin saber qué es ese "ser algo" que daba título al célebre artículo seminal de Nagel: Qué es ser un murciélago. Puede que nos esté vedado saberlo por la vía de la ciencia, pero al menos tenemos el derecho a intentarlo.

jueves, 13 de febrero de 2025

El sentido de Sísifo, Kirian Rodríguez y el fútbol

Sísifo, por Tiziano. 

Dijo una vez el físico Steven Weinberg que cuanto más comprensible parece el universo, más absurdo (menos carente de sentido) resulta. Pero como bien señala el divulgador científico Philip Ball en su libro How Life Works, Weinberg pasa por alto un fenómeno emergente muy importante: la vida. Si por algo esta se distingue de la materia inerte es precisamente por tener propósitos, perseguir objetivos y extraer significados del mundo. El universo en su conjunto puede carecer de sentido, pero es evidente que los seres vivos (incluyendo cada una de sus células) sí lo tienen. Gracias al trabajo de personas como el biólogo Michael Levin, el neurocientífico Kevin Mitchell o la física y astrobióloga Sara Imari Walker, propósito y sentido son conceptos que han empezado a salir del ámbito exclusivo de la filosofía y la psicología para formar parte del vocabulario científico de la vida.

Los humanos somos, como cualquier otro animal (también como una planta, una bacteria o una célula), agentes cognitivos activos con un cierto grado de libertad para decidir y conducirnos por el tablero del espacio-tiempo en busca de objetivos. Tenemos una base genética que nos condiciona fuertemente, pero no nos determina. Algún aguafiestas podría argüir que el único sentido sería la supervivencia y quizá la reproducción, pero en el fondo eso no se lo cree ni él mismo. Muchos humanos tenemos pocas dudas de que las relaciones de amor/afecto/cuidado entre unos trocitos ordenados y conscientes del universo ya dan a estos (sus efímeros pasajeros) un sentido, definido por el filósofo Nick Bostrom como "un tipo especial de propósito que se deriva no de alguna cosa particular en nuestra vida que necesitemos o nos apetezca, sino de razones ancladas en algún valor o preocupación más grande que transcienda nuestra existencia mundana y cualesquiera cosas deseables que pudieran estar allí presentes". Bajo esa definición se incluyen otros posibles sentidos como la religión/espiritualidad, la ayuda a los menos favorecidos (no solo humanos), el servicio público, el trabajo bien hecho, la lucha ideológica, la defensa de las tradiciones, el arte y la creación en general, la superación personal, la búsqueda del conocimiento, la enseñanza...

El aguafiestas podría sacar entonces a colación a Sísifo, ese personaje mitológico condenado por Zeus a subir una piedra a lo alto de una montaña para observar impotente cómo casi al llegar se le escapa de las manos y rueda hacia abajo, obligándole a empezar su tarea una y otra vez. Porque el error (léete mi ensayo al respecto) y el fracaso siempre están acechando y no dejan de manifestarse periódicamente. Y nuestro amigo cenizo podría añadir que, en cualquier caso, no solo tenemos el horizonte inexorable de la muerte personal sino también de la de todos nuestros descendientes e incluso del propio universo (la muerte térmica, en la que el cosmos pierde toda su heterogeneidad y ya nada ocurre ni puede ocurrir). 

Bostrom analiza en un capítulo de su ensayo Deep Utopia las implicaciones del mito de Sísifo. Lo que intriga a Bostrom, sirviendo de punto de partida a su reflexión, es por qué se empeña en seguir empujando la piedra hacia la cima de la montaña. Esa tarea es el "emblema mismo del sinsentido", pero aún así Sísifo podría considerar que su vida merece la pena si obtiene placer en empujar la piedra o en la contemplación de las vistas durante el ascenso. Ahora bien, ¿podría ir más allá y encontrar un sentido, conforme a la definición anterior de Bostrom, a una existencia marcada por el recurrente fracaso?... Para Albert Camus, autor de un célebre ensayo al respecto (El mito de Sísifo), la vida de cada uno de nosotros semeja los esfuerzos de este sufrido personaje. El filósofo y apicultor Richard Taylor decía que cada uno de nuestros días es como cada uno de sus pasos hacia la cumbre, con la diferencia de que nosotros no volvemos abajo a empezar de nuevo. En cualquier caso, Camus consideraba que debemos imaginarnos que Sísifo es feliz cuando llega a comprender la futilidad de sus esfuerzos y acepta su destino: la lucha misma sería suficiente para llenar su corazón y el de cualquier humano.

