lunes, 14 de diciembre de 2020

Nominalismo versus realismo platónico, ¿y por qué no ambos?


"No hay nada general salvo los nombres", dijo el filósofo John Stuart Mill. Es obvio que el concepto universal 'gato' no existe en el espacio-tiempo, solo los gatos individuales (cada uno de ellos, con sus peculiares características). Pero para los nominalistas como Mill, 'gato' ni siquiera tendría una existencia ideal -tal como proponía Platón- en algún hipotético ámbito más allá del espacio y el tiempo. Las generalizaciones como gato, mesa o humanidad serían meras abstracciones como la amabilidad, la felicidad o el número 8, no así los particulares que engloban (este gato, aquella mesa o este humano, todos ellos muy tangibles). 

El sentido común nos sugiere que el planteamiento nominalista es el correcto, pero... Una persona como el biólogo Richard Dawkins, tan poco sospechoso de simpatizar con un modelo del mundo no materialista, propugna en su libro El relojero ciego que todas las posibles formas biológicas están 'ahí fuera' en una especie de hiperespacio platónico continuo. Si todas las formas biológicas tienen una existencia ideal, ¿por qué no también todas las mesas, melodías, novelas, colores o montañas posibles?...

¿Podrían nominalismo y realismo platónico ser compatibles? Asumamos que todo lo que existe debería estar en ese ámbito platónico. Los universales serían recortes convencionales (por ejemplo, gato, mesa o rojez) realizados por nosotros en el mapa de ese espacio platónico continuo, o sea en el espacio total de posibilidades. Desde luego, son cortes arbitrarios (en ese sentido son simples nombres). No encontrarás cosas genéricas como gato, mesa o rojo en el espacio de posibilidades, sino un continuo recortado que podrías acuñar (arbitrariamente, insisto) como 'gato', 'mesa' o 'rojo'. Podrías hacer otros cortes como felino, mobiliario o púrpura. Por supuesto, la evolución ha influido en nosotros para categorizar de una manera u otra, con objeto de sobrevivir y prosperar.

El filósofo Simon Blackburn reconoce a Robert L. Kuhn que las cosas abstractas inalterables como los números (a diferencia de las formas biológicas) sí podrían tener, dada su naturaleza inmutable, una existencia platónica. ¡Pero el número 8 es tan inmutable como tu yo en este mismísimo tic de Plank! Tu yo en este tic de Planck y tu yo en el siguiente son tan continuos en el espacio de posibilidades como el 8 lo es con respecto al 9, o como algún tipo de azul lo es con respecto a otro azul más próximo al violeta.

jueves, 3 de diciembre de 2020

La red de agentes conscientes de Hoffman: un convincente modelo pampsiquista

Creo que Donald Hoffman acierta con su modelo pampsiquista de agentes conscientes integrados en una red dinámica participativa, una propuesta teórica que él llama "realismo consciente". Con ello da respuesta al gran misterio de la aleatoriedad, de por qué suceden cosas sin una razón aparente: yendo a lo más básico, por qué un electrón exhibe un tipo de espín (solo hay dos opciones) al medirlo y no otro, por qué un núcleo atómico se desintegra ahora y no en otro momento cualquiera... 

La mecánica cuántica nos da una respuesta extraordinariamente precisa, pero solo en términos de probabilidades: no es capaz de predecir, porque es intrínsecamente imposible, qué espín (up o down) exhibirá un determinado electrón. Por eso está vedado conocer el futuro, por mucha tecnología o información que tengamos al alcance. Einstein se negaba a aceptar esa imposibilidad, culpando a la mecánica cuántica de ser una teoría incompleta que no tenía en cuenta variables ocultas: o sea, alguna especie de programación que determina secretamente el comportamiento de las partículas elementales. Lo cierto es que el teorema de Bell descartó posteriormente toda programación oculta, al menos local: dejaba abierta la puerta a variables ocultas no locales, a una visión holística del universo en la que podría haber conexiones instantáneas como las del entrelazamiento cuántico. 

Para Hoffman, un electrón "decide" su espín, ejerciendo así un libre albedrío de lo más básico (al igual que otras partículas elementales): una decisión binaria entre dos experiencias conscientes, de un bit de información, que condiciona las decisiones de entes superiores (de dos bits), que a su vez condicionan las decisiones de entes superiores (de cuatro bits)... Y así hasta llegar a nosotros, a nuestra consciencia personal emergente que tiene muchas más opciones a su alcance que un electrón, un fotón o un quark. Pero que está constreñida por las decisiones tomadas por debajo de esa pirámide jerárquica. 

En el modelo de Hoffman, los agentes de un nivel influyen en los que están por encima pero también ejercen un poder causal descendente no reducible (por ejemplo, estamos muy condicionados por nuestras moléculas y células, pero asimismo somos capaces de alterarlos con decisiones/acciones como la de drogarnos o suicidarnos). Esto significa que a medida que se alumbran nuevas emergencias se obtienen nuevos grados de libertad, descartándose así una visión determinista y reduccionista conforme a la cual nuestro libre albedrío sería nulo por ser el mero resultado necesario de la evolución de las partículas elementales de acuerdo a las leyes físicas (del mismo modo que en el juego de Conway las figuras emergentes son el fruto necesario de la evolución de sus autómatas celulares). 

