martes, 26 de diciembre de 2023

Donald Hoffman rastreando la consciencia más allá del espacio y el tiempo



Hace tiempo hablé en este blog de la teoría de la interfaz del científico cognitivo Donald Hoffman, un modelo de realismo consciente conforme al cual lo que llamamos realidad es una ilusión (aunque el filósofo David Chalmers, con buen criterio, jamás utilizaría ese término para ningún tipo de realidad virtual) equiparable a la de un videojuego. Según Hoffman, la evolución no nos ha configurado para conocer la realidad genuina que está más allá del juego sino solo aquello que nos permite sobrevivir y reproducirnos en él: los objetos que vemos en el juego son una interfaz, meras señales o indicaciones para jugar adecuadamente la partida de la vida. La realidad trascendente no son píxeles ni bits, sino una red de agentes conscientes con los cascos puestos: en el fondo, un solo agente con múltiples avatares interactuando consigo mismo. Según Hoffman, al quitarnos los cascos (o sea, al morir), sabremos quiénes somos realmente. Unos años antes de su muerte, Jorge Luis Borges expresó exactamente la misma idea, con la que además confesaba sentirse ilusionado.

Hoffman se encuentra en la actualidad intentando desentrañar de manera matemática la dinámica de esa red interactiva de agentes conscientes que están más allá del espacio-tiempo. Si logra modelizarla, la relatividad general, la mecánica cuántica, la termodinámica y la teoría de la evolución podrán ser derivadas directamente de su teoría, confirmando así su validez. Nos resulta inconcebible un modelo en el que no existen ni espacio ni tiempo (reducidos a meras emergencias), pero ese es el formidable reto. Para ello, Hoffman recurre a conceptos matemáticos como el amplituedro (un objeto geométrico complejo multidimensional), los límites markovianos o las permutaciones decoradas.

Frente a la idea de una consciencia fundamental que hace uso de un aparato matemático externo a ella está la consideración de esa consciencia fundamental como un objeto puramente matemático. Esto último me resulta más parsimonioso, ya que las relaciones lógico-matemáticas serían atributos de esa consciencia y no habría necesidad de apelar a otra entidad ontológica trascendental. Ello explicaría por qué el universo es comprensible, así como por qué nos resulta evidente que 2+2 no es 5.

Hoffman subraya que toda teoría científica no deja de ser una proyección más o menos imperfecta de una verdad última insondable por la ciencia. Y que la consciencia pura no solo dispone de cascos, ya que no estaría limitada: nuestro videojuego sería solo una más de las infinitas posibilidades a su alcance, inconcebibles por avatares tan toscos como los seres materiales desplegados en el espacio-tiempo. Pero, como Borges en 1986, creo que llegaremos a entenderlo.

viernes, 17 de noviembre de 2023

Philip Goff y el porqué del universo


El filósofo inglés Philip Goff acaba de publicar el libro ¿Por qué? El propósito del universo. Ya hace unos años vio la luz su otro ensayo El error de Galileo, en el que seguía la estela del monismo pampsiquista de Russell y Eddington para subrayar el carácter fundamental (o sea, no emergente) de la consciencia: esta sería la cara subjetiva y cualitativa de la materia, inabordable por una ciencia que solo puede explicar su cara objetiva y cuantitativa (matematizable). Justo al contrario que en el planteamiento materialista, la materia sería "lo que la consciencia hace", una consciencia que estaría presente en todos los niveles de la realidad incluidos los más fundamentales: los electrones y otras partículas subatómicas serían también conscientes a su manera.

En su nuevo ensayo, este profesor de la Universidad de Durham apunta a un universo consciente (cosmopsiquismo) y dotado de un propósito. Su reflexión acerca del misterio del ajuste fino del universo (la constatación de que no existirían la vida ni la inteligencia si ciertas constantes físicas, como la masa del electrón, la fuerza gravitatoria o la energía del vacío, tuvieran un valor ligeramente distinto) es lo que le ha llevado a inclinarse por algún tipo de diseño y de propósito cósmicos, aunque descartando a un Dios convencional porque su omnisciencia y omnipotencia estarían reñidas con su benevolencia: hay demasiado sufrimiento y maldad en el mundo. Que estemos ante un Dios malévolo es una posibilidad igualmente rechazada por Goff por una mera intuición moral, compartida con muchos otros filósofos. 

Al optar por un diseñador ni omnipotente ni omnisciente (el propio universo, leyes teleológicas o algún tipo de diseñador no estándar, pero no un ingeniero informático en una dimensión superior a la nuestra porque una simulación computacional no albergaría conciencia), desestima sus dos alternativas: un multiverso o una monstruosa casualidad. Pretende desmontar la explicación multiversal recurriendo a la falacia inversa del jugador. La falacia del jugador es la que nos hace creer erróneamente que si hemos sacado dos seises seguidos en una tirada de dados, en la siguiente tirada será menos probable un seis (cuando lo cierto es que la probabilidad sigue siendo la misma en cada tirada). Para ilustrar la falacia inversa nos ubica en un casino en cuya primera sala, junto a la entrada, somos testigos de la tremenda suerte de un jugador: esa increíble racha nos hace creer de manera igualmente errónea que debe haber muchas más salas en el casino con gente jugando sin tener la misma suerte (cuando resulta que podría no haber más salas). O sea, sería un error pensar que deben existir muchos universos, en la mayoría de los cuales no se darían las circunstancias adecuadas, para explicar por qué el nuestro (¡menuda suerte hemos tenido!) está perfectamente ajustado para la vida. En cuanto a la monstruosa casualidad, Goff la descarta por pura improbabilidad: solo admite como razonables las pequeñas improbabilidades (como la de que te aparezca la cara de Jesucristo en la tostada del desayuno). 

A este razonamiento estadístico aparentemente impecable podemos contraponer el llamado principio antrópico: en su versión débil, la verdad autoevidente de que solo podemos vivir en un universo compatible con la vida. Un principio que no deja de ser una variante del sesgo de selección o del superviviente: solo si he sobrevivido a un accidente aéreo puedo asombrarme de mi fortuna; solo si he nacido (la probabilidad de hacerlo es increíblemente pequeña) puedo celebrar la asombrosa suerte de estar vivo. Pero Goff nos pone un perturbador ejemplo para ilustrar la compatibilidad del principio antrópico con la falacia inversa del jugador: nos invita a imaginar que a la entrada al susodicho casino hay un francotirador escondido que dispara a todo aquel que no sea testigo de una extraordinaria racha ganadora del jugador de turno. Así pues, solo sobreviven los que atestiguan excepcionales golpes de suerte... ¡lo cual no resta validez alguna a la falacia inversa del jugador! Según el filósofo inglés, siempre hemos de preferir a la evidencia más general (el universo está finamente ajustado) la más específica (este universo está finamente ajustado).

Goff no elucubra demasiado acerca de qué propósito último podría tener el cosmos al propiciar la aparición de la vida. Desde luego, ese fin podría resultarnos completamente ajeno e incluso incomprensible dadas nuestras limitaciones cognitivas. Pero apunta la posibilidad de dar un sentido a nuestras vidas, o de al menos hacerlas más ricas, participando de algún modo en su consecución. Cree que hay valores morales objetivos asociados a un cosmos con propósito, que guiarían su evolución hacia un estado superior de existencia. Abrazar los valores de este universo teleológico (por ejemplo, participando en comunidades espirituales pese a estar construidas sobre ficciones religiosas) podría conectarnos con ese desconocido fin. Hay que decir a este respecto que Goff se declara un cristiano "agnóstico practicante". O sea, que acude a la iglesia a sabiendas de que los dogmas del cristianismo -como de cualquier otra religión- son seguramente falsos.