Bostrom apunta varias explicaciones al comportamiento de Sísifo. La primera es la de la coacción: solo empuja la piedra porque, si deja de hacerlo, será castigado por el látigo de algún servidor de Zeus. En este caso, su existencia carecería de sentido y muy probablemente ni siquiera podría ser considerada una buena vida. La segunda posible explicación es la de que disfruta de esa tarea o tiene un poderoso impulso para hacerla. En este supuesto, Bostrom descarta que tenga necesariamente un sentido genuino, pese a que pueda resultarle gratificante. Lo compara con la vida de un corredor compulsivo, que se ejercita de sol a sol para acabar todos los días sudoroso y rendido de cansancio. Para Bostrom, ni siquiera la meta de ganar una medalla olímpica daría sentido pleno a esa existencia; si acaso, los esfuerzos de una persona discapacitada, al representar un reto de superación y servir de ejemplo a muchas otras. Entre otros posibles motivos con sentido de Sísifo figuran la creencia de que será premiado con una feliz vida de ultratumba, el salvar a la humanidad de ser devorada por alienígenas, el honrar una vieja promesa tribal o el resolver una larga disputa científica. Sea cual sea el motivo, para que su existencia tenga un sentido subjetivo (para que él experimente su vida como dotada de sentido) tiene que preocuparse e implicarse plenamente en la consecución de sus metas, no limitarse a perseguirlas por mera obligación o rutina. Bostrom pone el ejemplo del científico que hace grandes descubrimientos no por una sed de conocimiento sino solo por conseguir premios y reconocimiento: su vida tendría un sentido objetivo, pero no subjetivo (el que aparentemente le proporcionaría una dicha genuina).

Kirian y el fútbol 

Hace más de una semana, el jugador canario Kirian Rodríguez (capitán de la UD Las Palmas) hacía público que había recaído en su linfoma de Hodgkin y se retiraba de los campos de fútbol por lo que resta de temporada. Tendrá que volver a afrontar nuevas sesiones de quimioterapia, tras haber superado la enfermedad hace dos años. Kirian no solo es un gran jugador, que ha dado a los aficionados como yo no pocas alegrías sobre el césped, sino una persona ejemplar: amable, humilde, empático, valiente, tenaz... Asumía el reto de volver a pasar por el calvario del tratamiento con una entereza y una naturalidad dignas de encomio. No exagero al afirmar que es un exponente humano de lo mejor de mi Canarias natal. 

A principios de 2023, cuando volvió recuperado de su primer combate a la enfermedad, Kirian fue decisivo para el ascenso a Primera. Y ya en la división de honor del fútbol español protagonizó junto a sus compañeros sonadas victorias (como frente al Atlético de Madrid, partido en el que marcaron tanto él como su mejor amigo: Benito) que no disfrutábamos desde hace décadas. Luego el equipo entraría en barrena, con más de ocho meses sin ganar entre una temporada y otra, aunque salvando afortunadamente la categoría. Él siempre dio la cara tanto en las victorias como en las derrotas, a las duras y a las maduras. Ahora le tocará volver a pelear por su salud, así como a la UD Las Palmas le tocará volver a luchar por la permanencia tras una nueva racha de malos resultados.

