A bote pronto, la respuesta razonable sería otra pregunta: ¿Y por qué habríamos de tenerlo (el susodicho libre albedrío)? ¿Acaso se trata de una propiedad emergente de los agregados de electrones y quarks más complejos (tal es nuestro caso, a diferencia de otros seres vivos como una bacteria o de objetos inertes como una bombilla), fruto precisamente de esa misma complejidad? En el juego de la vida de Conway no ocurre que, al cabo de tropecientas generaciones, un objeto complejo comience a decidir por libre: sigue la programación fijada originariamente, cuando todo era tremendamente simple (aunque pueda llegar a parecer, dado el nivel de complejidad alcanzado, que está realmente decidiendo).
Hay quienes sostienen, aun asumiendo que quizá no exista el libre albedrío, que su negación nos lleva a un indeseable fatalismo y a la consiguiente inacción. Pero hay una falla lógica en este planteamiento: conforme a un enfoque determinista, si un ser humano decide dejarse llevar por la inercia en la creencia de que todo ya está determinado, y que no vale la pena molestarse en tomar decisiones, es precisamente porque ya estaba predeterminado que así se comportase. Igualmente, ya estaría fijado que alguien le recriminara su fatalismo. Y que yo dejara constancia por escrito de ello aquí y ahora. Esto es lo que se llama superdeterminismo, cuya existencia no ha podido ser desmentida por la ciencia.*(ver apéndice al final)
Haya o no haya libre albedrío, lo cierto es que desconocemos lo que nos depara el futuro. Por tanto, la emoción está siempre asegurada. Si todo ya está predeterminado, no tiene sentido estar lamentándonos por decisiones o inacciones pasadas: la senda que seguimos es la única que podemos seguir, nos guste o no. Pero supongamos que existe el multiverso cuántico y hay libre albedrío, de modo que cada elección nuestra nos lleva por la senda de un universo o de otro. En este caso, también sería absurdo mortificarse por decisiones u omisiones (estas últimas son las más dolorosas: ¡ay, esa persona a la que nunca le hiciste saber lo que sentías por ella!) del pasado: queda el consuelo de saber que en otros universos acabaremos tomando (por cierto, infinitas veces) todos y cada uno de los caminos posibles.
Así pues, tal y como acaso estaba predeterminado (no sabemos si con información originaria de algún orden subyacente o trascendente al Universo), pongo fin a esta entrada en esta hermosa mañana de primavera que ya estaba presuntamente inscrita en aquella primigenia singularidad que hizo bang hace más o menos 13.700 millones de años.
*APÉNDICE:
Muy incómodo con la incertidumbre introducida en la Física por la mecánica cuántica, que no ofrece certezas sino probabilidades, Albert Einstein llegó a afirmar que "Dios no juega a los dados" (obviamente, su idea de Dios no tenía nada que ver con la de cualquier creyente al uso). Pensaba que la mecánica cuántica era incompleta, que había variables ocultas que no contemplaba, cuyo conocimiento permitiría arrumbar las probabilidades para volver a las luminosas certezas. Además, para él el mundo existía -era real- con independencia de que fuese observado o no (de acuerdo a la interpretación de Copenhague, esgrimida por Niels Bohr, la Luna no existiría cuando nadie la estuviese contemplando). Junto a Podolski y Rosen, Einstein apuntó en 1935 en la conocida como paradoja EPR que la única explicación del entrelazamiento cuántico (fenómeno merced al cual dos partículas conservan las mismas características físicas tras separarse y tomar direcciones opuestas a partir de un mismo punto del espacio) que permitía eludir una hipotética "acción fantasmal a distancia" -considerada por ellos ilógica- era que las dos partículas entrelazadas compartiesen una programación oculta. Con ello pretendían poner en evidencia la incompletitud de la mecánica cuántica,
El teorema de Bell, formulado por el físico irlandés John Bell en 1964 y confirmado empíricamente por Alain Aspect en 1981 (algunos lo consideran el experimento más profundo de la historia de la ciencia), desmentiría la existencia de variables ocultas locales: no hay una programación en las partículas entrelazadas, no hay una información impresa en ellas que se nos pase por alto, como creía Einstein. Eso sí, el teorema no descarta que existan variables ocultas no locales (que la información de una partícula a otra se transmita instantáneamente -más rápido que la luz, por tanto-, como parece ocurrir con el entrelazamiento cuántico), tal y como defendía David Bohm en su interpretación holística de la mecánica cuántica que concibe el Universo como un todo íntimamente interconectado. Por último, y es lo que viene más a cuento en esta entrada, el teorema de Bell no está reñido con el superdeterminismo. El propio científico irlandés reconocía ante Paul Davies, en una entrevista en 1985 en la BBC:
Muy incómodo con la incertidumbre introducida en la Física por la mecánica cuántica, que no ofrece certezas sino probabilidades, Albert Einstein llegó a afirmar que "Dios no juega a los dados" (obviamente, su idea de Dios no tenía nada que ver con la de cualquier creyente al uso). Pensaba que la mecánica cuántica era incompleta, que había variables ocultas que no contemplaba, cuyo conocimiento permitiría arrumbar las probabilidades para volver a las luminosas certezas. Además, para él el mundo existía -era real- con independencia de que fuese observado o no (de acuerdo a la interpretación de Copenhague, esgrimida por Niels Bohr, la Luna no existiría cuando nadie la estuviese contemplando). Junto a Podolski y Rosen, Einstein apuntó en 1935 en la conocida como paradoja EPR que la única explicación del entrelazamiento cuántico (fenómeno merced al cual dos partículas conservan las mismas características físicas tras separarse y tomar direcciones opuestas a partir de un mismo punto del espacio) que permitía eludir una hipotética "acción fantasmal a distancia" -considerada por ellos ilógica- era que las dos partículas entrelazadas compartiesen una programación oculta. Con ello pretendían poner en evidencia la incompletitud de la mecánica cuántica,
El teorema de Bell, formulado por el físico irlandés John Bell en 1964 y confirmado empíricamente por Alain Aspect en 1981 (algunos lo consideran el experimento más profundo de la historia de la ciencia), desmentiría la existencia de variables ocultas locales: no hay una programación en las partículas entrelazadas, no hay una información impresa en ellas que se nos pase por alto, como creía Einstein. Eso sí, el teorema no descarta que existan variables ocultas no locales (que la información de una partícula a otra se transmita instantáneamente -más rápido que la luz, por tanto-, como parece ocurrir con el entrelazamiento cuántico), tal y como defendía David Bohm en su interpretación holística de la mecánica cuántica que concibe el Universo como un todo íntimamente interconectado. Por último, y es lo que viene más a cuento en esta entrada, el teorema de Bell no está reñido con el superdeterminismo. El propio científico irlandés reconocía ante Paul Davies, en una entrevista en 1985 en la BBC:
"Hay una manera de escapar a la conclusión de las velocidades superlumínicas y de la acción fantasmal a distancia. Pero implica un absoluto determinismo en el Universo, la completa ausencia de libre albedrío. Suponiendo que el mundo es superdeterminista, no solo con una Naturaleza inanimada funcionando de acuerdo a un mecanismo de relojería entre bastidores, sino también con nuestra conducta, incluida nuestra creencia en que somos libres para elegir hacer un experimento en vez de otro, absolutamente predeterminado, incluyendo la "decisión" por el experimentador de llevar a cabo una serie de medidas en vez de otras, la dificultad desaparece".