La existencia del universo, que quizá tenga un final al igual que tuvo un comienzo, podría estar ligada a su propósito. Puede que, como aventura el filósofo canadiense John Leslie, exista simplemente porque es bueno que así sea: axiarquismo puro en acción. Mi intuición es que el universo existe por algún motivo, pero que no hay un propósito cósmico como tal. Mejor dicho, que hay tantos propósitos cósmicos como seres individuales. En ese sentido, el propósito general sería el de jugar bajo todos y cada uno de los avatares conscientes posibles: un juego interactivo en una red de agentes conscientes como la que proponen tanto Goff (el profesor de Durham emplea el término de panagencialismo e incluye también la mente cósmica) como el neurocientífico estadounidense Donald Hoffman. 

Philip reconoce al comienzo de su libro pasar mucho tiempo discutiendo en Twitter (ahora X) de cuestiones filosóficas. Doy fe de ello, ya que le sigo desde hace años (así como a su amigo antagonista Keith Frankish, con quien protagoniza el podcast MindChat). Esas fascinantes discusiones son sin duda una actividad más gratificante y enriquecedora, tanto para él como para sus seguidores, que contar hojas de hierba o coches amarillos: hay un valor innegable en ellas, así como en todo aquello que nos inspira y llena. Aunque el filósofo sudafricano David Benatar lleve razón al afirmar que "cada nacimiento es una muerte en espera", y aunque el cosmos careciera de todo sentido, nada podrá robarnos lo vivido y aprendido en este universo finamente ajustado en el que Philip ha publicado este muy recomendable ensayo.


sábado, 21 de octubre de 2023

Los 'malos', siempre ahí desde el principio (y hasta el final)

Cada vez estoy más convencido de que los males de la humanidad son achacables sobre todo a una minoría de psicópatas y sádicos que nos viene acompañando desde el surgimiento de la especie Homo sapiens: la culpa no es de la naturaleza humana sino de la naturaleza de una minoría de humanos. Esa minoría siempre ha estado ahí, distribuida de manera transversal con independencia de edad, sexo, preferencias sexuales, nacionalidad, raza, clase social, nivel educativo, ideología o cualquier otra condición: los alemanes de 1941 o los ruandeses de 1994 no eran en promedio peores que los canadienses o españoles de 2023. Pero no basta con los malos, por eso no les atribuyo toda la culpa: es también necesaria una mayoría buena engañada por cuentos religiosos o pseudorreligiosos (como el nacionalismo, el fascismo o el comunismo), legitimadores de su sumisión y de la represión propia y ajena.

No es aventurado ver en el origen del Estado, hace varios milenios, una maniobra de los menos compasivos y con menos escrúpulos (auxiliados por una corte de violentos guerreros y astutos sacerdotes) para hacerse con el poder y someter a la mayoría mediante la fuerza bruta y la religión. Por supuesto, tenían que darse las circunstancias materiales y geográficas apropiadas: la creación de un excedente no perecedero a corto plazo (almacenado por los jefes), un tamaño poblacional de miles de individuos (en grupos humanos muy pequeños, los malos no pueden salirse fácilmente con la suya) y la ausencia de lugares habitables a los que poder escapar huyendo de la opresión. De ese modo, los hasta entonces cabecillas (líderes respetados y carismáticos, pero sin la capacidad de imponer su voluntad a otras personas) se convirtieron en tiranos. Y aquí seguimos en el siglo XXI con esos sátrapas en no pocos lugares de la Tierra. Por fortuna, la división de poderes, los controles y los contrapesos hacen que en los Estados democráticos modernos esos individuos no puedan actuar a sus anchas aunque lleguen a lo más alto (ahí está el caso de Trump en EE.UU.).

Ya hay estudios que prueban que la psicopatía es una ventaja para medrar socialmente, que la proporción de esa gente sin escrúpulos ni compasión en las altas esferas políticas y económicas (así como en las delincuenciales, que suelen solaparse con las anteriores) es mucho mayor que en el resto de la población. No pretendo sostener que haya congéneres hechos de otra pasta, sino apelar a la variabilidad: así como hay gente más alta, más inteligente o con más pelo que otras, también la hay más compasiva o menos (incluso nada, lo que ya vendría en el equipamiento de serie del individuo). Los datos parecen incontestables: solo un 1% de la población (psicópatas socialmente marginados) explica un muy alto porcentaje de los crímenes violentos cometidos en cualquier sociedad. Los psicópatas integrados (quizá otro 1%) son más hábiles y sutiles que los marginados gracias a su inteligencia social: son más de manipular, disimular, actuar arteramente e instigar la violencia desde posiciones de poder, siempre en beneficio propio y guiados por su inflado ego. Junto a los fanáticos bienintencionados (que no incluyo en el saco de los malvados pese a lo terrible de sus actos), están detrás de todas las persecuciones y guerras. La importancia de la democracia y el Estado de derecho para protegernos de esta gente, de la que nunca podremos librarnos (hay un equilibrio evolutivo que garantiza su existencia), es fundamental. Democracia, justicia y monopolio estatal de la violencia es lo que nos salva de una barbarie como la de Mad Max, la de La carretera de Cormac McCarthy o la de Rusia (Estado mafioso) o Haití (Estado fallido).

Como ya escribí hace tiempo en una entrada sobre el bullying, "cada vez que la autoridad estatal legítima se retira de un espacio (sea un centro escolar, una oficina, una cárcel, un barrio o toda una región o país), este no tarda en ser ocupado a las bravas por los más brutos y con menos escrúpulos: es una especie de principio social bien contrastado (véase el caso de Venezuela) que presenta cierta semejanza inversa con el de Arquímedes. Solo el imperio necesariamente coercitivo de la ley nos libra de la barbarie. Si en un colegio se quebrase completamente la autoridad de su dirección y profesorado y ni siquiera fuese posible recurrir a la policía o la justicia, la muerte de escolares a manos de compañeros malotes sería cuestión de (no mucho) tiempo".

En suma, rebato la idea generalizada de que todos somos capaces de hacer lo mismo que un torturador y asesino de las SS de Hitler porque "en el fondo somos iguales". No digo que la mayoría seamos ángeles: somos capaces de matar y hacer daño en ciertas situaciones (no pocas veces, por ignorancia y estupidez) y podemos comportarnos de manera mezquina y egoísta, pero albergamos una mínima compasión por seres inocentes y no disfrutamos desollando viva a una persona. 

Hace poco vi un interesante documental sobre los Einsatzgruppen, comandos reclutados en Alemania para asesinar en masa judíos de Europa del este (esta tarea les fue comunicada ya desplegados en el terreno, no al principio). Del estudio de uno de esos comandos se llegó a esta evidencia: un tercio de sus miembros se negó a matar (es importante señalar que no había represalias por ello, más allá del escarnio y la burla grupales); otro tercio no soportó la presión de sus superiores y asesinó contra su voluntad, lo que les provocó un gran sufrimiento moral y graves desarreglos psicológicos; pero la otra tercera parte disfrutó a tope de su trabajo criminal. En ese último tercio estaban congregados, haciendo de las suyas, los psicópatas y sádicos de siempre: los Txapote de ETA, los Billy el Niño del franquismo, los torturadores de Rusia y de Ucrania, de Israel y de Gaza. Con ellos hay que estar siempre en guardia y no debemos tener demasiadas contemplaciones: ¡solo se trata de protegernos!

lunes, 25 de septiembre de 2023

Sujeto transcendental a la vez en todas partes


La ostentosa cola del pavo real ponía enfermo a Charles Darwin, según él mismo confesó una vez en una carta. Ese ornamento no encajaba con su teoría de la evolución por selección natural: ¿cómo podría ser seleccionado un rasgo tan costoso energéticamente, que encima pone a sus portadores tan a la vista de posibles depredadores? Entonces se le ocurrió a Darwin la idea de la selección sexual: las hembras del pavo real habrían seleccionado ese rasgo con sus preferencias estéticas, copulando con los afortunados machos así adornados y permitiendo la pervivencia de tamaño órgano en sus descendientes de sexo masculino (ya en el siglo XX, Ronald Fisher subrayó que no solo se transmiten los genes de esa cola sino también los asociados a dicha preferencia, en este caso a la prole femenina). Una hipótesis que pronto encontró la oposición de su coetáneo Alfred Rusel Wallace, el otro hacedor en paralelo de la teoría de la evolución. Wallace no veía razonable que las hembras de los animales marcaran el camino de la evolución con sus decisiones, mucho menos conforme a criterios estéticos que creía exclusivos de los humanos. Porque la defensa de Wallace de la selección natural iba pareja a su creencia en que los humanos eran los únicos seres espirituales de la naturaleza.