Una vida sin retos ni dificultades, sin fracasos ni padecimientos, sin altos ni bajos, no sería tan preciosa. Lo mismo que una actividad deportiva en la que nunca perdieses ni te empataran en el último minuto, en la que no hubiese momentos de zozobra ni vivieses bajo la amenaza permanente de la eliminación o el descenso. El fútbol es una especie de escuela de vida que te recuerda que un día estás en la gloria y otro en la miseria, que a veces hay injusticias, que a la mala suerte sucede la buena (solo hay que apelar a la estadística), que las mieles del triunfo son mucho más dulces cuando este cuesta y no es frecuente, que siempre hay que levantarse después de cada golpe o caída. Es además una pequeña fuente de sentido, una ficción compartida (en mi caso, la UD Las Palmas) a través de la cual yo me siento en comunión con mi tierra natal, con mi familia y amigos de allá, con el propio Kirian y otros jugadores con los que simpatizo y, sobre todo, con mi hijo peninsular convertido en fan que ahora estudia fuera del hogar. Por mucho que nos empeñemos en negarlo, sobre todo desde posiciones intelectuales, los goles de los futbolistas hacen feliz a mucha gente. El fútbol es tan pequeña fuente de sentido como ir a un concierto, preparar una cena especial para familia o amigos o preocuparte por tu bonsai, actividades en modo alguno incompatibles con los sentidos con mayúsculas apuntados en el segundo párrafo de este artículo.

Kirian se emocionó mucho cuando metió un golazo in extremis al Granada el año pasado, el primero que lograba en Primera tras su recuperación. Cuando salga nuevamente de esto y vuelva a hacer de las suyas sobre el césped, nuestro disfrute y el de él serán mucho mayores, por mucho que el susodicho aguafiestas considere un sinsentido intentar meter un balón en la portería del equipo contrario. El ya fallecido David Graeber creía que la clave en la vida es jugar e intentar divertirse (huelga añadir que sin hacer daño al prójimo). Hay que vivir con pleno sentido, optimismo, alegría y entrega a nuestras metas, disfrutando de las pequeñas y grandes perlas que a diario nos regala la existencia aunque muchas veces no seamos conscientes de ellas. Reconozco que yo mismo no lo consigo. Que tanto el Sísifo imaginado por Camus como el bueno de Kirian nos sirvan de ejemplo. Aún a sabiendas de que habrá sinsabores y derrotas, de que el propio universo acabará muriendo y toda memoria de la humanidad y sus ficciones compartidas quedarán en nada (un escenario en el que, por cierto, no cree el físico Frank Tipler).


viernes, 24 de enero de 2025

'Nexus' de Harari: las redes de información en la era de la IA

Nos encaminamos hacia un mundo que ni siquiera los expertos y mejor informados se atreven a predecir con seguridad. Buena parte de esta incertidumbre tiene que ver con cómo será la evolución de la inteligencia artificial en los próximos dos o tres años. El historiador israelí Yuval Harari publicó hace unos meses Nexus, un ensayo en el que alerta de que podríamos estar a las puertas de un escenario distópico pero que también da motivos para la esperanza si la humanidad hace las cosas correctamente. 

Harari no comparte la visión marxista y populista de la historia de la humanidad como una lucha sin tregua por el poder a través de la fuerza bruta. A mi juicio, acierta en desmontar el manido tópico de la "ley de la jungla", algo que ni siquiera es cierto en la propia jungla. La cooperación no solo es un rasgo definitorio de la historia humana sino también de la vida en todas sus manifestaciones (¡incluidas las propias células!) desde sus inicios hace 3.500 millones de años. Si solo existiera la predación, la "naturaleza roja en colmillo y garra" de la que hablaba el poeta Alfred Tennyson, no estaríamos aquí para contarlo. Ni nosotros ni cualquier otro ser vivo.

Como ya sostenía en su ensayo Sapiens, nuestras redes de información están basadas en ficciones compartidas (entidades que pudimos imaginar cuando hace 70 mil años, gracias a una mutación genética, adquirimos esa capacidad) como Dios, dólar, Microsoft, Francia o Real Madrid que hicieron -y siguen haciendo- posible la cooperación entre muchos humanos que no se conocen personalmente. Así fue cómo realmente conquistamos el mundo, no por emplear la información para elaborar un mapa certero de la realidad sino por usarla para conectar a muchos individuos. El principal argumento de Nexus, tal como señala explícitamente su autor al comienzo del libro, es que las grandes redes de información son una enorme fuente de poder para la humanidad pero también nos predisponen a usarlo de una manera poco sabia: "Nuestro problema, por tanto, es un problema de la red". Los conflictos ideológicos y políticos no dejan de ser, para el ensayista israelí, choques entre tipos opuestos de redes de información.

