Es el triunfo del populismo más zafio, y con él de la política de la posverdad (en la que la verdad se convierte en algo secundario y la mentira se vomita impunemente con la mayor desvergüenza, algo a lo que en España ya estamos acostumbrados), que se produce paradójicamente en un mundo donde nunca hubo tanta información disponible para la inmensa mayoría de la gente. Pero el deterioro de la educación, el desprestigio de la cultura y la ciencia y la omnipresencia de la telebasura han contribuido a que la mayoría de la población sea incapaz de procesar esa abundante información, de bucear con criterio en el océano de Internet para separar el grano de la paja, la verdad de la mentira (más del 90% de lo que hay en la red es pura mierda). En lugar de ello tenemos a millones de personas enchufadas a la tele, a YouTube o/y a la iglesia (sobre todo en EE.UU.), más preocupadas de reality shows, mierdas virales, eventos deportivos y telepredicadores que del calentamiento global o la salud de la democracia, un sistema que muchos -sobre todo los más jóvenes- dan ingenuamente tan por sentado como la gratuidad del aire que respiran.
Ya nos avisó Carl Sagan hace más de veinte años de que una democracia de ignorantes no es sostenible en el tiempo, ya que lleva dentro el germen de su autodestrucción. En EE.UU. muchos de esos ignorantes son exponentes de un integrismo religioso bien arraigado: es innegable que en el triunfo de Trump ha sido determinante el voto del cinturón bíblico creacionista del país (parte de ese sufragio, por cierto, es hispano). Pero detrás de este auge nacionalista-populista están también la cara B de la globalización (la de sus perdedores) y el fracaso del multiculturalismo, que para ser más rigurosos podríamos etiquetar como multi(IN)culturalismo: la mala convivencia de todo tipo de inculturas, incluida la nativa. Desorientada ideológicamente y prisionera de la corrección política, la izquierda no ha sabido dar una respuesta a ambos fenómenos (perdedores de la globalización y multiculturalismo fallido), que actúan sinérgicamente de manera negativa para, entre otras cosas, sentar en los parlamentos a tipos de la catadura de Nigel Farage o Roberto Calderoli (el que llamó orangután a una ministra italiana negra). O hacer presidente a Trump.
En los países con mayor peso de la inmigración, como Reino Unido, Francia, Bélgica, Alemania o Suecia, muchos barrios se han convertido en guetos donde el imperio de la ley ha sido sustituido en algunos casos por el de la tradición importada, donde el patriarcado religioso es el que ordena y manda para desgracia principalmente de mujeres libres y de homosexuales. En otros casos -en España tenemos el ejemplo de la Cañada Real en Madrid-, la delincuencia organizada o las pandillas violentas son las que se han hecho con el control de territorios ante la impotencia policial y judicial. En las poblaciones nativas europeas, sobre todo en las menos beneficiadas por la globalización, hay un sentimiento de agravio ante el aprovechamiento de fondos públicos por grupos de inmigrantes cuya conducta y voluntad de integración deja a veces bastante que desear. Esas personas perciben que el Estado se preocupa más de los derechos de los inmigrantes delincuentes que de los ciudadanos que cumplen. En España constato que hay inmigrantes conflictivos con escasa intención de integrarse, lo que no obsta para que cosechen más beneficios del Estado de bienestar que colectivos locales desfavorecidos como los jubilados con pensiones mínimas. Y también certifico que hay nativos ignorantes y resentidos, llenos de prejuicios racistas y con nula tolerancia al diferente: los típicos garrulos que suelen caer en las redes del populismo y el ultranacionalismo. Unos y otros se realimentan y están llamados a chocar salvo que se interponga entre ellos con toda firmeza el Estado de Derecho. En medio de ambos se encuentra la gente buena, ya sean locales o inmigrantes (porque, de media, los inmigrantes son igual de buenos o de malos que los demás).
La reacción a la plaga nacional-populista ya está en marcha a ambos lados del Atlántico y cobra fuerza en EE.UU. tras el estupor y la desolación de los días posteriores al 8-N: las manifestaciones ciudadanas en la calle, la oposición casi unánime de intelectuales y artistas y el firme compromiso de la prensa seria por denunciar las mentiras de Trump son todo un reto a sus planes más inmorales y disparatados. Por su parte, organizaciones no gubernamentales como Greenpeace o Amnistía Internacional siguen sin achantarse en la defensa de sus respectivas causas: la ecología y los derechos humanos. La unión de los sectores progresistas de la sociedad civil resulta fundamental, pero no perdamos de vista que 60 millones de personas están detrás del éxito del magnate neoyorquino y que la sociedad civil de la América ultraconservadora -agrupada en torno al rifle, la Biblia y los libros de autoayuda para hacerse rico- es también poderosa.
Meses antes del triunfo de Trump, Jason Brennan nos invitaba a pensar en la epistocracia, concebida como posible salvadora de una democracia amenazada por la ignorancia del electorado. Desde luego, Trump jamás habría ganado con un sistema epistocrático en el que para votar, siguiendo la misma lógica que para sacarse el carné de conducir, hubiese que acreditar ciertos conocimientos políticos elementales. Y ciertamente el Brexit tampoco habría salido adelante. Por su parte, el científico y divulgador Neil deGrasse Tyson lanzaba también en 2016 su iniciativa de país virtual #Rationalia, donde toda política estaría basada en la racionalidad y la evidencia. Quizá el (único) futuro de la humanidad pase por esa unión voluntaria de ejemplares de Homo sapiens que haga verdadero honor al nombre de la especie y trascienda razas, nacionalidades y culturas.
"Hagamos que América sea inteligente de nuevo", tuiteaba Tyson cuatro días antes de la victoria de Trump. El mensaje sigue vigente pese al varapalo del 8-N y es de aplicación al resto del mundo, donde el panorama tampoco es demasiado halagüeño: populismos, nacionalismos e integrismos siguen campando a sus anchas no solo por Europa y Rusia sino por Latinoamérica, África y Asia, con una China además entregada al consumismo más salvaje y destructor de la naturaleza. En Occidente hay que luchar por un impeachment de Trump lo antes posible, por reformular unas relaciones civilizadas entre británicos y europeos continentales, dar un impulso definitivo a la construcción política de la UE y apartar del poder -o mantener alejados de él- a través de las urnas a quienes amenazan la democracia (caso de los actuales gobernantes polacos y húngaros). Pero hay que ir a lo más hondo: es necesario un profundo cambio cultural y de mentalidad para afrontar retos globales inaplazables como el del cambio climático y el de la transformación del capitalismo. El multiINculturalismo va claramente en sentido contrario, alimentando al mismo tiempo tanto al radicalismo religioso como a esas dos bestias hermanadas llamadas populismo y nacionalismo.Earth needs a virtual country: #Rationalia, with a one-line Constitution: All policy shall be based on the weight of evidence— Neil deGrasse Tyson (@neiltyson) 29 de junio de 2016