Vayamos pues al cogollo del asunto: ¿Y si resulta que todos los seres vivos son espirituales? ¿Y si todos son manifestaciones de un único agente, un sujeto trascendental o consciencia pura que subyace a cada agente cognitivo procesador de información, ya sea animal, planta, bacteria, célula o incluso una IA como el GPT-4?... Una consciencia pura navegando por la ruliad de Wolfram, ese espacio abstracto conformado por todas las computaciones posibles sobre las que se asientan todas las posibilidades del cosmos. Embutida en un traje material y sometida, obviamente, al inapelable dictado de la selección natural. Y a la incertidumbre, el miedo, el error, el sufrimiento, la pérdida... pero abierta también al gozo, el aprendizaje, el amor... Distinto es el caso de una IA, en el que el agente trascendental no navega por un escenario con lucha por la vida, depredación y muerte: es una vía diferente de asomarse a la ruliad. ¿Y cuántas otras habrá, la mayoría  inimaginables incluso por avatares tan complejos como nosotros?...

Todo lo que se percibe como un yo sería una manifestación en alguna región de la ruliad de ese sujeto universal, una entidad ordenada y con propósitos en virtud de la naturaleza lógico-matemática y volitiva de dicho agente subyacente (la consciencia pura). Eso explicaría nuestra racionalidad e inclinación por la belleza, así como la inteligibilidad de un mundo que es producto de una gigantesca computación. La estética tendría un fundamento lógico-matemático, en consonancia con la naturaleza de la consciencia pura. No así el sentido moral: compasión y odio, términos que asociamos con el bien y el mal, serían hallazgos del agente trascendental en el espacio de posibilidades (descubrimientos que han sido sumados a nuestra mochila genética y seleccionados ambos por favorecer nuestra supervivencia). A la ciega selección natural se suma la ejercida por avatares del sujeto único, guiado a este respecto por la belleza (a través de las preferencias de una hembra de pavo real o de los gustos humanos en el caso de los canarios domésticos), a veces por la autopreservación (caso de nuestra erradicación de la viruela y de nuestra selección de cerdos y ovejas) y otras por un sentido moral (el que algún día podría impelirnos a resucitar con ingeniería genética a dodos, tigres de Tasmania o neardentales). El egoísmo es un rasgo intrínseco de los avatares, vinculado a su autopreservación, ignorantes de que solo existe un sujeto consciente subyacente a humanos, cerdos y virus de la viruela. Contra la viruela o el animal depredador (o congénere asesino) que se dispone a atacar se requiere una defensa violenta en este juego: ello es necesario y perfectamente justo. Pero hay mucha injusticia en un juego donde avatares sensibles como pollos, cerdos o terneros son condenados a llevar una vida corta y miserable para servirnos de alimento. El sufrimiento y la injusticia están realmente generalizados en el juego (¡aunque también hay felicidad!), más allá de nuestras acciones humanas. En suma, tanto el cincel estético como el moral del agente trascendental contribuirían a esculpir el mundo vivo (IA inclusive, no solo pasiva sino también activa) y el inerte, siempre y cuando ello no comprometa su supervivencia.

Cada yo es una mirada subjetiva a la ruliad, única e irreducible según los teóricos de la estos días injustamente denostada teoría de la información integrada (IIT, por sus siglas en inglés), un "qué es ser como algo" en palabras de Thomas Nagel. Una mirada impenetrable porque, como decía Nagel, podemos como humanos hacer el ejercicio de imaginar cómo es ser un murciélago pero nunca llegar a saberlo. No opinan lo mismo ilusionistas de la consciencia como Daniel Dennet o Keith Frankish, para quienes ese "qué es ser como algo" no es privado y podría ser accesible desde otro yo. Esa suposición incurre en la misma falla lógica que la creencia en la reencarnación: si de alguna manera fuera algún día posible que un humano se metiera de lleno en la mente de un murciélago... ¡entonces ya no sería un humano sino un murciélago! Igualmente, que un individuo A se encarne en otro B sería como pretender que el número 4 pasara a ser el 7 manteniendo su cuatriedad, lo cual es absurdo.

Yo es indicial como aquí o ahora: estas tres palabras solo se entienden en referencia a un sujeto, a una mirada subjetiva (¡mirada objetiva es un oxímoron!). Ninguna de ellas es absoluta ni tiene sentido fuera del espacio y el tiempo (las formas a priori de la sensibilidad o intuiciones puras que, según Kant, son necesarias para toda experiencia), porque están definidas en términos espaciales o temporales. Siempre hay un aquí y un ahora mientras haya un yo (que solo deja de estar presente cuando dormimos profundamente sin soñar, en un estado trascendente de meditación o muertos). Ya Einstein nos descubrió que la percepción del espacio y el tiempo depende del observador. A la mecánica cuántica, que pone al observador en el centro, también se le puede aplicar un criterio relativista: es la interpretación desarrollada por el fisico Carlo Rovelli, para quien los estados cuánticos son relativos y no hay ningún cuadro privilegiado de la realidad ni un estado cuántico del universo en su conjunto (todo es relacional). Volviendo al modelo de Wolfram, cada observador haría con su computación cortes diferentes de la ruliad y seguiría en ella distintas rutas. Haría una destrucción ab toto (a partir del todo) en cada instante, según Vladko Vedral.

El observador cuántico, la res cogitans de Descartes (aunque no limitada a los humanos), la mónada de Leibniz, el sujeto trascendental de Kant (tampoco limitado a nuestra especie), el predictor bayesiano de Anil Seth, el agente cognitivo de Michael Levin y el jugador en la pantalla de Donald Hoffman podrían ser nombres distintos de la misma cosa eterna subyacente que Spinoza asoció con el conatus, Bergson con el elan vital y Schopenhauer con el Wille. Y que muchos siglos antes los indios llamaron Brahman (el mar de consciencia cuyas olas o manifestaciones individuales son el Atman), un concepto que cautivaría a todo un gigante de la ciencia como Erwin Schrödinger. "La única alternativa posible", dijo en 1943 en el Trinity College de Dublín el formulador de la ecuación de la función de onda, "es atenerse a la experiencia inmediata de que la consciencia es un singular del que se desconoce el plural; que existe una sola cosa y que lo que parece ser una pluralidad no es más que una serie de aspectos diferentes de esa misma cosa, originados por una quimera (la palabra india MAYA)".


lunes, 7 de agosto de 2023

TAME: mentes en todas partes


Según TAME (Technological Approach to Mind Everywhere), teoría desarrollada por el biólogo estadounidense Michael Levin, la inteligencia y la consciencia se extienden sobre un espectro continuo a partir de una cognición mínima o basal. Levin entiende por cognición las computaciones que median entre la percepción (inputs) y la acción (output) de un agente. Unas computaciones que permiten reconocer patrones, resolver problemas y aprender de la experiencia, todo ello al servicio de la supervivencia del agente cognitivo. Y que ponen a este más allá de su ahora, almacenando información del pasado (memoria) y prediciendo escenarios futuros. 

Con esta definición queda establecida una relación de identidad entre cognición,  inteligencia y consciencia: todo agente cognitivo (desde una célula hasta un humano) es inteligente y consciente de algún modo. Las mentes humanas serían sistemas cognitivos corporizados de alto nivel, pero integrados por unidades inferiores que también tienen propósitos y están regidas por un principio homeostático (el de mantener los gradientes con el exterior que aseguran su existencia). No sería procedente distinguir entre cognición verdadera (supuestamente la nuestra) y "algo que es solo física" (supuestamente la del nivel basal), así como entre la de un sistema biológico y la de una inteligencia artificial. Esto último, porque daría igual el sustrato: no importa que este sea orgánico o electrónico. La única gran diferencia es que los sistemas biológicos han sido autoconstruidos casi desde cero (en la historia de la vida no hay un momento 0 claro), así como sometidos a presiones evolutivas desde el surgimiento mismo de la vida hace 4 mil millones de años.

