José Ángel Cilleruelo, Juan José Martín Ramos, Rafael-José Díaz y yo. Foto: Jorge Malfeito |
Este pasado viernes me tocó presentar en el Ateneo de Madrid el último libro de Rafael-José Díaz: Las transmisiones. Veinticuatro lugares y una carta, editado por Polibea con prólogo de Alberto Ruiz de Samaniego. Lo que sigue es parte del texto que leí, mal que bien, esa noche en Los viernes de la Cacharrería, espacio literario coordinado desde hace 20 años por Miguel Losada:
El libro de Rafael consta, como bien dice en el título, de 24 pequeñas postales, la mayoría de ellas ubicadas en las islas Canarias. Unas cuantas las conozco, por lo que su lectura ha supuesto un agradable regreso a paisajes de mi infancia y juventud. Parece como si Rafael se acercara a cada uno de estos lugares -además de para huir, para olvidar, para liberarse de tensiones y fantasmas- para que le revelasen alguna verdad profunda. A veces lo hace de manera casi clandestina, a escondidas, guiado por una curiosidad por encontrar una pista o clave (caso de Geesch en Suiza o Boca Cangrejo en Tenerife; por cierto, él mismo, ¡sorpresa!, se retrata como lector de la Cábala).
La insatisfacción le aguijonea cuando no ha encontrado esa clave, esa pista en su incesante búsqueda que le permita luego volcarla en la escritura y "desembocar en la muda raíz de lo decible" (para él, la escritura no tiene otro sentido: no puedo estar más de acuerdo). El problema es la incapacidad del lenguaje no solo para crear algo sino incluso para aprehenderlo: hay algo que siempre se escapa, que no consigue transmitir la palabra. ¿Acaso baste con la insinuación, con el acercamiento?... Esta es otra fuente de frustración: qué mejor expresado que en estas palabras correspondientes a la postal de la tinerfeña Playa de las Américas: "No había ninguna palabra para vastedad como aquella". Y en todo momento está presente la perplejidad, la del alma errabunda "siempre en camino hacia ningún lugar". "No saber si estuviste alguna vez aquí, si sigues recorriendo cada noche el paseo o si es tan solo la huella de un recuerdo del viento" (dice de la localidad grancanaria de Arinaga).
A veces el lugar es testigo de un instante imborrable de dicha, un escenario de felicidad como la playa grancanaria de Guayedra: "Aquella playa era todas las playas, cada una de las playas en las que habíamos retozado". Rafael subraya las extrañas conexiones entre lugares a través del tiempo, desde un pasado idealizado como pleno a un presente que él percibe ya como vacío. Hay una obsesión suya por no violar los paisajes, por convertirlos en santuarios. "Si pudiera aprender a atravesarte en silencio, sin llevarme conmigo nada de lo que guardas" (Palm-Mar, Tenerife). "Para defenderlo de mis ansias posesivas tuve que abandonarlo rápido" (Arguamul, La Gomera). "Tuve que renunciar a él para volver siempre a él".
El libro concluye con una emotiva "carta a un joven amigo", en la que le dice que la edad es lo único que permite comprender ciertas cosas y concluye con una reivindicación del recuerdo. Literatura con oficio, con poso, que como todo intento literario serio desemboca, parafraseando al propio Rafa, "en la muda raíz de lo decible".