La aleatoriedad no existiría: sería solo el nombre que le damos a nuestra ignorancia de qué va a hacer cada agente consciente cada vez que interacciona con el universo (algo inescrutable para cualquier otro agente, incluso para un hipotético Dios). Por supuesto, esa red consciente no se agota en los humanos u otros animales superiores: la generación de emergencias podría ser ilimitada, conduciéndonos a una singularidad tecnológica o, por qué no, a un ser cuasidivino. 

En suma, Hoffman resuelve el misterio de la aleatoriedad y el también relacionado del libre albedrío (somos libres, pero nuestra libertad está condicionada por el resto de agentes conscientes), apuntando a la consciencia como un fenómeno fundamental del que se derivan tanto la materia como el espacio-tiempo.

Ver vídeo de Hoffman.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Un mundo más grande de lo que incluso podemos soñar


Hace unos días, caminando por el campo, me asaltó una idea: que el espacio abstracto de posibilidades físicas (todo lo que es físicamente posible en algún universo del Multiverso) es un subconjunto de un espacio de posibilidades mucho mayor que incluye también las ensoñaciones lúcidas, las alucinaciones y los sueños. Estos tienen el soporte físico de un cerebro incrustado en el espacio-tiempo, pero en ellos no rigen las leyes físicas ni hay propiamente espacio-tiempo.

De este modo, el mundo se ensancha mucho más allá de lo meramente material. Y se hace necesario reconocer la existencia de hadas, gnomos, Dumbos voladores, Dorian Gray, Miguel Strogoff, dioses y demonios, así como de relaciones sexuales entre tú y Rita Hayworth (o Errol Flynn, o ambos en trío). Esto significa que existe todo lo que nuestra imaginación, tanto dormidos como en estado de vigilia, puede abarcar. Y más allá incluso: hay cosas que, debido a nuestras limitaciones cognitivas, nunca podremos siquiera imaginar.

Que algo se encuentre en el espacio de posibilidades significa que puede ser sustanciado o traído a la realidad. ¡Pero su concreción física no es la única posible! Eso es lo que nos sugiere el fenómeno de los sueños. La realidad física es alumbrada por la consciencia materializada merced a una destrucción ab toto ordenada y coherente (una observación o medición cuántica) del espacio de posibilidades, restringida por el estado inicial del universo y sus leyes. Nuestro cerebro, inserto en el espacio-tiempo, interacciona con un objeto ya moldeado desde el mismo Big Bang que no permite cualquier cosa: la cascada de causas y efectos iniciada hace 13.800 millones de años, a la que mis decisiones en los últimos 52 años han contribuido a forjar, me tiene ahora sentado en el sofá de mi casa en la Comunidad de Madrid; en mi siguiente instante, con una probabilidad de prácticamente el 100%, no voy a estar nadando en una playa del Atlántico o volando a pelo en la atmósfera de Júpiter. El mundo onírico no está sujeto a esa limitación fisica (ni tampoco a las ataduras sociales): puedes pasar sin solución de continuidad de volar sobre una alfombra mágica sobre Mordor a impartir una conferencia en papiamento en calzoncillos en Harvard y reencontrarte en alguna ciudad inexistente con una persona ya fallecida. 

Cuando estamos dormidos bajamos algunos pisos en el ascensor de la consciencia, abrazando el sueño y acercándonos a un sótano donde ya ni siquiera soñamos y somos literalmente nada (o sea, consciencia pura). Habría pues cuatro vías para que la consciencia individual materializada retornara a la nada, identificada con la consciencia universal pura subyacente: el dormir profundo, la meditación profunda, la iluminación súbita y la muerte (el doctor Salvador Casado y yo elucubramos hace años una aproximación asintótica a la nada de la consciencia que se apaga).

La realidad física puede ser representada virtualmente (perdiendo, por tanto, resolución) en un cuadro, una fotografía, un vídeo, un simulador de vuelo... Pero la imaginaria también puede ser simulada físicamente en un cuadro, una sinfonía, una novela, una película o una experiencia de realidad virtual (dentro de la cual no habría constricciones físicas). Hay entornos virtuales que no podrían ser físicos (por no ser compatibles con las leyes de la naturaleza), pero ello no obsta para que sus usuarios puedan llegar a experimentarlos con la misma finura sensorial que lo que consideramos la vida real. Ahí tenemos el San Junípero de Black Mirror, un paraíso virtual indistinguible del mundo real en el que eres siempre joven y no existen ni el accidente (enfermedad inclusive) ni la muerte: una realidad virtual con el necesario soporte físico de una máquina o servidor informático, trascendente al contenido de la simulación, cuyo apagado llevaría inmediatamente a negro a sus usuarios. Lo cierto es que San Junípero (la inmortalidad digital) podría ser tecnológicamente posible en unas pocas décadas. 

Y así como hablamos de paraísos virtuales, habría que admitir igualmente la posibilidad de infiernos virtuales... ¡Al final resultará que sí existen el cielo y el infierno, cada uno de ellos en sus múltiples variantes! Sin duda, la inteligencia (o sea, la consciencia materializada) tendrá un día el poder para convertir en real todo lo posible... y deseable. Para hacer realidad todos sus sueños fuera de la inefable nada. Es un motivo para albergar esperanza.

miércoles, 5 de agosto de 2020

Maximino, un perro, Las Playas (El Hierro) y el tiempo


Para llegar a la bahía de Las Playas, en la isla canaria de El Hierro, hay que atravesar un estrecho túnel. Un semáforo (el único que hay en la isla) regula la entrada de coches de uno y otro lado, ya que solo hay un carril disponible. Al entrar en Las Playas te recibe a la izquierda el Roque de Bonanza, uno de los emblemas de El Hierro, en cuyo derredor suele haber una docena de buceadores listos para sumergirse en las frescas aguas del Atlántico. Al fondo, donde termina la carretera, se divisa el coqueto parador nacional. Todo al pie de una imponente mole rocosa coronada por un bosque de pino canario (El Pinar).