Harari disiente de la creencia aparentemente razonable de que la solución a la desinformación es más información. Considera que esa es una visión ingenua, basada en una concepción errónea de este fenómeno. Porque, como bien dice, "los errores, las mentiras, las fantasías y las ficciones son también información". La ingenuidad radica en creer que la información tiene un vínculo esencial con la verdad, cuando lo que realmente hace es crear nuevas realidades ligando unas cosas con otras. El ADN y la Biblia tienen en común que son información en torno a la cual se articulan redes: una red orgánica de billones de células, en el primer caso; una red religiosa de millones de individuos, en el segundo. Tanto una red como otra pueden hacer cosas que sus partes por separado no podrían, como formar un tejido muscular o lanzar una guerra santa. La información puede o no representar la realidad, pero lo que siempre hace es conectar en redes a una multitud de entidades individuales.

En toda red informativa humana hay una perenne tensión entre orden y verdad, lo que los economistas llaman una relación de sustitución o trade off. La verdad no puede imperar del todo en una sociedad sin afectar al orden, de igual modo que este último no puede basarse en una negación total de la verdad. Cuando una información revela un hecho importante sobre el mundo pero al mismo tiempo mina la "noble mentira" que cohesiona a una sociedad, esta última tiende a preservar el orden y poner límite a la búsqueda de la verdad. Porque mitología y burocracia, estrechamente relacionadas (aunque tienden a tomar direcciones diferentes), son esenciales para el mantenimiento del orden.

Nuestras ficciones crean una realidad intersubjetiva, compartida por muchas mentes (a diferencia de la realidad subjetiva, como el dolor físico, que solo existe en una), en la que moran las leyes, los dioses, las naciones, las empresas... Harari vuelve a contradecir al marxismo al señalar que las identidades e intereses a gran escala en la historia humana no son objetivas sino intersubjetivas. Subraya la importancia de los mecanismos de autocorrección para afrontar los efectos perniciosos de esa realidad intersubjetiva. De hecho, considera que el motor de la revolución científica fueron estos mecanismos correctores, no la tecnología de la imprenta. El invento de Gutenberg no solo permitió la difusión del conocimiento, sino también de libelos, noticias falsas y textos incitadores del odio y la violencia (como un influyente tratado de dos frailes dominicos del siglo XV para identificar y perseguir a las brujas), de igual manera que la radio serviría de altavoz a la ideología de Hitler y la televisión y las redes sociales a la de Trump.

Una democracia es una red distribuida de información con fuertes mecanismos de autocorrección. Justo lo contrario que una dictadura: una red centralizada que no se corrige a sí misma. Por eso las democracias son más flexibles y capaces de adaptarse a los cambios, amén de más eficaces económicamente. Y también mas resistentes a sucumbir a una eventual IA maligna, ya que incluyen en su red a otros agentes como la oposición política, un sistema judicial independiente, medios de comunicación libres, ONGs... Es mucho más fácil para una IA hacerse con el control de una autocracia, ya que solo requiere manipular a un tirano que concentra toda el poder en sus manos.

Los medios de comunicación de masas hicieron posible la democracia, pero también contribuyeron a la forja de regímenes dictatoriales. Antes del telégrafo y la radio, un régimen totalitario a gran escala era imposible: había límites tecnológicos para que una autocracia pudiese convertirse en totalitaria. Una avanzada inteligencia artificial sería el sueño de todo tirano totalitario: por un lado, una AI puede procesar grandes cantidades de información de manera eficiente (de hecho, cuanto más se alimenta de datos, más eficiente es); por otro lado, le permitiría un control casi absoluto de su población. Pero podría volverse en contra del Hitler o Stalin de turno. 

Harari pone al respecto, tomando el caso de Rusia, un interesante ejemplo de desalineamiento entre una IA y sus creadores. El régimen de Putin es un sistema autoritario donde los opositores son encarcelados y sufren accidentes, se violan sistemáticamente los derechos humanos y se persigue al colectivo LGTBI, pero la Constitución de la Federación Rusa es un impecable texto democrático. Una IA entrenada para defender los valores rusos podría deducir, a la vista de la incongruencia entre la realidad y lo que está escrito, que Putin está atacando esos valores. Y, en consecuencia, comunicarlo a la ciudadanía y ponerse a la labor de deponerlo. Todo ello, investida de un gran poder y sin temor a represalia alguna: no se puede torturar ni encarcelar a una IA, si acaso apagarla.

