Pocas bondades pueden atribuirse al sector privado de la economía española (ya en Canarias es el colmo), donde campan a sus anchas desaprensivos e incompetentes cuyas únicas credenciales son sus apellidos de buena familia o una nutrida agenda de contactos políticos (fuente de jugosos contratos públicos financiados por todos los contribuyentes en beneficio de unos pocos, que además sirven para alimentar las finanzas de los partidos políticos). No es de extrañar que no nos vaya muy bien en un país donde los jefes están más preocupados por que sus empleados hagan horas en la oficina -o en el restaurante haciendo negocios chupito en mano- que por su productividad. Donde se premia el servilismo y se desdeña el mérito. Donde el inmovilismo prima sobre la innovación.
Si esto es así en el sector privado, ¡qué podríamos decir del público! Es cierto que hay buenos funcionarios y empleados públicos, muchos de los cuales han ingresado por oposición (o sea, acreditando méritos objetivos, aunque en España es inevitable el compadreo: oposiciones sacadas ad hoc para enchufar al de dentro interino, cuestionarios pasados fraudulentamente con antelación a amiguetes de partido o sindicato, etc). Pero no es menos cierto que abundan los malos: los zánganos y los ineptos. Esto ocurre a todos los niveles, pero parece especialmente sangrante en los niveles medios y bajos de la Administración, lo que produce un cuello de botella en el funcionamiento de las instituciones.
Parte de culpa del lamentable estado de nuestra Justicia no solo es atribuible a una deficiente organización (más propia del siglo XIX que del XXI), a intereses corporativos de jueces (que no quieren que el juez de al lado se entere de sus casos o, sencillamente, no desean currar demasiado) o a la desidia de los políticos (a quienes no les interesa que el sistema sea ágil, rápido y eficaz), sino también al escaqueo y holgazanería de funcionarios de niveles inferiores que están desayunando por segunda vez o haciendo compras en El Corte Inglés cuando se les requiere para algo, que se levantan malos cada dos por tres o que consiguen prolongadas bajas por depresión para disfrutarlas debajo de una sombrilla. Y que cuentan con el cerrado apoyo de los sindicatos mayoritarios, que saltan como un resorte en defensa de sus intereses enarbolando la bandera de lo público (no parecen tan preocupados por los trabajadores eventuales o los parados). Lo mismo puede decirse de la Universidad, de las Comunidades Autónomas, de las entidades locales, de las empresas y sociedades públicas...
Directores que tienen que hacer por sí mismos tochos de fotocopias, abogados que han de suplicar a auxiliares de los juzgados que les pasen determinado papel relacionado con sus clientes, trabajadores públicos que tienen que hacer la tarea de otros no por solidaridad con un gandul o un incompetente sino solo para sacar adelante lo suyo, ciudadanos desesperados frente al soberbio de turno apostado no pocas veces tras una ventanilla... Todo por culpa de tanto servidor de sí mismo, no de lo público. En fin, Marca España.
Aclaraciones para disipar posibles equívocos:
1) Hay muchos buenos funcionarios y empleados públicos.
2) Los sindicatos son necesarios en una democracia como contrapeso al poder de los empresarios.
Aclaraciones para disipar posibles equívocos:
1) Hay muchos buenos funcionarios y empleados públicos.
2) Los sindicatos son necesarios en una democracia como contrapeso al poder de los empresarios.