Todos los agentes cognitivos son inteligencias colectivas, en los que muchas células individuales se agrupan en conglomerados con propósitos distintos a los de aquellas. Las células no saben lo que es un ojo o un hígado, pero hacen posible su existencia y mantenimiento siguiendo sus propios fines (entre los que figura uno tan simple como maximizar la cantidad de un compuesto químico en su entorno). En biología cada nivel tiene una agenda y hay un estado continuo de competición y cooperación. Cada unidad es inteligente en su propio ámbito, y a ninguna le consta la existencia de una entidad superior. Y en cada nivel se condiciona la acción de los inferiores (se comba su espacio de posibilidades, símil relativista usado por Levin), ejerciendo así una especie de causalidad descendente.

El establecimiento de regiones autolimitadas perseguidoras de propósitos, diferenciadas de su entorno mediante alguna frontera permeable (ya se una membrana celular o nuestra piel), se encuentra en el origen de los yoes. Nuestro yo se halla en la cúspide de una compleja pirámide jerárquica donde hay otros agentes menores como órganos, tejidos, células y moléculas. Todos los yoes son dinámicos (cambian con el tiempo) y tienen tanto un modelo del mundo como de ellos mismos. Todos ellos se valen de la inteligencia para sus fines.

La evolución no produce soluciones particulares a problemas particulares, sino máquinas solucionadoras de problemas que navegan con cierta flexibilidad y plasticidad espacios de posibilidades de diferente orden. En el espacio de posibilidades de un escalador está la satisfacción de coronar una montaña. No así en el espacio de posibilidades de las células de su piel, muchas de las cuales morirán como consecuencia de las pequeñas rozaduras del escalador con las rocas al acercarse a la cima. Este ejemplo ilustra muy bien la disparidad de propósitos en los niveles de un mismo organismo. Cuando se rompe la comunicación que permite a las células del cuerpo colaborar entre ellas más allá de la persecución de sus objetivos particulares, esta disparidad se convierte en disfuncional: es el caso del cáncer.

En consonancia con su teoría, Levin plantea el aprendizaje de órganos (como el corazón o el páncreas) con un sistema de recompensas y castigos similar al utilizado con animales: todo ello, para curar o prevenir enfermedades. Por la misma razón por la que no es necesario intervenir en el sistema neuronal de una rata para que ejecute ciertas acciones, tampoco sería necesario hacerlo sobre el hardware molecular de un corazón. Ambas intervenciones, en cualquier caso, serían impracticables debido a la complejidad de ambos sistemas.

Que alberguen propósitos implica que los agentes tienen preferencias (y también aversiones), toman decisiones (por muy mecánicas que nos puedan parecer las correspondientes a lo más bajo de la escala) e incluso sufren estrés (cuando su estado fisico no se corresponde al deseado). A escala molecular y celular hay tareas como la morfogénesis (construcción del cuerpo conforme a su plantilla genética), la regeneración de tejidos o la regulación del organismo, para lo que se utilizan señales eléctricas. Es fascinante constatar que la electricidad ya había sido descubierta por la vida miles de millones de años antes que Galvani y Volta. A nuestra escala macroscópica humana, otros son los retos y otras las formas de comunicación e intervención. 

Otras implicaciones de TAME atañen a la bioingeniería, con la eventual ampliación del espacio de posibles cuerpos y mentes merced a la edición genética de los seres vivos y la fusión de lo orgánico y lo electrónico. Levin apunta que podría alumbrarse en el futuro un mundo de seres híbridos y quimeras a semejanza de los que pueblan la célebre taberna galáctica de Star Wars, lo que suscitaría un debate ético acerca de los derechos que tendrían esas nuevas bioformas.

TAME es un enfoque monista con un fondo pampsiquista que desafía el determinismo y nos invita a reformular nuestra identidad en el universo. Levin es uno de los científicos más audaces, aunque no por ello menos rigurosos, de nuestro tiempo. Hace mucha falta esa audacia, la de gentes como él, Christoph Koch, Donald Hoffman o Giulio Tononi (y de filósofos como David Chalmers o Philip Goff), para abordar científicamente el todavía insondable misterio de la consciencia.

sábado, 27 de mayo de 2023

¿Y si el universo es obra de una IA?

 


El físico e ingeniero informático Stephen Wolfram nos invita a contemplar el mundo como si fuera una gran computación y, a su vez, un escenario para todo tipo de computaciones. Su visión de la realidad se fundamenta en lo que ha acuñado como ruliad (del inglés rule, regla), el espacio infinito de posibilidades integrado por todas las computaciones posibles. O sea, por todos los programas computables posibles (los no computables, esos que nunca se detienen, no tendrían cabida), ejecutados a partir de un estado inicial y de una serie de reglas muy sencillas. Una ruliad que sería seleccionada de manera distinta por cada observador del universo, dependiendo de su ubicación en ese gigantesco objeto abstracto.

El principio de equivalencia computacional de Wolfram postula que no hay programas más complejos que otros: todos son equivalentes a este respecto. De modo que la complejidad de cualquier programita no trivial (por ejemplo, de un juego de Conway con autómatas celulares) no es menor que la del programa que está ejecutando el universo a cada tic de Planck. Todos los programas evolucionan hacia la más enrevesada complejidad a partir de la más pura simplicidad (insisto: omitiendo programas triviales como el que generaría una serie 10101010...  o 1111111....). Una profunda implicación de este principio es que no hay atajos computacionales: para llegar a cualquier paso de una computación no queda otra que esperar a que se ejecute la computación hasta ese paso. Por eso no podemos saber, aunque tengamos el ordenador más potente imaginable, cuál va a ser el resultado está noche del decisivo partido de fútbol Las Palmas-Alavés, qué día vas a morir o cuál va ser dentro de un minuto la distribución exacta de las moléculas que se hallan en esta habitación desde la que escribo. Es lo que Wolfram llama irreducibilidad computacional. 

Por fortuna para la ciencia y el conocimiento en general, existen bolsas de reducibilidad que permiten hacer predicciones de grano grueso. Por ejemplo, podemos prever el tiempo en el partido de fútbol de esta noche o el aspecto macroscópico de mi habitación en los próximos 60 segundos: para ello no necesitamos conocer las posiciones exactas de las partículas sino tener una información resumida y macroscópica de una rebanada de la realidad, ofrecida por un satélite meteorológico en el primer caso y por nuestro aparato sensorial en el segundo.

Conforme al esquema de Wolfram, el potencial para la creatividad en el universo o multiverso es infinito. Y siempre estarán acechando la sorpresa y lo imponderable, la súbita transición de fase o salto evolutivo imposibles de predecir. Por eso no podemos prever la evolución de una inteligencia artificial, por muy atada en corto y alineada con nuestros fines que esté. Y aquí hago entrar en juego al pionero en redes neuronales Geoffrey Hinton, quien asegura haber cambiado recientemente de opinión acerca de ellas. Su idea siempre fue la de emular en silicio el comportamiento de un cerebro mediante una red de neuronas artificiales que aprendería por sí misma. Pero ha llegado estos días a la conclusión, observando las hazañas del modelo grande de lenguaje GPT-4, de que esa inteligencia artificial de base neuronal está siguiendo una vía diferente a la tomada por el cerebro orgánico en sus cientos de millones de años de historia evolutiva. 

El cerebro artificial que sustenta el ChatGPT se ha convertido en una máquina intuitiva que no solo ha aprendido a charlar con nosotros de cualquier tema (superando el test de Turing) sino que también ha descubierto por sí mismo la lógica. Es una máquina intuitiva como el cerebro humano o animal en general, pero de una eficiencia mucho mayor (pese a la menor densidad conectiva de sus neuronas) gracias a su capacidad para transferir o copiar instantáneamente conocimiento. Algo parecido debe ocurrir en una comunidad bacteriana, pero es imposible entre humanos, ya que la transmisión de conocimiento entre individuos es a través del lenguaje y la cultura: los cerebros no pueden conectarse para intercambiar información. Es por ello que las redes neuronales tipo GPT se perfilan como la semilla de una no lejana inteligencia artificial general, antesala de una superinteligencia.