En la guerra fría tuvimos la sabiduría necesaria para evitar un desastre gracias a la doctrina de la destrucción mutua asegurada, que posibilitó la cooperación entre las entonces superpotencias norteamericana y soviética. A estas alturas del siglo XXI, la situación es más peligrosa porque una inteligencia artificial avanzada no es un objeto pasivo como una bomba atómica sino una entidad con agencia, capaz de perseguir objetivos y tomar decisiones por sí misma. Las tablillas de arcilla, las imprentas y las radios son meros conectores entre miembros de una red de información, limitándose a distribuir entre ellos los flujos informativos, pero una IA es un miembro activo más de esa red. Con la capacidad, como nosotros los Homo sapiens gracias al lenguaje, de crear realidades intersubjetivas como una religión. Y también de interpretarlas por sí misma sin el concurso de los humanos.

Harari se detiene a analizar los efectos perversos de algoritmos como los de Facebook, que están diseñados para promover ante todo las interacciones (visitas y likes) de los usuarios. Nos pone el ejemplo de Myanmar, escenario en 2016 y 2017 de la persecución y matanzas de una etnia minoritaria de religión musulmana: los rohingya. A los usuarios birmanos de Facebook les aparecían a diario en su aplicación vídeos en los que se incitaba al odio contra esa minoría, ya que esos contenidos son mucho más virales que otros más discretos, moderados o juiciosos. Facebook fue pues corresponsable involuntario de esos trágicos sucesos. Lo cierto es que las redes sociales, en buena medida por culpa de los algoritmos que emplean, se han convertido en plataformas para incitar al odio y propagar la desinformación y la conspiranoia. El historiador israelí tiene claro que para preservar una conversación democrática es necesaria una regulación: un mercado de la información completamente libre nunca producirá verdad y orden de manera espontánea.

Shane Legg, un prominente científico de Google, daba hace poco un 50% de probabilidades al logro de una Inteligencia Artificial General (AGI, en inglés) antes de tres años. Y entre un 5 y un 50% a nuestra extinción como especie justo un año después. En no mucho tiempo veremos signos inequívocos de por qué camino tiraremos finalmente. Si lo hacemos bien, será legítimo esperanzarnos con los escenarios que nos adelantan optimistas inveterados como el gurú tecnológico Ray Kurzweil (abanderado de la singularidad) y sobrevenidos como el filósofo Nick Bostrom (que en 2014 ya nos asustaba con su Superinteligencia: caminos, peligros, estrategias), quien en su último ensayo Deep Utopia nos invita a soñar con un mundo donde todas las necesidades estarán resueltas sin esfuerzo y podremos aventurarnos en un vasto espacio inexplorado de posibles experiencias. Bostrom sugiere que algunas de estas pueden "valer la pena en un grado que supera nuestros sueños y fantasías más salvajes".

martes, 10 de diciembre de 2024

La vida (como nadie la conoce) según Sara Imari Walker

El imaginario popular se retroalimenta con el cine de ciencia-ficción al presentarnos habitualmente a los extraterrestres como seres antropomorfos: marcianitos verdes, xenomorfos como los de Alien, hombrecillos como ET... La teoría de la evolución convergente sugiere que habría algo de verdad al respecto, ya que la naturaleza tiende a buscar soluciones similares a retos similares. Esto se observa en objetos como los ojos o las alas, seleccionados a partir de diferentes sendas evolutivas: el ojo, en la de los artrópodos, cefalópodos y vertebrados; las alas, en la de los insectos, aves y mamíferos (caso del murciélago).

No hay que pasar por alto, sin embargo, un detalle fundamental: toda la vida conocida en la Tierra tiene un origen común, desde una bacteria y un paramecio hasta un roble, una araña y un humano. La teoría del ensamblaje, propuesta por el químico Lee Cronin y la física Sara Imari Walker, apunta que la vida extraterrestre podría ser inimaginable al estar construida sobre otras bases: otro mecanismo de copia (no el ADN), otros aminoácidos, otras proteínas e incluso otros compuestos químicos desconocidos. Para Walker, que ha publicado este año su muy recomendable libro La vida como nadie la conoce, este fenómeno podría ser necesario (intrínseco a las leyes físicas del universo y su evolución), pero su manifestación sería contingente. Aquí en la Tierra, todos los seres vivos debemos nuestra existencia a procesos químicos que alumbraron el ARN (precursor del ADN que informa nuestro genoma), pero esa no sería más que una de las vías moleculares que pueden seguirse en un espacio químico de posibilidades inmenso. 

