Hace 400 años, el italiano Galileo Galilei puso los cimientos de la ciencia moderna al centrarse en el aspecto objetivo y público de la naturaleza, el único supuestamente matematizable, y sacar fuera de su estudio la consciencia o alma (la cara subjetiva y privada del mundo). La ciencia ha avanzado de una manera espectacular gracias a ello, pero a un precio: así nunca podremos descifrar la consciencia. Ese es el motivo por el que Philip Goff titulaba su primer libro El error de Galileo: por culpa de ese error, la ciencia no tiene nada que decir sobre la consciencia entendida como subjetividad, solo puede aplicarse a lo cuantitativo (lo matemáticamente mesurable) y debe renunciar a lo cualitativo. Goff reclamaba hace años en su libro una nueva ciencia de la consciencia que permitiera aproximarse a esa realidad cualitativa que representa lo más íntimo e innegable de nuestro ser.
Ya en el siglo XXI, algunos científicos (no solo filósofos como Goff o David Chalmers, inspirados en Bertrand Russell) han desafiado la ortodoxia y retomado la vieja idea que concibe la consciencia como un ente fundamental y no emergente de la materia. Pero el enfoque no deja de ser científico pese a invertirse las tornas: a partir de la consciencia, se trata de derivar racionalmente la realidad física... ¡utilizando las matemáticas! La teoría de la información integrada, desarrollada por Giulio Tononi y Christoph Koch, fue pionera en la aplicación de herramientas matemáticas para modelar los presuntos qualia (los átomos de la experiencia) que informan la realidad consciente. Más recientemente, Donald Hoffman ha diseñado, también con auxilio de las matemáticas, una teoría de agentes conscientes interactivos en red. Pero Hoffman ha ido más lejos, al intentar encontrar (apoyado en el trabajo de físicos como Nima Arkani-Hamed) objetos geométricos complejos como el amplituedro que expliquen no solo la dinámica de la red de agentes conscientes sino también las leyes de la física y el propio espacio-tiempo. Este último es considerado como una interfaz a través de la cual los agentes interactúan, siendo la física la proyección de la dinámica de los agentes en la interfaz. Galileo jamás hubiese imaginado algo parecido.
La ruliad, el conjunto entrelazado de todas las computaciones posibles teorizado por el físico y científico computacional Stephen Wolfram, no está reñida con el modelo de Hoffman. Dicho de otro modo, el idealismo transcendental (en su versión hoffmaniana 2.0, la idea de que nuestra realidad mundana es alumbrada por un agente trascendental que se pone unos cascos) no sería incompatible con una visión computacional del mundo. El propio Wolfram considera (mira su fascinante charla de tres horas con Hoffman en el canal de Curt Jaemungal) el orden parcial de la red de agentes conscientes de Hoffman, construido a partir de la consciencia, como un subconjunto de su ruliad. Difiere al respecto de Hoffman, que prefiere ver una identidad entre ambas. Un hipergrafo se reescribe a cada paso de la computación (¡eso es el paso del tiempo!) en la ruliad, mientras que la dinámica del modelo de agentes conscientes viene dada de manera probabilística por cadenas markovianas (secuencias de posibles eventos en los que la probabilidad de cada uno de ellos depende solo del estado inmediatamente anterior).
Wolfram se plantea en la mencionada charla si una red de modelos grandes de lenguaje (LLMs) sería formalmente semejante a la red de agentes conscientes de Hoffman, algo que este último descarta (a mi juicio, de manera apresurada). Wolfram no duda en poner a un modelo grande de lenguaje en el mismo plano ontológico que un agente consciente orgánico, ambos como actores procesadores de información y navegantes de la ruliad. En lo que los dos científicos coinciden es en constatar que hay realidades que nos resultan tan ajenas como inconcebibles: regiones de la ruliad muy alejadas de la experiencia consciente de los humanos, correspondientes a cascos muy distintos (por ejemplo, con infinitas dimensiones y entidades distintas al espacio-tiempo) a los que generan nuestra realidad cotidiana. La existencia de objetos geométricos multidimensionales nos sugiere que las matemáticas abarcan mucho más de lo que experimentamos los Homo sapiens, humildes navegantes de este ínfimo rincón de la ruliad.