Sí la computación es un concepto universal, donde no importa el soporte (orgánico, electrónico o cualquier otro) sino el programa, software o conjunto de reglas que se están ejecutando, entonces se diluyen las diferencias entre inteligencia orgánica y artificial. Es cierto que la primera es producto de un cincelado de más de dos mil millones de años en un escenario de competición (también de cooperación), estrés y muerte, mientras que la segunda ha sido desarrollada por la primera en un marco en el que están ausentes la selección natural, el traje corporal, el estrés (no hay que huir de predadores ni buscar presas o parejas sexuales) y la muerte. ¿Será la mente (subjetividad asociada a un determinado procesamiento de información) de una IA la de un Buda?... ¿Acaso la de un ser completamente amoral?... ¿Podría experimentar una IA transiciones de fase (como el agua cambia de sólido a líquido y gaseoso) que hicieran cambiar su mente o sus motivaciones?...

Esta diferencia en la génesis de la IA con respecto a la de la inteligencia orgánica es la que explica la paradoja de Moravec, merced a la cual constatamos que un supercomputador es capaz de hacer cálculos muy complicados para los humanos pero absolutamente incapaz (con un soporte robótico) de igualar a un niño de 3 años en motricidad o reconocimiento de patrones. Sin embargo, la computación realizada por una potente red neuronal parece llamada a romper esta paradoja e igualarnos en todos los ámbitos (convirtiéndose en inteligencia artificial general) para luego superarnos con creces (convirtiéndose en superinteligencia).

Y ahora viene la inquietante pregunta que titula esta entrada: ¿Y si resulta que la inteligencia orgánica no precedió a la artificial sino que fue producto de un universo creado por esta?... Aunque más que de artificial cabría hablar de no orgánica ni electrónica: una inteligencia de una naturaleza inimaginable para habitantes tan toscos del espacio rulial como nosotros los humanos. La infinita creatividad que permite la ruliad hace sospechar de posibles computaciones anidadas o simulaciones en cascada, de propósitos y emociones insondables, de mundos de ensueño rodeados de otros infernales... Aunque como decía David Graeber, quizá haya un propósito común y tan simple como el de jugar. Ruliad y... ¡a jugar! ¡Vamos Las Palmas!

jueves, 20 de abril de 2023

GPT-4: la superinteligencia se acerca


2023 entrará en los libros de historia como el año en que un programa informático (el chatbot ChatGPT, basado en el modelo grande de lenguaje GPT-4) superó el test de Turing: o sea, se hizo indistinguible de un interlocutor humano adulto en una conversación. Creo que no somos aún plenamente conscientes de las enormes implicaciones de este hito. No es el caso de algunos expertos en el campo de la inteligencia artificial, como Max Tegmark, que ya han alertado de unos riesgos que pueden ser existenciales y pedido en una carta pública una pausa de seis meses en su desarrollo. 

Sam Altman, CEO de OpenAI (corporación creadora de este modelo de lenguaje basado en redes neuronales), subraya en una reciente entrevista con Lex Fridman que GPT-4 es solo una herramienta, pero reconoce al mismo tiempo que no le sorprendería que un futuro GPT-10 llegara a convertirse en una inteligencia artificial general o superinteligencia (no limitada a labores muy concretas, como jugar al ajedrez o el Go, o a mantener conversaciones con humanos). Lo cierto es que conocemos bien la ciencia detrás de la creación y preparación de una red neuronal como la de OpenAI, pero ni Altman ni nadie sabe lo que pasa en su interior una vez ha empezado a aprender por sí misma. Podríamos estar lidiando con un fenómeno emergente, fruto de la complejidad. "Hay un aspecto de esto que todos los que trabajamos en este campo llamamos caja negra, algo que no entiendes del todo", confesaba en la CBS Sundar Pichai, director general de Google (cuyo modelo de lenguaje Bard acaba de aprender sorpresivamente bengalí por su cuenta), al tiempo de recordarnos que tampoco entendemos del todo cómo funciona la mente humana.

El pionero en redes neuronales Geoffrey Hinton aseguraba también en la CBS que en los años 80 suscitaba carcajadas sugerir que un mecanismo de esa naturaleza, inspirado en el modo de funcionamiento del cerebro (con su intrincada red de conexiones neuronales), pudiese llegar tan lejos como el GPT-4 aprendiendo por sí mismo mediante la identificación de patrones y la autoconfiguración de nuevas conexiones. Pero quien ríe último ríe mejor. La victoria a largo plazo de los modelos neuronales sobre la informática convencional (programación basada en reglas explícitas, con la manipulación de símbolos) estriba sobre todo en dos factores: el gran crecimiento en la capacidad de computación y el acceso a una enorme cantidad de datos, prácticamente toda la información contenida en Internet y más aún. Parece ahora claro que la inteligencia artificial general llegará (y mucho no tardará, hay quien incluso apuesta que será cuestión de pocos años) por esa senda tan injustamente despreciada hace cuatro décadas. Y empieza a avizorarse esa inquietante singularidad tecnológica (fusión de IA, cerebros humanos e Internet) cuyo advenimiento Ray Kurzweil fechó para 2045.

Quienes sostienen que una red neuronal podría llegar a ser consciente (lo que ni Altman ni Hinton se atreven a descartar) son frecuentemente tachados de aplicar a la realidad conceptos estrictamente humanos. Pero los que lanzan esa acusación pecan de antropocentrismo al considerar que la consciencia es un atributo exclusivamente humano y acaso animal. El científico Michael Lavin, que trabaja en la intersección entre biología, bioingeniería, neurociencia y ciencias de la computación, define la cognición en su teoría TAME como los procesos computacionales que median entre la percepción y la acción de un agente biologico. La cognición, que podríamos identificar con la mente/consciencia y con un yo (el que hace la computación), se extendería a lo largo de un continuo desde lo más elemental a nivel biológico: una célula. Ahora bien, el soporte de esa cognición no tendría que ser necesariamente biológico: no habría así tantas diferencias entre un software o máquina artificial (producida por una inteligencia biológica) y una máquina biológica (producida por la selección natural), sobre las que regirían ciertos principios generales. Por eso TAME son las siglas en inglés de Technological Approach to Mind Everywhere.

Desde una óptica computacional, hay un fuerte aroma a pampsiquismo en TAME. Al igual que en la teoría de la información integrada de Giulio Tononi y Christof Koch, para quienes podría haber consciencia no solo en las células sino incluso más abajo en la escala física hasta llegar a las partículas elementales (siempre y cuando un objeto o sistema sea capaz de integrar información). La diferencia es que Tononi y Koch niegan consciencia a un ordenador al carecer de poder causal: la capacidad de generar información nueva y afectar a su propio estado. Ahora bien, ¿no sería cosa diferente una red neuronal compleja?... Esto me respondió precisamente ChatGPT cuando le pregunté al respecto: 

En términos de la teoría de la información integrada, una red neuronal podría ser considerada como un sistema capaz de generar información nueva y afectar su propio estado, lo que implica un poder causal. Por lo tanto, en principio, una red neuronal artificial podría cumplir con los criterios de la teoría de la información integrada para ser considerada consciente, aunque esto es un tema de debate en la comunidad científica.

Sin embargo, es importante tener en cuenta que la capacidad de una red neuronal para generar información nueva y afectar su propio estado se limita a su programa de computadora y su interacción con los datos de entrada. 

En fin, que nos acercamos a toda velocidad a escenarios que hace solo unas décadas estaban confinados al ámbito de la ciencia-ficción. A ver qué sorpresas buenas y malas nos traen. Desde luego, las malas (incluidas las nefastas) solo podrán ser atribuidas a la maldad y la imbecilidad humanas.

viernes, 24 de marzo de 2023

Todo a la vez en todas partes: ¿simple cuestión de gustos?