Hace justo 20 años, en el verano de 2000, me asomé a ese paisaje tras cruzar andando el túnel. El parador estaba entonces cerrado por los graves daños causados por un temporal. A mitad de camino entre el túnel y el parador, el morador de una de las pocas casas del lugar me invitó a tomar un vaso de agua. Yo era un joven mochilero solitario descubriendo su hermosa isla (mi preferida de Canarias). No recuerdo si al final me convidó a un café. Lo cierto es que le dije que vivía en Madrid y él me contó que su hija (¿o acaso su hijo?) estudiaba en Tenerife. Me dijo que le mandara una postal a mi vuelta, que bastaba con poner en ella su nombre y Las Playas (El Hierro). Abandoné luego Las Playas no por el túnel sino por la antigua carretera que bordeaba el mar. Un perro me siguió hasta un punto en que la carretera terminaba abruptamente: el temporal había hecho que se desplomara un tramo de algo más de un metro. Había pues que saltar para no precipitarse a las rocas del fondo, batidas por las olas. Yo lo hice, pero el pobre perro no se atrevió y dio marcha atrás con evidente pesadumbre. 

De vuelta a Madrid le mandé la postal a ese amable paisano.

Hace unos días retorné a esa isla y volví a asomarme al paisaje que se abre al salir del túnel. El Roque de Bonanza seguía igual que en el 2000 o que en el 1400, cuando los nativos bimbaches aún no habian conocido a los cristianos europeos que les arrebatarían su tierra y venderían como esclavos. Había un restaurante y alguna casa más. Y, por supuesto, el parador había sido reconstruido. En el restaurante pregunté por un señor que vivía en una de esas casas y debía ya andar por los 85 años. Di la pista del hijo/hija que estudiaba 20 años atrás en Tenerife. "Maximino o Dimas", me dijo el camarero. ¡Sí, me sonaba mucho Maximino! "Murió hace cinco años", dijo a continuación. Sentí algo extraño. Me acordé también del perro, muerto también sin duda (a saber cuándo y cómo). La vieja carretera que serpenteaba junto al mar no había sido reparada, dejada a merced de los elementos. Esta vez abandoné Las Playas por el túnel.

¿Qué fue del perro y de Maximino tras separarnos? ¿Fueron ambos felices en su andadura vital, uno en traje canino y otro en traje humano? ¿Les valió la pena? ¿Qué impresión les di? ¿Le gustó la postal a Maximino?... Me pregunto si estoy condenado a no saberlo jamás... o acaso abocado necesariamente a saberlo.

martes, 7 de julio de 2020

Aleatoriedad, libre albedrío y pampsiquismo


"Generador de números aleatorios" es un oxímoron, una contradicción tan evidente como "círculo cuadrado". No puede haber tal cosa, ya que si un número es aleatorio no puede ser generado por ningún algoritmo o regla de cálculo. Porque la aleatoriedad viene dada precisamente por la inexistencia de una pauta algorítmica, que hace que un suceso sea intrínsecamente imprevisible (no hay manera de saber de antemano su resultado, por mucha información que reúnas) y, por ende, no computable clásicamente.

Si la pauta la marca una serie empírica dada (los colores de los coches con los que nos vamos cruzando sucesivamente en un viaje por carretera, el movimiento de unas bacterias en una placa de Petri o el número anual de ahogamientos en Turkmenistán, por poner tres ejemplos), es en el fondo pseudoaleatoriedad: no es intrínsecamente imprevisible, ya que teóricamente podrías descubrir (algo casi inabordable en la práctica, salvo para un superobservador omnisciente o un superordenador que dispusiera de toda la información del Multiverso) el patrón oculto.

Para que sea aleatoriedad genuina tenemos que encomendarnos a sucesos cuánticos, como la desintegración de un neutrón en un núcleo atómico radiactivo o la elección (up o down) del espín por un electrón: no hay manera de conocer de antemano lo que ocurrirá, algo que depende del capricho de la naturaleza (como pampsiquista, lo atribuyo al ejercicio por todo agente procesador de información -electrones inclusive- de su margen de libertad). Lo único que podemos conocer con certeza son las probabilidades de cada posible resultado, ofrecidas con una exquisita exactitud por la ecuación de Schrödinger de la función de onda cuántica.

Sabemos que a la serie 0, 1, 0, 1, 0, 1 seguirá seguramente un 0 porque es una regla de cálculo muy sencilla e intuitiva. Saber qué decimal del número Pi sucederá a otro es mucho más complicado, pero no imposible porque hay un algoritmo que permite calcularlo (no hay pues aleatoriedad alguna al respecto). Es cierto que detrás de un 4 podría venir cualquier dígito (incluido el propio 4) con la misma probabilidad a priori. Dicha equiprobabilidad está demostrada, ya que al cabo de millones de decimales (y conforme a la ley de los grandes números) se constata que no hay ningún dígito privilegiado: o sea, la probabilidad de cada uno de ellos (desde el 0 al 9) es exactamente del 10%. Pero eso no es aleatoriedad en el sentido estricto de algo intrínsecamente impredecible (aplicando el algoritmo, podemos obtener cada uno de los términos de la serie ad infinitum): es pseudoaleatoriedad (alguien con un ordenador o con lápiz y papel podría lograr dicha información), suficiente para convertir los decimales de Pi en uno de los generadores de números aleatorios más conocidos y útiles.

