La película bélica Sin novedad en el frente me ha impactado mucho. Es una obra artística tan bella como terrible, en la estela de Salvar al soldado Ryan al retratar la guerra en su verdadera crudeza (sucia, caótica, repugnante, gore), no como los panfletos propagandísticos del cine clásico hollywoodiense. Y en la que los buenos y los malos están repartidos entre los dos bandos enfrentados, como siempre es el caso (ello no obsta para que a veces la causa de un bando sea la justa y la del otro la injusta, como ocurrió en la II Guerra Mundial y ahora en Ucrania).
Sigue habiendo no pocos simplones que creen que los combatientes alemanes eran todos malos en la I y II Guerra Mundial, al contrario que los franceses, británicos o norteamericanos (buenos y sanos chicos todos ellos, supuestamente). Que ahora también compran la absurda idea de que los rusos son unos malvados y los ucranianos son seres de luz (o al revés, si eres un simplón alternativo), lo que ha llevado incluso a cancelar manifestaciones culturales y artísticas rusas que forman parte de lo más valioso del patrimonio de la humanidad. La culpa en el fondo es de los políticos y los medios de comunicación de masas, al fijar y reforzar estereotipos simplistas.
No hay países buenos y malos en una guerra, sino personas buenas y malas bajo circunstancias políticas y sociales difíciles marcadas por ideas tóxicas como el nacionalismo, el comunismo o el integrismo religioso. La maldad es transversal a nacionalidad, etnia, religión, sexo, preferencias sexuales, edad e ideología. La gente de la peor calaña siempre está ahí presente, pero solo cuando el orden legítimo quiebra adquiere un protagonismo que en circunstancias de normalidad democrática le está vedado: es, por poner un ejemplo muy ilustrativo, el salto del fondo sur de un estadio de fútbol al checkpoint paramilitar en una carretera (o, a más alto nivel, desde la dirección de un grupo criminal a un alto cargo público). En guerras, regímenes autoritarios y Estados fallidos (véase Haití o Libia) es cuando los malvados resultan más dañinos por estar más empoderados.
Es muy poco conocido el ponzoñoso papel desempeñado por la Iglesia católica francesa en la I Guerra Mundial animando a los jóvenes de su país a matar alemanes en nombre de Dios. O el hecho de que generales franceses se empeñaran en utilizar miles y miles de reclutas como carne de cañón y ordenaran ejecuciones de desertores. Porque las tintas se cargan solo contra los perdedores de la contienda. En la II Guerra Mundial las cosas están mucho más claras por la existencia del monstruo nazi, pero los alemanes de 1940 no eran peores que los españoles o los británicos de 2023: la diferencia estriba en que, aupada por un régimen y una ideología de lo más siniestro, su peor gente (psicópatas y sádicos) tenía entonces poderes en los ministerios, los cuarteles, las comisarías, las cárceles y los campos de exterminio que la peor gente de España y Gran Bretaña no tiene en nuestros días. Las fichas humanas son las mismas; solo difiere su ubicación en el tablero, a su vez determinada por el ordenamiento político de una sociedad.
Sin novedad en el frente, desde una perspectiva alemana al igual que Das Boot (1981), no solo es una crítica al militarismo germano sino también al francés y a cualquier otro. Así como a la extremada dureza del armisticio, germen de otra guerra mucho peor. Mientras gerifaltes de uno y otro bando comen a cuerpo de rey y se permiten afear a sus inferiores la calidad de un vino o de un croissant, chicos de 18 años de ambos lados son arrastrados por ellos a morir brutal y absurdamente. En Vida y destino, el escritor ucraniano y ruso Vasili Grossman refiere lo mismo en el escenario de la batalla de Stalingrado: "No eran más que niños y en el mundo todo se confabulaba para enviarlos bajo el fuego. (...) Y en el oeste los hombres aguardaban para golpearles, despedazarlos, aplastarlos bajo las orugas de sus tanques". Qué injusto e insoportablemente doloroso, qué sobrecogedor para unos padres, ese derecho otorgado a un hombre desconocido para mandar a la muerte a su querido hijo cuidado desde la cuna. El también ucraniano y ruso Nikolái Gógol narraba con poética emoción en su novela Taras Bulba el pesar de la madre de los dos jóvenes cosacos a los que su padre se disponía a llevar con orgullo al campamento de Zaporiyia (Ucrania): "Acurrucada junto a sus hijos les arreglaba la cabellera, los bañaba con sus lágrimas, los contemplaba sin cesar como quien no puede saciarse". Sin novedad en el frente empieza precisamente con las imágenes de una zorra durmiendo acurrucada junto a sus cachorros dentro de una madriguera.
Esta gran película deberían verla sobre todo los buenos rusos engañados por Putin. Los cuatro amigos alemanes que parten juntos al frente en 1917 son buenos chicos omnibulados por el patriotismo, a cuyo servicio ponen la sana camaradería que los une. En la guerra verán que hay tipejos sin compasión con mando sobre ellos. Y descubrirán que sus homólogos franceses son en el fondo como ellos, unos infelices enviados a la muerte por desaprensivos. Lo más terrible es esa implacable maquinaria social, esas invisibles cadenas de transmisión jerárquica que los empujan inevitablemente a morir en la flor de su vida. Morir en tu juventud matando como una hormiga-soldado a otras personas como tú solo porque lucen distinto uniforme se me antoja un insulto no solo a la vida sino a la inteligencia (bien distinto es apuntar al mercenario que te amenaza, al autócrata que lo manda o al patriarca religioso que lo bendice). Y ya lo más absurdo y desgarrador es matar y morir un minuto antes del final oficial de las hostilidades. Unos tres mil soldados murieron en las horas previas a las 11 de la mañana del 11 de noviembre de 1918, cuando entró en vigor el armisticio firmado por los alemanes. Esa misma noche, los generales de uno y otro lado volverían a cenar copiosamente.