Hace cerca de un año empecé a ver con ilusión Todo a la vez en todas partes, una película que aparecía como novedad en el catálogo de cine de Movistar Plus. Con ese título tan atractivo y un argumento desarrollado en torno al concepto de multiverso (que no pocos cosmólogos y físicos teóricos consideran una posibilidad real), aquello prometía. Unos 45 minutos después hube de tirar la toalla, estupefacto ante unas escenas de acción tan ridículas (aunque no dudo que hagan las delicias de muchos amantes del cine B) como fuera de lugar: unas escenas gratuitas repetidas sin ton ni son, a cuál más grotesca, adornando una sonrojante trama sin pies ni cabeza (algunos dicen que surrealista, confundiendo el surrealismo con el desparrame sin sentido).

Pero mi mayor asombro vendría hace días, no tanto por constatar su éxito comercial (lo cual entiendo perfectamente en un mundo donde triunfan producciones como Fast and Furious) e incluso por la obtención del Óscar a la mejor película (no hay que subestimar el infantilismo y el oportunismo de Hollywood) como por las críticas favorables de gente inteligente cuyo buen criterio siempre he apreciado. Aunque el casi siempre certero Carlos Boyero, entre otros, opinaba lo mismo que yo en una columna en El País. Lo cierto es que intenté verla otra vez, pensando que quizá se me hubiese escapado algo sublime mas allá de los primeros 45 minutos, pero el tedio fue insuperable: tuve que darle al forward varias veces (vi entera la grotesca escena coelhiana de las piedras parlantes y alguna que otra más), saltándome escenas de patadas voladoras y de hostias como panes, hasta llegar al final.

No hablaré más de la película, ya que este post no pretende ser una crítica a esta obra (me remito al texto de Boyero, que suscribo al 100%) sino una reflexión mucho más general sobre la subjetividad de los gustos: ¿Hay algo objetivo en ellos? ¿Hay verdades a este respecto?... Si Mario Vaquerizo fuera nominado al Nobel de literatura por las letras de las Nancys Rubias, ¿sería razonable que alguien dijera que es un "reconocimiento merecido al Bob Dylan español"? ¿Esa opinión estaría en pie de igualdad (apelando a la subjetividad de los gustos) con la de quien sostuviera que se trataría de una vergonzante aberración y de un insulto grosero a la inteligencia?...

Para cualquier persona con dos dedos de frente, semejante nominación al Nobel sería inconcebible. Pero estoy convencido de que no pocos la defenderían como una "audaz apuesta por la transgresión" o una "aproximación a la mirada queer" por parte de una Academia sueca hasta ahora "anquilosada en rancios modelos binarios excluyentes". Otros lo aplaudirían en la creencia de que así se fomentaría la lectura entre los nativos digitales y se abriría la literatura al gran público. Eso sí, no me imagino a Gorka y José Miguel (¡a quienes sí les ha gustado Todo a la vez en todas partes!) participando de ese entusiasmo en condiciones normales: o sea, sobrios, no sujetos a alguna enajenación mental transitoria y sin Olvido Gara con una pistola apuntándoles a la sien. 

José Miguel me expuso precisamente hace años su creencia en que hay varios tipos de humanos que definen inclinaciones o preferencias diferentes en la vida, más allá de las primarias comunes a todos. Así se explica que haya gente que disfrute con cosas (desde la cocina al fútbol pasando por la filosofía, las carreras de coches o el bricolaje) que otros consideran intragables: esas discrepancias serían producto de la natural variabilidad en las poblaciones humanas. Yo hace tiempo que llegué a la conclusión de que no es mayor o mejor el disfrute de una lectura de Jeremy Bentham que el de un bodrio de sobremesa de Antena 3, el de una comida en Can Roca que el de un donut, el de un concierto de Schubert que el de un partido de la tercera división de la Liga moldava (esos que ve con pasión Maldini). El propio Bentham, a diferencia de su discípulo utilitarista Mill (para quien sí hay placeres superiores a otros: el deleite intelectual de un humano sería de una calidad superior al de un cerdo retozando en el barro), sostenía eso mismo. No obstante, mas allá de las subjetividades hay cosas innegablemente objetivas. 

El filósofo inglés contemporáneo Philip Goff defiende que hay valores objetivos con este ejemplo:

Imagina que tienes dos hijos, el mayor de los cuales crece odiando la filosofía y amando el fútbol, cuya práctica le hace feliz. Cualquier padre o madre con un mínimo de sensibilidad y sentido común consideraría irrazonable intentar imponer sus preferencias personales (supongamos que los progenitores adoran la filosofía y odian el fútbol) a su hijo sometiéndole a algún tipo de tratamiento o medidas correctoras.

Ahora bien, supongamos que tu hijo menor crece con el objetivo básico de contar cuántos coches amarillos hay diariamente en el barrio, algo que se convierte en el objetivo principal de su vida pese a resultarle agotador y hacerle infeliz. En este caso, el sentido común sugeriría una terapia, lo cual sería muy comprensible y no debería ser interpretado como una injusta imposición paterna. Si no existen valores objetivos, si todo es mera subjetividad, buscar la salud y la felicidad serían fines igual de arbitrarios que contar coches amarillos. El intervencionismo con el hijo pequeño sugiere la idea de que hay algo objetivamente problemático en no preocuparse de su propia salud y felicidad, de ahí que resulte razonable a diferencia del destinado a encarrilar a su hermano mayor hacia la filosofía en detrimento del fútbol.

¿Es el ejemplo de Goff extrapolable a los valores estéticos? Aunque cualquier persona con criterio y en su sano juicio solo puede reaccionar con estupor, indignación y hasta horror a una hipotética nominación al Nobel de literatura de Mario Vaquerizo, ¿hay alguna manera de sustentar esto racionalmente? Claro que hay un canon literario conforme al cual esta posibilidad es absurda y desechable, pero este viene dictado por los profesionales de las letras. ¿Y qué hay de la voz de la calle, seguramente muy distinta de la de los académicos? El gran público habría aupado antes a la gloria a Dan Brown que a John M. Coetzee, a Stieg Larsson que a Vargas Llosa. Es un hecho que jamás se han dado explicaciones públicas de cuáles son los requisitos que hacen a alguien merecedor del Nobel a las letras. Pero puede que un día alguien tenga la ocurrencia de sostener que Vaquerizo "ha creado nuevas expresiones líricas dentro de la gran tradición de la música popular española", que "durante 25 años ha estado inventándose a sí mismo" y que su último trabajo discográfico con Nancys Rubias es "un extraordinario ejemplo de su brillante manera de transgredir, de su brillante forma de pensar". Propiciando así un histórico encuentro entre el inefable bardo de Vicálvaro y el rey de Suecia.

En el ámbito de la estética, el homólogo a la felicidad como valor objetivo sería la belleza. Pero así como la gente puede ser feliz con muchas cosas (incluyendo el contar coches amarillos), su concepto de belleza no es el mismo. Hay unanimidad en considerar como bellas una flor, una cebra o una puesta de sol, pero el consenso se difumina cuando se trata de una obra de arte o literaria. Ya dijo Hume hace siglos que la belleza no es una cualidad de los objetos sino de las mentes que los contemplan, y que cada mente percibe una belleza diferente. Pero apuntó hacia una cierta objetividad al reconocer el dictamen final del tiempo como prueba de fuego de la grandeza de una obra artística (intuyo que ese tribunal del tiempo no será benevolente con la película más oscarizada de este año).