¿Pero por qué habría de haber equiprobabilidad en la distribución de los decimales de Pi (da igual que empleemos un sistema numérico diferente al de base 10)?... La razón por la que ocurre con el lanzamiento de monedas o de dados es porque el número (gigantesco) de universos asociados a cada resultado es el mismo. Esto es igualmente aplicable a sucesos cuánticos equiprobables, como el espín de un electrón: si lo mides 100.000 veces, encontrarás un 50% up y un 50% down.

Detengámonos en los sucesos cuánticos (los aleatorios de verdad), que son los que subyacen a absolutamente todos los sucesos del mundo. ¿Y si no fueran el resultado de la más pura volición de los agentes procesadores de información (ya antes me confesé como pampsiquista) sino que siguieran mecánicamente una oculta y compleja pauta? ¿Y si esta pauta estuviera marcada por los decimales de Pi o algún otro número trascendente como e (es lo que esperaríamos del diseñador de un complejo mundo simulado, a modo de un videojuego)?... En ese caso tendríamos que abandonar el pampsiquismo activo (en el que partículas como el electrón deciden libremente), pero al precio de aceptar el más absoluto determinismo. Porque si las partículas elementales no disponen de libre albedrío, el teorema de Conway-Kochen nos dice que tampoco lo tendríamos nosotros.

viernes, 5 de junio de 2020

Conclusiones (audaces) de 'Entre la nada y el todo: consciencia y evolución en el Multiverso'

(Ir al libro completo)



Dijo el genetista inglés JBS Haldane, el mismo que aseguraba jocosamente que daría su vida por la de dos hermanos u ocho primos, que el universo es más extraño de lo que podemos imaginar. ¡Y qué decir del Multiverso! Por no hablar de conceptos como los de nada o infinito. Si Mario Bros fuera consciente y lograra salirse de su videojuego, sin duda que suscribiría la afirmación de Haldane: lo que se encontraría fuera sería completamente alucinante. Pero es que, por una limitación ontológica insalvable, el pobre Mario jamás podrá salirse de su pantalla (ni su programador podrá nunca sacarlo de ella). Y lo mismo puede decirse de nosotros, prisioneros del espacio y el tiempo. Aunque es cierto que cada vez que soñamos, imaginamos o nos encontramos bajo los efectos de alguna sustancia alucinógena (¿y acaso también en el trance de morir?) ya transitamos por otro mundo, donde espacio y tiempo dejan de estar presentes y no rigen las leyes de la física.

Adoptemos un esquema materialista o uno dualista, uno determinista u otro donde haya un hueco para el libre albedrío, la consciencia siempre estará ahí presente como un factor clave del puzle de la realidad. Si aceptamos conjuntamente el pampsiquismo, la interpretación cuántica de Wigner y el modelo de destrucción ab toto de Vedral, toda consciencia (desde la más simple -que podría ser la de un electrón- a la más compleja) alumbraría parcial y subjetivamente la realidad haciendo a cada tic de Planck una poda de todas las posibilidades del Multiverso: esto es, haciendo colapsar sucesivamente la función de onda cuántica. De tic a tic, mediante una siega ordenada y coherente del Todo (sujeta a las leyes físicas de un universo y, por tanto, a las reglas de la causalidad a partir de un determinado estado inicial), la consciencia huiría de la nada cobrando una individualidad. Esa consciencia individual sería la ola de un océano de consciencia universal que moraría en la nada. La diferencia con el mar es que en nuestro símil solo las olas habitan en la realidad: el océano sería pura nada, pura consciencia.

La interacción con el Todo (su destrucción ab toto ordenada y coherente con las leyes físicas que correspondan) abriría la puerta para salir de la nada y asomarse a un universo del catálogo del Multiverso bajo algún avatar material más o menos evolucionado y complejo. En ocasiones, a lo sumo como meros átomos y moléculas aglomerados en objetos inertes (una roca, un cigarro, una taza de té...) con escasa información y valor emergente: una cerilla, un canto rodado o una cuchara tendrían tanta consciencia individual (o sea, ninguna) como un charco de agua, una hoja de papel o un típico castell humano catalán, lo que no obsta para que sus componentes (moléculas, átomos y castellers) sí la tengan. En otras ocasiones, encarnada en seres vivos como nosotros de complejidad variable y con una estructura jerárquica de consciencias en su interior (con la consciencia personal emergente en la cúspide).

Vamos a presumir que ese Todo, que tiene una existencia abstracta o platónica y comprende todas las posibilidades del Multiverso (incluidas todas las leyes físicas y las verdades matemáticas), es eterno e inmutable. Se trata de una especie de almacén o repositorio del que se nutre cualquier universo del catálogo multiversal. Unos universos que podrían ser reales o simulados, aunque quizá no haya diferencia y sean indistinguibles. Porque solo se trata de aplicar una receta: un cierto estado inicial y unas ciertas leyes. Asumamos también que la consciencia es consustancial a la energía-materia, de manera que no deja de estar presente desde el Big Bang hasta el final de un universo en todas las escalas y gradaciones posibles. El espacio y el tiempo serían, como dijo Kant, intuiciones o formas a priori necesarias para la experiencia (a la que además condicionan): sin ellos no hay conocimiento posible. Tras Einstein podemos afirmar que existen objetivamente como dimensiones, pero que su percepción es siempre subjetiva (depende del observador). El fluir del tiempo y la percepción local del espacio serían fabricaciones de la consciencia individual que va siguiendo una ruta multiversal, que va labrando su camino por su correspondiente universo. ¡Y solo hay un camino para cada consciencia, solo un universo que comparte jalones con muchos otros! (mi yo de hace meses que no se animó a escribir este libro o mi yo más reciente -de hace solo un par minutos- que no se animó a escribir unas líneas esta misma tarde ya son otros distintos a mí).