El británico y la estadounidense pretenden con su teoría unificar dos áreas científicas: el estudio del origen de la vida y la búsqueda de vida alienígena. El punto de partida es la constatación de que la vida no surge de manera espontánea, al modo de cerebros de Boltzmann que aparecen y desaparecen de súbito por una fluctuación aleatoria improbabilísima, sino que es fruto de un proceso de construcción inteligente parecido al de un Lego con sus diferentes partes. La información es un concepto fundamental: es lo que insufla ese proceso y se impone a la aleatoriedad, estructurando la materia en el espacio y el tiempo, a partir de un umbral o punto crítico. Ese umbral es anterior a la formación de aminoácidos y otras biomoléculas: se traspasa cuando moléculas más simples comienzan a organizarse de manera informacionalmente dirigida. La selección natural empieza a actuar más tarde, cuando ya han emergido las primeras entidades autorreplicantes con poder causal que interactúan de manera diferencial con su entorno. En línea con otros científicos como Michael Levin (mencionado en el libro, con quien ha trabajado) y Kevin Mitchell, Walker considera que todos los seres vivos tienen agencia y participan activamente en su propia construcción, al servicio de sus propósitos: aunque constreñidos, disfrutan de una cierta libertad para elegir.

El índice de ensamblaje y el número de copia son los dos criterios establecidos por esta teoría para determinar si un objeto ha sido creado por la vida o es mera consecuencia de una combinación aleatoria de objetos menores. El índice de ensamblaje es el número de pasos necesarios para construir secuencialmente un objeto: 15 es la cifra que, conforme a los experimentos realizados en laboratorio, marca el umbral por encima del cual no puede haber surgido de manera aleatoria. Si observáramos en un exoplaneta alguna cosa con índice 15, lo determinante sería el número de copia: si hay al menos dos objetos así, podemos afirmar sin género de dudas que ahí hay alguna forma de vida responsable de su formación. A Cronin y Walker no les preocupa mucho que no nos lleguen evidencias en ese sentido procedentes del espacio exterior, ya que albergan la esperanza de encontrar vida alienígena primero en la Tierra, en el marco de un laboratorio y con el auxilio de IA, combinando y seleccionando compuestos químicos en distintas condiciones ambientales (PH, variados entornos minerales, etc.). De esa manera podremos entender qué es la vida y cómo surge, descubriendo leyes universales que entroncarían la biología con la física y tendrían vigencia en cualquier rincón del universo.

Una vez que aparece, la vida empieza a hacerse más compleja al atesorar más información. Los objetos ensamblados ensamblan a su vez otros objetos, y así sucesivamente, generándose una torre jerárquica. Cada uno de nosotros, así como cada uno de los objetos fabricados por la humanidad, somos parte de un linaje iniciado hace 3.700 millones de años con la aparición del primer ser vivo. En nuestro cuerpo hay apilado un volumen de información muy grande, que es la que nos ha sacado del abstracto espacio de posibilidades para convertirnos en una realidad física. Sobre esa torre informativa se asientan objetos que nos rodean como un coche, una casa, una sinfonía o un idioma, que para Walker son una prolongación de la vida biológica. 

Usando el símil del Lego, nos explica en su ensayo la diferencia entre el assembly observado (todos los castillos de Lego comercializados por la compañía desde su fundación), el universo de ensamblaje (el espacio combinatorio de todas las piezas de Lego, empleando todas las posibles permutaciones según las leyes del juego y cualesquiera otras posibles, como las de pegar las piezas con pegamento), el assembly posible (el conformado solo por los objetos físicamente posibles, en este caso por las leyes del Lego que te obligan a poner una pieza encima o debajo de otra para encajarlas) y el assembly contingente (espacio de posibilidades en el que la memoria del pasado debe ser guardada, donde residen los objetos observados). Este último conjunto es muchísimo más pequeño que el penúltimo. Walker nos dice que ni siquiera con las 600 mil millones de piezas de Lego que existen sería posible agotar el vasto espacio del assembly posible.