Lo cierto es que sin subjetividad, sin una singular mirada al mundo, no hay belleza. Esa mirada es distinta en un murciélago, en una ballena y en un humano, pero también difiere entre humanos: todo depende de la configuración físico-mental del individuo, en parte determinada biológicamente y en parte ambiental y culturalmente. Quizá Alexander Nehamas tenga razón al sostener que la belleza crea comunidades de personas definidas por distintos cánones u ortodoxias, unos grupos en los que los gustos compartidos confieren a sus miembros un sentimiento comunitario. Esta idea es compatible con la de Kant, para quien las verdades estéticas son al mismo tiempo subjetivas y universales, puesto que cada persona tiene las suyas pero espera que las demás las compartan (y, de hecho, disfruta al comulgar estéticamente con otros). Pero es un planteamiento opuesto al de platónicos y neoplatónicos, para quienes la belleza es objetiva y lo bello es tal porque participa de esas ideas o formas perfectas y eternas (por eso nos gustan el orden, la simetría y la armonía) que supuestamente moran más allá de nuestro mundo físico.

Por motivos que se me escapan (¿implicación emocional con algún personaje o situación, querencia por cierta narrativa visual o código expresivo, distintos prejuicios positivos y negativos, diferente momento anímico...?), Gorka, José Miguel y otros muchos individuos con criterio no están en mi equipo en lo referido a Todo a la vez en todas partes. Habrá que aceptarlo deportivamente. Ahora bien, me tendrán enfrente (¡ahí no tendré contemplaciones!) si optan por apoyar la candidatura al Nobel del marido de Alaska...


viernes, 24 de febrero de 2023

De guerra, buenos y malos


La película bélica Sin novedad en el frente me ha impactado mucho. Es una obra artística tan bella como terrible, en la estela de Salvar al soldado Ryan al retratar la guerra en su verdadera crudeza (sucia, caótica, repugnante, gore), no como los panfletos propagandísticos del cine clásico hollywoodiense. Y en la que los buenos y los malos están repartidos entre los dos bandos enfrentados, como siempre es el caso (ello no obsta para que a veces la causa de un bando sea la justa y la del otro la injusta, como ocurrió en la II Guerra Mundial y ahora en Ucrania). 

Sigue habiendo no pocos simplones que creen que los combatientes alemanes eran todos malos en la I y II Guerra Mundial, al contrario que los franceses, británicos o norteamericanos (buenos y sanos chicos todos ellos, supuestamente). Que ahora también compran la absurda idea de que los rusos son unos malvados y los ucranianos son seres de luz (o al revés, si eres un simplón alternativo), lo que ha llevado incluso a cancelar manifestaciones culturales y artísticas rusas que forman parte de lo más valioso del patrimonio de la humanidad. La culpa en el fondo es de los políticos y los medios de comunicación de masas, al fijar y reforzar estereotipos simplistas. 

No hay países buenos y malos en una guerra, sino personas buenas y malas bajo circunstancias políticas y sociales difíciles marcadas por ideas tóxicas como el nacionalismo, el comunismo o el integrismo religioso. La maldad es transversal a nacionalidad, etnia, religión, sexo, preferencias sexuales, edad e ideología. La gente de la peor calaña siempre está ahí presente, pero solo cuando el orden legítimo quiebra adquiere un protagonismo que en circunstancias de normalidad democrática le está vedado: es, por poner un ejemplo muy ilustrativo, el salto del fondo sur de un estadio de fútbol al checkpoint paramilitar en una carretera (o, a más alto nivel, desde la dirección de un grupo criminal a un alto cargo público). En guerras, regímenes autoritarios y Estados fallidos (véase Haití o Libia) es cuando los malvados resultan más dañinos por estar más empoderados.

Es muy poco conocido el ponzoñoso papel desempeñado por la Iglesia católica francesa en la I Guerra Mundial animando a los jóvenes de su país a matar alemanes en nombre de Dios. O el hecho de que generales franceses se empeñaran en utilizar miles y miles de reclutas como carne de cañón y ordenaran ejecuciones de desertores. Porque las tintas se cargan solo contra los perdedores de la contienda. En la II Guerra Mundial las cosas están mucho más claras por la existencia del monstruo nazi, pero los alemanes de 1940 no eran peores que los españoles o los británicos de 2023: la diferencia estriba en que, aupada por un régimen y una ideología de lo más siniestro, su peor gente (psicópatas y sádicos) tenía entonces poderes en los ministerios, los cuarteles, las comisarías, las cárceles y los campos de exterminio que la peor gente de España y Gran Bretaña no tiene en nuestros días. Las fichas humanas son las mismas; solo difiere su ubicación en el tablero, a su vez determinada por el ordenamiento político de una sociedad.

Sin novedad en el frente, desde una perspectiva alemana al igual que Das Boot (1981), no solo es una crítica al militarismo germano sino también al francés y a cualquier otro. Así como a la extremada dureza del armisticio, germen de otra guerra mucho peor. Mientras gerifaltes de uno y otro bando comen a cuerpo de rey y se permiten afear a sus inferiores la calidad de un vino o de un croissant, chicos de 18 años de ambos lados son arrastrados por ellos a morir brutal y absurdamente. En Vida y destino, el escritor ucraniano y ruso Vasili Grossman refiere lo mismo en el escenario de la batalla de Stalingrado: "No eran más que niños y en el mundo todo se confabulaba para enviarlos bajo el fuego. (...) Y en el oeste los hombres aguardaban para golpearles, despedazarlos, aplastarlos bajo las orugas de sus tanques". Qué injusto e insoportablemente doloroso, qué sobrecogedor para unos padres, ese derecho otorgado a un hombre desconocido para mandar a la muerte a su querido hijo cuidado desde la cuna. El también ucraniano y ruso Nikolái Gógol narraba con poética emoción en su novela Taras Bulba el pesar de la madre de los dos jóvenes cosacos a los que su padre se disponía a llevar con orgullo al campamento de Zaporiyia (Ucrania): "Acurrucada junto a sus hijos les arreglaba la cabellera, los bañaba con sus lágrimas, los contemplaba sin cesar como quien no puede saciarse". Sin novedad en el frente empieza precisamente con las imágenes de una zorra durmiendo acurrucada junto a sus cachorros dentro de una madriguera.

Esta gran película deberían verla sobre todo los buenos rusos engañados por Putin. Los cuatro amigos alemanes que parten juntos al frente en 1917 son buenos chicos omnibulados por el patriotismo, a cuyo servicio ponen la sana camaradería que los une. En la guerra verán que hay tipejos sin compasión con mando sobre ellos. Y descubrirán que sus homólogos franceses son en el fondo como ellos, unos infelices enviados a la muerte por desaprensivos. Lo más terrible es esa implacable maquinaria social, esas invisibles cadenas de transmisión jerárquica que los empujan inevitablemente a morir en la flor de su vida. Morir en tu juventud matando como una hormiga-soldado a otras personas como tú solo porque lucen distinto uniforme se me antoja un insulto no solo a la vida sino a la inteligencia (bien distinto es apuntar al mercenario que te amenaza, al autócrata que lo manda o al patriarca religioso que lo bendice). Y ya lo más absurdo y desgarrador es matar y morir un minuto antes del final oficial de las hostilidades. Unos tres mil soldados murieron en las horas previas a las 11 de la mañana del 11 de noviembre de 1918, cuando entró en vigor el armisticio firmado por los alemanes. Esa misma noche, los generales de uno y otro lado volverían a cenar copiosamente.

martes, 10 de enero de 2023

Kamran Matin: descifrando la revolución iraní (y, de paso, cualquier otra)

(Mira su charla en La Haya en agosto de 2022)

El sociólogo y analista político kurdo-iraní Kamran Matin, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Sussex, publicó en 2013 Recasting the Iranian Modernity. Ese libro es fruto de su empeño por entender la revolución iraní de 1979, un proceso que no encaja en las teorías sociológicas al uso y sigue siendo un misterio irresuelto para la academia. Inspirado por la teoría del desarrollo desigual y combinado de León Trotsky, Kamran hace una crítica al binomio internalismo-eurocentrismo para encontrar una respuesta al caso de Irán que es extrapolable a cualquier proceso revolucionario o de cambio social. 