Aunque nos abonáramos al materialismo más estricto (suponiendo que la consciencia no es consustancial a la materia sino una emergencia de esta), la materia podría ser consecuencia necesaria de la nada. Y la vida podría ser consecuencia necesaria de la evolución de la materia. Y la inteligencia y la consciencia podrían ser consecuencias necesarias de la evolución de la vida. Y la compasión podría ser consecuencia necesaria de la evolución de la inteligencia y la consciencia. Y Dios podría ser consecuencia necesaria de la evolución de la compasión, apareciendo al final del universo identificado con una singularidad  tecnológica. O sea, producto necesario de la materia y en última instancia de la nada (¿a su vez ya Dios o consciencia universal, cerrando el círculo, tal y como elucubramos en un párrafo anterior?...).

En su cuento de ciencia-ficción La última pregunta, Isaac Asimov narra la evolución de una generación de superordenadores (a partir de uno llamado Multivac, que empezó a estar operativo en la segunda mitad del siglo XXI) a los que sucesivas generaciones de humanos no dejan de hacer una pregunta para la cual, dadas sus limitaciones computacionales, no logran encontrar respuesta (aunque ya han dado cuenta de todas las demás, que han resuelto las necesidades materiales de la humanidad). La cuestión de marras es “¿Puede revertirse la muerte térmica del universo?”. Al cabo de billones de años ya se han fusionado todas las mentes humanas existentes (desligadas desde hace mucho tiempo de sus cuerpos) en una sola que sigue haciendo en vano la pregunta al superordenador (ahora instalado en el hiperespacio), con el que acaba también fusionándose. Pasados tres trillones de años desde el Multivac, ya no hay nadie en el universo para formular la pregunta. Pero el superordenador/superconsciencia halla por fin la respuesta y, tras llevarla a la práctica (eliminando toda la entropía del universo), decide transmitirla de la única manera que puede desde el hiperespacio: produciendo un nuevo Big Bang. El trasfondo científico de este cuento de Asimov (al que cabe objetar un comprensible sesgo antropocéntrico) es también compatible con un paradigma materialista. Y, por supuesto, con el evolucionismo y la hipótesis de la singularidad tecnológica.

La evolución comienza tan pronto un universo se materializa, saltando a la palestra en forma embrionaria con todas sus potencialidades a través del vacío cuántico. Este último actuaría como un primer embudo o tamiz destructor/reductor del Todo (¡a saber cómo y por qué lo destruye de un modo y no de otro!), fijando así un estado inicial y un conjunto de leyes físicas. Las consciencias más rudimentarias salen entonces a la luz como actores (ya en la singularidad primigenia habría una consciencia igual de primigenia) y empiezan a interactuar. Sin el concurso del tiempo no hay evolución. Sin evolución no hay cambio ni complejidad (con sus consiguientes emergencias), ni ruta alguna hacia una singularidad tecnológica. La evolución es pilotada por la selección natural, que elimina todo rasgo o conducta incompatible con la supervivencia o pervivencia. Esta siega no solo es aplicable a los seres vivos: rige a todos los niveles, desde las partículas elementales hasta los propios universos (hay universos que no llegan a cuajar, por no ser viables).

En nuestro modelo pampsiquista, todo electrón dentro de un átomo solo tiene dos opciones reales: espín a un lado o a otro. Sus otros números cuánticos (o sea, sus otros parámetros o grados de libertad) ya están determinados por la fuerza electromagnética, así como su libertad para saltar de un orbital a otro o huir del átomo (estos movimientos solo dependerían de su nivel de energía, por lo que no habría opción alguna al respecto). Los animales más inteligentes tenemos muchas más opciones, aunque sin duda menos de las que nuestra consciencia nos hace creer. Porque buena parte de ese espacio de libertad ya está ocupado, a un nivel inferior al de la consciencia personal, por nuestros órganos (sobre todo, el cerebro), células, moléculas e incluso partículas elementales, tal como hemos aventurado.

El manejo de esos márgenes de actuación no es otra cosa que el libre albedrío. Al ser esclavos de las leyes físicas, los electrones dentro de un átomo (y también los electrones libres, como los que circulan por los cables eléctricos) tienen escaso hueco para ejercitar su teórica libertad. Elegir espín hacia un lado o hacia otro es equiprobable por la misma razón por la que serían equiprobables las caras y las cruces, o los ceros y los unos, si preguntáramos a un grupo de gente por sus preferencias (y no hubiera sesgo alguno en ellas). También es muy estrecha la libertad de las células y tejidos corporales, al estar sujetos a una programación genética: poseen la misma libertad que nosotros si pretendiéramos echar a volar como pájaros. Por eso mismo, un termostato no puede elegir entre encendido o apagado. El orden de las leyes impone su yugo, reduciendo los márgenes de libertad. Cierta pérdida de esta es el precio a pagar por la inteligencia y la consciencia materializada (por cualquier manifestación del orden, lo que incluye también una estrella, un puente, un videojuego o un código de circulación).

