Me tocó ir con un tipo rubio, de estatura media, ojos muy azules y anchas espaldas, cuyas simpatías políticas no tardó en revelarme: era neonazi. Me lo confesó tras hacer diversos comentarios impresentables que no desaprobé externamente (aunque en mi fuero interno no dejaba de decirme: "He aquí un soberano hijo de puta"). Uno de ellos estaba dedicado a una gitana que salía en la portada del Interviú: aseguró que le ponía muy cachondo pese a merecerle el más profundo desprecio por su etnia. El seguirle la corriente me hizo ganar su confianza, me permitió observarle atentamente en su salsa como haría un entomólogo con un escarabajo en un terrario. Ya había superado la treintena, así que tenía unos cuantos años más que yo. Me confesó que tenía un hijo y que ya no estaba para ir dando golpes a "gentuza" con bates de beisbol: no por un reparo moral sobrevenido, sino por no meterse en líos con la Justicia más propios ya de jovenzuelos. Me reconoció con orgullo y cierta nostalgia haber dado buenas hostias en sus tiempos mozos.
Nos tocó trabajar en Torrejón de Ardoz, que ya en aquel lejano 1994 era una población con una presencia significativa de inmigrantes. En la primera puerta a la que tocó nos abrió una dominicana negra. Desplegando todas sus habilidades como charlatán de feria, exhibiendo una sonrisa más falsa que Judas, intentó convencer a la mujer de sumarse al Círculo. No he olvidado cuando le inquirió por sus hijos con un brillo maléfico en sus ojos líquidos: "¿Tienes pitufines?... Pues hay muchas cosas que les podrían interesar de nuestro catálogo". En el vestíbulo, detrás de sus faldas, se escondían tímidamente unos niños mulatos tan pequeños como indefensos.
No convenció finalmente a la dominicana. Ni a ella ni a ninguna otra persona en todo la mañana de pateo por Torrejón. También tocamos en la casa de un magrebí y en la de un individuo muy amanerado ("un mariconazo"). Después de comer un menú del día volvimos a la carga, con igual resultado. Nos dirigimos a su coche cansados y con sensación de derrota. "Alguna vez pasa esto, ¿sabes?". Entonces, cuando le pregunté si le incomodaba tener que vérselas con gente a la que odiaba o despreciaba, me transmitió la enseñanza del día: "Cuando tengo delante a una guarra como la de esta mañana, me imagino que tiene escrito 'Dos mil pesetas' en la frente". Eso es lo que ganaba por cada nuevo socio. En su fría mirada de resentimiento advertí un fondo de amargura, de insatisfacción, de infelicidad. Regresamos a Madrid y le despedí para siempre con un falso "hasta mañana".