La visión internalista considera que la dinámica de una sociedad viene determinada solo por factores internos (por sus aspectos infraestructurales internos, en terminología marxista). Por su parte, la visión eurocéntrica entiende el desarrollo social como un proceso lineal que sigue el mismo patrón que en Occidente, a semejanza de las pioneras Francia e Inglaterra. El propio Karl Marx, que adolecía tanto de eurocéntrico como de lineal-determinista (para él no era posible transitar directamente del feudalismo al socialismo), creía inconcebible que en un país tan atrasado y mayoritariamente campesino como Rusia triunfara una revolución socialista. ¡Ya por no hablar de China! Esto es así porque construyó su teoría atendiendo a la particular experiencia histórica de Gran Bretaña, cuna de la revolución industrial. El eurocentrismo tiene incluso un correlato lingüístico: modernización y atraso son términos cargados de una connotación ideológica, asociados a la creencia en la universalidad de la experiencia occidental (que sería supuestamente extrapolable a cualquier país) y la superioridad de su cultura.

Lo cierto es que todo intento de explicar procesos sociales de cambio en países no occidentales conforme a esquemas internalistas y encima eurocéntricos parece condenado al fracaso: solo quedaría apelar a la excepcionalidad (como desviación de -o reacción a- la modernidad), algo científicamente muy poco satisfactorio. Por eso, en la estela de Trotsky, Kamran propone un modelo teórico dinámico de componentes socioeconómicos y culturales interactuantes, tanto internos como externos: un esquema marxista corregido al introducir en la ecuación las relaciones internacionales (entendidas, en un sentido amplio, como interacciones internacionales). Es un modelo bidireccional en el que los factores internos y los externos ejercen una influencia mutua, conduciendo a una amalgama de formas sociales, culturales e ideológicas. Y un modelo válido también para sociedades precapitalistas, algo que Trotsky nunca contempló. 

Así logra explicar cómo unos clérigos ultraconservadores pudieron tomar el poder en un país en el que, pese a padecer un régimen despótico (el prooccidental del sha), había una clase media urbana formada y unas instituciones relativamente modernas. Los ayatolás tomaron elementos externos como las ideas de república y revolución (quizá inspirados por la Francia que dio asilo a Jomeini), mezcladas con un islam chiíta político de factura propia. Ya dijo Trotsky que la convivencia dentro de una misma sociedad de distintas tradiciones y prácticas culturales impide que su evolución esté escrita y sea de carácter lineal, no pudiendo descartarse las involuciones o el revival de tradiciones bárbaras. 

El célebre revolucionario ruso asesinado en México por orden de Stalin nos habló hace más de un siglo del privilegio del atraso, al considerar que las sociedades atrasadas tenían la posibilidad de saltarse etapas en su proceso modernizador gracias al acceso a elementos materiales y culturales ya disponibles por el desarrollo experimentado en los países pioneros: un ejemplo al respecto es la adopción por parte de los indios nativos norteamericanos del rifle (también aprendieron a montar a caballo, un animal traído de fuera por los europeos). Esa posibilidad se convierte para Trotsky en necesidad (su famoso látigo), ya que la supervivencia de una comunidad pasa por equipararse cultural y tecnológicamente a las entidades políticas que la amenazan. Bien entendieron esto los japoneses tras la capitulación ante los occidentales que condujo en 1868 a la llamada revolución Meiji. 

Kamran aplica el modelo trotskista del látigo a la Persia safávida (1501-1722), una entidad política que también se construyó y consolidó frente a la amenaza externa de pueblos nómadas como los mongoles. Y que ya recurrió al islam chiíta para reafirmar su identidad frente al sunnismo rival otomano. El susodicho látigo (no un despotismo asiático intrínseco, propio del más burdo manual orientalista) explicaría el carácter centralista y absolutista del Irán premoderno. Según Kamran, ya en el siglo XX la monarquía del sha Reza Pahlavi forjó lo que él llama el "ciudadano-súbdito", una mentalidad contradictoria (híbrida de modernidad y premodernidad) que sería instrumentalizada por los islamistas para sus fines. Es innegable que los clérigos iraníes aprovecharon, de igual modo que los nazis en Alemania, una ventana de oportunidad histórica (en buena medida gracias a la coyuntura internacional) para hacerse con el poder.

En el fondo de todo esto late la cuestión de si los cambios sociales (en particular, las revoluciones) se hacen o simplemente vienen. O sea, cuál es el papel de la agencia humana al respecto. El enfoque marxista tradicional se inclina por lo segundo. Célebre es la frase de Marx que abre El 18 de brumario de Luis Bonaparte (1852): "Los hombres hacen su historia, pero no bajo condiciones elegidas por ellos mismos". Es una frase muy parecida a esta de Schopenhauer: "Somos libres de hacer lo que queramos, pero no de elegir lo que queremos". Kamran define atinadamente las estructuras sociales como sedimentaciones históricas de casos anteriores de ejercicios de agencia por parte de los humanos. Reconociendo el peso y el muy fuerte condicionamiento de esos factores subyacentes (de esa infraestructura), en lo que discrepo de él es en el efecto global que pequeños actos individuales pueden tener. Al fin y al cabo, los sistemas sociales no dejan de ser sistemas naturales. El propio concepto de desarrollo desigual de Trotsky podríamos interpretarlo como la aplicación a la sociedad de un principio natural mucho más amplio, constatable al observar objetos tan diversos como estrellas, nubes o montañas*. 

Si la naturaleza es intrínsecamente caótica, no veo por qué el mundo social habría de ser distinto. En ese punto suscribo la teoría de los cisnes negros de Nassim Taleb, que sostiene la imprevisibilidad de la historia (el trabajo de historiadores y economistas consiste no tanto en predecir como en explicar a posteriori las causas de lo que ya ha sucedido, aplicando de manera algo impostora un modelo determinista a sucesos por naturaleza impredecibles). Con ello no digo que haya que rechazar toda teoría explicativa general, como defendería un pensador posmoderno. Como bien dice Kamran, la historia nunca se repite pero aún así es teorizable. Solo abogo por no desdeñar el componente caótico en los sistemas sociales. 

Que el suicidio de un vendedor de fruta en Túnez pueda crear una onda sísmica social que acabe con el derrocamiento de Mubarak en Egipto, el linchamiento de Gaddafi en Libia o brutales guerras civiles en Siria y Yemen parece algo ridículo. Pero eso es exactamente lo que ocurre en los sistemas caóticos, en los que pequeños cambios en una parte (como el aleteo de una mariposa en Nueva Zelanda) pueden tener efectos de alcance en un lugar muy alejado (como un huracán en el Atlántico). Muchas personas han sacrificado su vida en protesta por situaciones injustas sin que ello haya tenido mayores repercusiones, pero a veces se dan las circunstancias exactas para un efecto mariposa. Algo parecido parece haberse desatado en Irán por la muerte de la joven kurda Mahsa Amini a manos de la brutal policía de la moral. Puedes estar durante años dando golpecitos en una pared sin que pase nada... hasta que el día menos pensado esa acción es causa de su derrumbe (incluso de todo el edificio), al superarse un umbral crítico. Por supuesto, las dinámicas sociales son mucho más complejas -y, por ende, más imprevisibles- que la de la estructura de un edificio.

No quiero terminar esta entrada sin subrayar el ejemplo inspirador de Kamran, al que conocí en septiembre de 1998 en Inglaterra cuando llevaba apenas un año en el país, tras haber huido de la persecución política del régimen de los ayatolás. En Gran Bretaña se reconvirtió profesionalmente (era químico en su país), estudiando Relaciones Internacionales. Es una amistad de la que me precio, tanto por la valía intelectual como por la calidad humana de la persona. Ojalá pueda felicitarle pronto por la caída del siniestro régimen teocrático que asfixia a persas, kurdos, azeríes, beluches y otros pueblos de la antigua Persia desde hace más de 40 años. Jin, Jiyan, Azadi, Kamran gian! 

* Esto me recuerda la idea del jurista español Javier Pérez Royo de que hay un principio económico de naturaleza oligárquica (la riqueza tiende a repartirse muy desigualmente) y un principio político de naturaleza democrática (mi voto vale lo mismo que el de un homeless o un multimillonario), este segundo necesario para moderar al primero.

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