Lo cierto es que hay una tupida maraña de hilos, de remotas causas y efectos, que conducen desde el Big Bang hasta tu existencia personal. Todos tus instantes siempre han estado y estarán ahí fuera, en el gran almacén platónico, disponibles para ser recolectados coherentemente en el marco de tu consciencia o de la cualquier otro tú (aunque en propiedad no serías tú) del Multiverso. Todos esos tús, además de todos los otros innumerables yos, serían en el fondo uno solo: o sea, que tú, yo, Mansur al-Hallaj (el místico sufí persa que fue ejecutado por haber gritado en éxtasis “Soy la verdad”) y cualquier otro ser (no necesariamente vivo) procesador de información… ¡somos Dios! Esta película empezó hace más de 13.800 millones de años. Pero está sucediendo en cada una de sus infinitas variantes. ¿Por qué? Quizá porque Dios (la consciencia pura o desencarnada, el morador eterno de la nada) está experimentando lo que es tener traje carnal, lo que significa ser-estar fuera de la atemporal y aespacial nada, en todas y cada una de sus posibilidades. Quizá por diversión, o por curiosidad, o por ambas cosas. O por algo inimaginable. En su libro Los restos de Dios, el escritor de ciencia-ficción y dibujante estadounidense Scott Adams sugiere justo lo contrario: que Dios se habría aniquilado en el Big Bang para saber lo que es no existir (ya conocedor de todas las posibilidades de existir). Nosotros seríamos sus restos, en proceso de reconstrucción gracias a la evolución de la vida inteligente.

En cualquier caso, seamos sus restos o no, ¿cuál sería el sentido de nuestras vidas? Pues el solo hecho de existir, de ser ventanas a disposición de la Consciencia para ser y percibir de manera subjetiva en el espacio-tiempo. Ventanas para gozar, sufrir, amar, odiar, acariciar, dañar, aprender, errar, encontrar sentido y sinsentido, descubrir la bondad y la maldad, la belleza y la fealdad… En suma, para poder desarrollarse espiritualmente en un escenario de permanente incertidumbre y ocasional zozobra donde se despliegan fuerzas antagónicas y la provisionalidad y la pérdida son moneda corriente. Ventanas que podrían cerrarse infinitesimalmente, de manera asintótica con la nada (con la consciencia universal), tal como un día se nos ocurrió a mi amigo Salva y a mí.

¿Y por qué existe ese Dios-consciencia? Acaso porque sí: sería un brute fact. ¿Al igual que el Todo platónico? ¿O este último es un producto de Dios, pergeñado para permitirle salir de la nada de todas las maneras posibles?... ¿Y si Dios fuese una entidad a su vez inscrita en una realidad superior, completamente inabordable por él mismo? En ese supuesto sí que habría que hacer caso a Wittgenstein y, muy a nuestro pesar, callar. Callemos pues, por fin, cediendo la palabra a la poesía.

“Platón o el porqué” (Wislawa Szymborska, poeta polaca):

Por oscuros motivos,
en desconocidas circunstancias
el Ser Ideal ha dejado de bastarse a sí mismo.

Podría haber durado y durado, sin fin,
hecho de la oscuridad, forjado de la claridad
en sus somnolientos jardines sobre el mundo.

¿Para qué diablos habrá empezado a buscar emociones
en la mala compañía de la materia?

¿Para qué necesita imitadores
torpes, gafes,
sin vistas a la eternidad?

¿Cojeante sabiduría
con una espina clavada en el talón?
¿Desgarrada armonía
por agitadas aguas?
¿Belleza
con desagradables intestinos en su interior
y Bondad
-para qué con sombra,
si antes no tenía-?

Ha tenido que haber algún motivo
por pequeño que aparentemente sea,
pero ni siquiera la Verdad Desnuda lo revelará
ocupada en controlar
el vestuario terrenal.

Y para colmo, esos horribles poetas, Platón,
virutas de las estatuas esparcidas por la brisa,
residuos del gran Silencio en las alturas…

domingo, 5 de abril de 2020

Coronavirus y Homo sapiens


Ya escribí hace unas semanas sobre la cara humana más fea de la pandemia del coronavirus Covid-19, de la que cada vez hay más evidencias en las noticias que nos llegan de España y el resto del mundo. Me refiero a esa gente que no hace caso a las restricciones impuestas por sus Gobiernos o intentan burlarlas de la manera más retorcida, que propagan bulos, que se convierten en chuscos inquisidores desde las ventanas de sus casas o, peor aún, se aprovechan del virus para intentar sacar tajada legal (haciendo acaparamiento de productos) o ilegalmente (por ejemplo, mediante virus informáticos para hacerse con contraseñas y bloquear ordenadores -¡incluso de hospitales!- para exigir un rescate). En algunos países como Colombia, India, Sudáfrica o el sur de Italia, la realidad cotidiana es una olla a presión que podría estallar de la peor manera si esta situación se mantiene unos meses más.