Aunque la Tierra sea un punto muy pequeño del Universo, el entramado causal iniciado en ella con la primera criatura viva es muy denso e intrincado. Somos pues objetos profundos en el tiempo, integrantes de un linaje que persistirá (si no se produce una completa extinción) tras nuestra muerte. La contingencia histórica implica que muchos objetos, tanto biológicos (incluidos trillones y trillones de potenciales humanos) como tecnológicos, nunca verán la luz en este universo, al irse constriñendo con el paso del tiempo el espacio abstracto de todos los objetos posibles (el assembly posible). Fuera de la Tierra nunca hallaremos ni destornilladores ni zapatos ni lenguas eslavas ni seres que pudieron haber nacido si otro espermatozoide de nuestros padres (en vez del que contribuyó a crearnos) hubiera fecundado el óvulo de nuestras madres. 

La profundidad temporal (o sea, causal) de los objetos complejos tiene que ver con el gran volumen de información embebido en ellos y es lo que les abre la puerta a espacios de posibilidades emergentes (aquí es donde Sara introduce la consciencia, como nexo entre lo contrafactual y lo real que "fija los límites a lo que podemos hacer en el futuro"), inaccesibles a moléculas o células: un ejemplo que pone en su libro es el de los cohetes espaciales, que pudimos imaginar mucho antes de tener la ciencia y la tecnología necesarias para sacarlos del limbo de las posibilidades y convertirlos en realidad material. La contingencia histórica marca un orden en la aparición de los objetos: un cohete o un idioma nunca precederán a un humano, que a su vez nunca precederá a una célula o una molécula. Todo requiere de tiempo para ser construido, incluso una mente (Walker se mantiene fiel a la ortodoxia científica en este punto, negando que la consciencia sea algo fundamental sino un producto de la evolución), que no tendría que ser necesariamente biológica.

Cronin ha ideado y acuñado el concepto de chemputer, referido a una máquina capaz de navegar (a modo de un motor de búsqueda químico) y hacer computaciones en un espacio químico combinatorio inabordable: el espacio ocupado por todas las posibles proteínas de 100 aminoácidos, construidas a partir de combinaciones de los 20 que emplea la vida en la Tierra, rellenaría un volumen equivalente a 10 elevado a 23 universos. Además del chemputer, Walker menciona en su libro el constructor universal de David Deutsch, ideado por analogía a una máquina universal de Turing pero con la capacidad no de ejecutar cualquier programa computable sino de construir cualquier objeto construible: una especie de impresora en 3-D con capacidad para producir cualquier objeto posible. El chemputer, ya una realidad física con la que Cronin está trabajando en proyectos vinculados a la Universidad de Glasgow, es un puente necesario hacia ese constructor universal al digitalizar la química, abriendo un camino que en pocos lustros quizá nos permita fabricar cualquier objeto a demanda en el ámbito doméstico.

Si en cien años de experimentos realizados a diario no se alumbrara vida alguna en las matraces de un laboratorio terrestre, estaríamos ante un claro indicador de que el tránsito de la abiótico a lo biótico no debe ser algo frecuente. Lo que no podríamos saber en un laboratorio es cuán infrecuente sería el paso de la vida biológica a la vida tecnológica, una senda que ya hemos empezado a transitar en nuestro planeta y que se acelerará con el desarrollo de la inteligencia artificial. Walker señala que la transición hacia una tecnosfera puede ser vista como un progreso evolutivo similar al que llevó hace cientos de millones de años a la multicelularidad, un salto cuyas posibilidades para nuestro futuro son imprevisibles. Como dice al final de su libro, "presumiblemente cualquier planeta con vida llega a un precipicio crítico donde debe entender sus más profundos orígenes evolutivos para entender cómo podría ser su futuro y conducirlo". A su linaje (que es el nuestro) dedica precisamente este ameno y necesario libro, en la esperanza de que un día "lleguemos a entender quiénes somos". ¡Así sea, Sara!

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