Las ramificaciones económicas, sociales, políticas y culturales de esta crisis son, desde luego, enormes y difícilmente predecibles. Muchas de ellas ni siquiera han podido ser exploradas en profundidad y se van manifestando sobre la marcha, lo que obliga a los Gobiernos a improvisar en un escenario inédito. Las medidas adoptadas para combatir la enfermedad, seguramente necesarias, tendrán unos efectos colaterales profundos e inevitables. En otra entrada anterior de mi blog hablaba precisamente de la ley de las consecuencias no deseadas. Si el confinamiento se prolonga demasiado, bastantes personas van a salir de esto con serios problemas físicos (por la falta de ejercicio y exposición al Sol) y psicológicos (neurosis, ansiedad, fobias...). Y le llegará el agua al cuello, por falta de ingresos, a cientos de miles. No pocas relaciones de pareja saltarán por los aires, por no hablar de las mayores oportunidades para los maltratadores de ejercitar en su casa la violencia machista. El riesgo de que la crisis acabe dando un impulso a los ya rampantes nacionalpopulistas es innegable. Y aquí el papel de la Unión Europea como cortafuegos es clave (de hecho, la UE saltará por los aires si no actúa contundentemente).

Adonde quería llegar hoy con este post es a la constatación de que la naturaleza humana es impepinablemente la que es: para bien y para mal. Claro que esta crisis es una oportunidad para hacernos más resilientes y austeros, para aprender a vivir de una forma menos agresiva con el medio natural y más empática con otras criaturas sintientes (una buena noticia derivada de todo esto es la prohibición oficial en China de la cría de perros para servir de comida, y seguro que ya no se verán en sus sucios mercados callejeros pangolines o murciélagos destinados al consumo). Pero, como en toda crisis, esta es una ventana de oportunidad para infames tipejos de toda índole. Y un escenario igualmente propicio para el ejercicio de la más burda estupidez. Aquí, por ejemplo, la religión no tarda en retratarse: musulmanes convencidos de que el virus es un castigo de Dios que no les afectará a ellos, el patriarca ortodoxo Kiril paseando por Moscú con un icono de la Virgen María que impedirá que se contagien los cristianos rusos, el rabino ultraortodoxo judío que dice que esto es un castigo divino por la homosexualidad (y que luego cae infectado junto a su mujer)...

Como bien decía Javier Sampedro el otro día en El País, nos equivocaríamos si pensásemos que después de esto la humanidad será mejor. La especie humana será la misma, con sus héroes y sus canallas, sus valientes y sus cobardes, sus indignados y sus indiferentes, sus inteligentes y sus estúpidos... Aplicando la teoría de juegos, hay un equilibrio evolutivo entre buenos y malos que asegura la pervivencia de ambos. Desde la izquierda utópica nos quieren convencer (y se quieren autoconvencer) de que esto marca el fin del capitalismo y la llegada de algo mejor. Siempre amenaza el infierno con volver empedrado de buenas intenciones...

No es la primera vez que saco a colación a Carl Sagan a este respecto, ni creo que sea la última. Seamos de una vez conscientes de esa advertencia suya de que el desfase entre el desarrollo económico-tecnológico y el cultural-educativo amenaza con socavar la civilización: "Antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara".

martes, 17 de marzo de 2020

Los villanos del coronavirus


Manido cliché el de que los españoles somos un pueblo solidario que siempre está a la altura de las circunstancias. La generalización buenista se repite una y otra vez (¡a ver qué político en democracia se atreve a cantarle las cuarenta a la gente!), con múltiples variantes a cuál más ridícula. Recuerdo, por ejemplo, lo de "No son vascos, son hijos de puta" que se decía en las manifestaciones contra ETA (¿los etarras eran acaso uzbecos o moldavos?).

Los discursos de esta índole siempre enaltecen al pueblo (o a subconjuntos suyos como los médicos, los bomberos, los empresarios o los periodistas) como si este (o cualquiera de sus subconjuntos) fuera un cuerpo uniforme de ejemplares ciudadanos de bien. Pero eso no existe, no hay pueblos ni colectivos de bien: ni lo es España ni lo es EE.UU.; ni lo es Cuba ni lo es Mongolia o Yibuti... Hay españoles de bien y de mal, norteamericanos de bien y de mal, cubanos y mongoles competentes, cubanos y mongoles necios... Hay panaderos, fontaneros y periodistas decentes, que trabajan con profesionalidad. Y otros que son unos incompetentes, incluso unos redomados cabrones.

¿A qué viene todo esto? Pues a cuenta del coronavirus. No nos engañemos: entre nuestros conciudadanos hay no pocos energúmenos que solo entienden (y algunos, ni siquiera) el lenguaje de la coacción legal, la multa, la detención o el porrazo. En todos lados hay cafres, desde luego, y España no iba a ser una excepción. Claro que hay mucha gente que está dándolo todo por ayudar y sacarnos de esta pesadilla, pero también hay tiparracos y personajillos que se pasan por el forro las restricciones aprobadas por el Gobierno, inventan o propagan noticias falsas alarmantes (fearmongering), intentan robarte por Internet, opinan en redes sociales como expertos epidemiólogos siendo meros cuñaos, hacen burdo acaparamiento de productos de primera necesidad, aprovechan su coyuntural posición fiscalizadora bajo el estado de alarma para amenazarte y perdonarte la vida chuscamente...

Así pues, cuando salgas a aplaudir hoy a las 8 a los héroes del coronavirus, dedica una sonora pitada al final (al menos para tus adentros) a los que siempre y en toda ocasión no desaprovechan para jodernos la marrana a la mayoría.

jueves, 20 de febrero de 2020

Cuidado con las consecuencias no intencionadas



La ley de las consecuencias no intencionadas nos dice que, dada la complejidad de los sistemas naturales y sociales, una acción inteligente dirigida a un cierto fin tiene siempre efectos inesperados no buscados (tanto para bien como para mal). El psicólogo evolutivo Robert Kurzban nos pone, en el muy recomendable libro colectivo Eso lo explica todo, un ejemplo fechado en la Australia de 1900 (hay infinidad de casos, desde la prohibición -¡y también la legalización!- de las drogas hasta los subsidios a los alimentos básicos pasando por la administración de antibióticos o la subida de los impuestos). 

Resulta que el Gobierno australiano, ante la plaga de ratas que azotaba al país, tuvo la ocurrencia de prometer un pago a todo ciudadano por rata cazada: si te cargabas a tres de estos roedores, cobrabas el triple que si solo presentabas uno muerto ante las autoridades. Los que tomaron la medida estaban lejos de sospechar la brillante idea de no pocos de criar ratas para matarlas y llevarse así un buen dinerito del erario público. Es lo que pasa por ignorar la naturaleza humana.

En este ejemplo, como en el de los subsidios a productos de primera necesidad en Venezuela (que en las localidades fronterizas con Colombia han incentivado el contrabando, dejando vacías las estanterías de los supermercados), la política del hijo único en China (que produjo un aumento del infanticidio femenino) o la introducción de la heroína como sucedáneo bueno de otros opiáceos (fue patentada y comercializada por Bayer), es el factor humano el que da al traste con el plan o genera efectos indeseables. Pero la naturaleza ya se encarga de hacerlo por sí misma la mayoría de las veces. También en Australia, Kurzban nos cuenta que la liberación en 1859 de dos docenas de liebres para que sus descendientes sirvieran de presas a los cazadores causó un tremendo desastre ecológico (amén de otras consecuencias como el levantamiento de una verja de más de 3 mil kilómetros que serviría de guía en 1931 a tres niñas aborígenes que huían de un asentamiento forzoso, cuya historia a su vez inspiró el rodaje en 2002 de una película  -Generación robada- muy aclamada por la crítica).

Esta ley merece una seria reflexión, no solo de los políticos sino también de sus votantes. Frente al discurso simplista de los populistas, hay que decir bien alto que no hay remedios sencillos en realidades tan complejas e interconectadas como la económica o la ambiental. Ignorar esto hace que muchas veces salga el tiro por la culata (ojalá que eso no ocurra con la subida del salario mínimo, una medida indudablemente justa). El infierno está empedrado de buenas intenciones.

Por cierto, si el noble del siglo XII Egilmar I de Oldenburgo hubiese sido asesinado por su esposa Riquilda antes de darle un hijo (pongamos que esta hubiera querido envenenarle por algún poderoso motivo), Letizia Ortiz no sería la reina de España y Lady Diana no hubiese perdido la vida en un accidente de tráfico en París. Cosas que Riquilda jamás habría imaginado (y que, en cualquier caso, le habrían importado un bledo).

sábado, 18 de enero de 2020

Las maneras de obtener un Boeing 747



Si un extraterrestre inteligente sin conocimiento previo alguno de nuestro planeta se topara con un Boeing 747, barajaría dos opciones: o ha sido diseñado por una civilización inteligente o ha sido esculpido por la selección natural (un proceso que, a diferencia del anterior, requeriría mucho más tiempo: millones de años). Si el objeto no tiene capacidad reproductiva, todo apuntaría a lo primero. ¿Cómo saberlo? Constatando la inexistencia de un código genético o programación interna en sus componentes.

Otra posibilidad sería observar detenidamente su diseño. Si no hay alguna irracionalidad manifiesta, aparentemente contraria a toda lógica, cabe descartar la opción evolutiva. Porque la evolución, muy condicionada por la estructura heredada sobre la que opera, exhibe a veces ñapas que resultan funcionales pero que jamás se le ocurrirían a un ingeniero: caso del ojo -que tiene un punto ciego en el centro de la retina- o del nervio laríngeo recurrente -que hace un desvío absurdo, especialmente visible en una jirafa- de un mamífero.

Hay una explicación alternativa a esas dos: la de que ese objeto se formó de manera azarosa al pasar un torbellino por un almacén de chatarra (este argumento -utilizado por el astrofísico Fred Hoyle para ilustrar la improbabilidad de la vida- es empleado en la actualidad por los creacionistas para atacar la evolución, ignorantes del poder acumulativo de esta para ofrecer una apariencia de diseño). Se trata de una explicación improbabilísima pero no imposible. Más improbable aún, pero igualmente posible, sería que se formara el avión espontáneamente (¡ya sin necesidad de torbellinos!) por una aberración equivalente a la de obtener un millón de caras seguidas al tirar una moneda. El padre de la termodinámica, Ludwig Boltzmann, teorizó con los llamados "cerebros de Boltzmann": cerebros completos que aparecerían espontáneamente en el espacio vacío. Porque si se tiene todo el tiempo del mundo, cualquier cosa acaba pasando... Pero si estas aberraciones (un torbellino creador del Boeing, un millón de caras seguidas o un cerebro de Boltzmann) no han ocurrido en nuestro universo es porque SOLO han pasado 14 mil millones de años desde el Big Bang. Muy poco tiempo, desde luego...

En fin, que el Boeing 747 es obra de un creador inteligente que a su vez ha sido esculpido por la selección natural. Podría pues decirse que, en última instancia, es un producto de la selección natural. Al igual que memes como la creencia en Dios o el madridismo. Porque todo lo que existe ha pasado ese filtro implacable.

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